Del Otro Lado del Espejo

En el umbral de la percepción podemos captar el misterio mientras la vida enciende la maravilla. (Alice White)

Un momento es solo un momento pero se convierte en singular a través de su experiencia. Algunos de ellos son especiales y brotan del flujo del tiempo como un ofrecimiento singular a nuestra presencia. El momento significativo no necesita de preámbulos, es la más pura espontaneidad recreándose en los matices. Lo reconozco porque siento que la vida es la vida de todos, no la mía y la de mis interpretaciones. A veces el momento simplemente me absorbe y me lleva al mundo de lo sutil. La vida ofrece de todo y todo el tiempo pero solo tomamos lo que reconocemos. Quizá nuestro máximo límite sea el apego a lo que creemos ser. Ese que construyó paredes sin piedad ni vergüenza de sí mismo. Ese que nos deja sin esperanza y aislados.

Vivimos en un mundo lleno de maravillas en estado de latencia hasta que las percibimos. La mayor parte de ellas están envueltas en un misterio que nos fascina, quizá por la dificultad para comprender lo que observamos. Sin embargo, el miedo a lo desconocido mantiene a gran parte de la humanidad actuando como si supiera y nos enreda en conflictos que causan dolor y lastiman.
Puedo entender el deseo de saber. Lo que me cuesta es la arrogancia de pretender haber descifrado el misterio. Tanto que el error se pretende resolver con otro error. La historia ha demostrado una y otra vez que las personas más peligrosas son aquellas que están seguras de poseer la verdad y que solo están a gusto con las que están de acuerdo con ellas. Ese es un camino que elijo no transitar, se ha vuelto viejo y sin sentido para mí.
Prefiero estar aquí, habitando la incertidumbre, asombrándome en el misterio de lo desconocido y lo extraño. Abierta a la posibilidad de conocer en la plenitud de mi atención. Fascinada en la belleza del mundo natural y viviendo en la serenidad del corazón de la vida, donde siempre hay un lugar para uno más.

Yacaré Negro
Yacaré Negro, habitante de los Esteros del Iberá, Corrientes, Argentina.

Quizá lo más grandioso de nuestra pequeñez sea la dignidad que reside en la intimidad del corazón sereno, esa que nos inspira confianza en la forma que toma cada nuevo día. Es una alegre humildad la que invita a agudizar la escucha e intercambiar ideas considerando que nuestra mirada es siempre parcial, incompleta y quizá errónea. A veces nos desconectamos del ritmo sagrado y pretendemos que se adapte a nuestros deseos. Pero cada ser encarna una perspectiva diferencial de conexión absoluta con su entorno y todos los demás. Y es tan fascinante como aterrador.

Frecuentemente, la soledad y belleza de la naturaleza es un bálsamo sabio que alivia con delicadeza y libera la mente de los prejuicios. La paradoja es que en el corazón de esa soledad nos sentimos íntimamente conectados con el mundo.

En cada momento que paso en la naturaleza siento una invitación a contemplar la experiencia como un evento que no se repetirá. Percibir la fugacidad del instante en que todo sucede me brinda siempre la posibilidad de pensar con delicadeza acerca de lo que doy por descontado y de percatarme de mis limitaciones. Siempre recibo alguna enseñanza que me induce a explorar con humildad la importancia relativa de mi realidad e incorporar la sutileza del cambio como una fragancia cotidiana. La gratitud me invade cuando reconozco la marca indeleble que lo vivido dejó en mi corazón.

«No sé darte otro consejo, camina hacia ti mismo y examina las profundidades en las que se origina tu vida.» (Rainer Maria Rilke)

Ahondar en la realidad y alcanzar su esencia necesitan de la mano de la incredulidad y el escepticismo para desdibujar las certezas. Es un proceso natural al que debemos entregarnos con confianza si deseamos experimentar en forma directa. Valiente es quien no se parapeta en su interioridad ignorando o apartando el temor sino quien permite que tanto la belleza como el horror lo toquen. Nuestra propia precariedad nos pone de cara al desconcierto, la duda y la ambigüedad frente a un mundo siempre cambiante que nos excede en infinidad de aspectos. El valor genera un espacio para reconocer e integrar el miedo que solemos querer evitar. La más profunda aceptación emerge de la verdad de nuestra experiencia.

 

En la profundidad de las cosas I

Para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora.
(William Blake)

La vastedad de la vida se nutre de un mundo de relaciones y asociaciones. La naturaleza lo hace a través de sonidos, olores, señales y vibraciones en una red perfectamente conectada. Lo grande y lo pequeño se complementan con sutileza para abrirnos los ojos. Mundos dentro del mundo que sugieren detenernos y reparar en el equilibrio y la fragilidad con que la vida encuentra su cauce. Es el milagro cotidiano al que estamos invitados a convertir en experiencia. Es el latido de todas las cosas que se deja ver en lo natural. Observar y concentrar la mente en la maravilla que impregna los sentidos es a veces todo cuanto se necesita para iluminar cada rincón de lo que somos. Maravillarse es una experiencia intensa que llena el corazón. Cuando el silencio interno deja paso a la contemplación captamos la frecuencia de la realidad primordial y un júbilo sereno acaricia la experiencia. ¡Hay tantas lupas por ahí para distinguirla! El secreto está en encontrar las propias ventanas contemplativas en lo que nos rodea.

Momentos de soledad no son de aislamiento, son oportunidades para habitar nuestra interioridad, recorrer senderos conocidos que nos acunan en el sentido y otros inexplorados que se hacen visibles para el corazón ofrecido a la vida. En la quietud y simplicidad de un momento se puede percibir la complejidad de cada singularidad. A veces resulta fácil ver la fusión de vidas en la vida, de cada latido individual en un gran latido. A veces resulta evidente que nuestra vida es posible gracias a otras vidas que llevamos dentro. Son esas complicidades sutiles que hacen que la vida se viva a sí misma.

«Todo lo que nos ralentiza y nos fuerza a la paciencia, todo lo que nos devuelve a los ciclos lentos de la naturaleza, es una ayuda.» (May Sarton)

Las etiquetas se caen constantemente y las creencias se marchitan con cada descubrimiento. Un mundo en constante cambio no puede ser definido, medido y justificado sino de forma parcial e imprecisa.
Es una práctica espiritual abrir la mente a lo infinitamente pequeño tanto como a lo enorme. Son las dimensiones rebeldes de la vida las que nos enseñan sobre los límites de nuestra comprensión.
En su evolución, la vida nos pide un estado mental que se adapte al cambio constante, nos sugiere sutilmente alinearnos con el flujo asombroso de los fenómenos que ocurren en los sistemas de todos los tamaños. No parece ser cuestión de escalas sino de ser un observador involucrado, comprometido y respetuoso de la gran sinfonía.

La forma en que actuamos está determinada por nuestra grado de conciencia. A veces es la presión la que nos lleva a concentrarnos en una tarea y descartar todo lo demás. Ejecutamos y cumplimos. Otras es la seguridad y privilegio de un rol que entra en juego y dejamos de vernos reflejados en el otro con quien nos toca relacionarnos. Pero sin atención consciente cosificamos la vida y perdemos contacto con nuestro corazón compasivo. El resultado podrá ser efectivo pero sin conciencia plena sacrificamos un poco de nuestra humanidad en cada decisión.

En las profundidades de la naturaleza hay una conexión salvaje que late de la mano de la imaginación. A veces me dejo llevar por los ojos de la vida que contemplo y me introduzco en ese mundo que es libre de interpretaciones humanas. Es una aventura asombrosa, colmada de descubrimiento y donde no hay información que aturda o descripciones que adormezcan. Las escenas se presentan y con ellas brota la revelación, pero no como un éxito de la mente que teje pensamientos y asociaciones sino como un flujo de esa naturaleza compartida en la que el corazón siente pertenencia. 
Su efecto es muy saludable, de las mano de «esos ojos» somos invitados a arriesgarnos a una nueva y original mirada para habitar cada día. Un mirada relajada que integra lo diverso.

¿Cuánto es suficiente? ¿Cuál es el límite entre la modestia y la desmesura? Cuando le entregas tu corazón a algo, ¿qué determina que sea un gesto ambicioso o humilde? ¿Cómo mensurar una sensación que proviene de la intransferible intimidad con que nos relacionamos con la vida? 
La vida silvestre tiene tanto para mostrarnos acerca de nuestra lógica, preferencias y criterio que no es difícil quedarse sin palabras. La belleza o la elegancia se resignifican de la mano de la sorpresa que acompaña la observación. Con tanta sutileza y fragilidad alrededor lo menos que podemos hacer es intentar estar presentes.
A veces el tiempo se vuelve una espiral sin forma y lejos de las ideas sobre lo visto se comienza a percibir los infinitos tonos de un árbol o la obra de arte que conforman las plumas de un ave. Las distancias parecen desvanecerse y el propio sentido de la proporción cambia. Una vez más la vida se ocupa de mostrarnos que eso que creemos ser no es algo acabado, la experiencia nos transforma.

Algunos tenemos un artista de la mezcolanza refugiado tras una prolija fachada. Hay días en que no lo podemos contener y sale a escena haciendo relaciones insólitas basadas en su lógica dispersa. A veces es posible encontrarle la punta del hilo con la que deje y desteje la compleja trama de elementos que lo inspiran. A ese artista casi nada le resulta indiferente y suele captar el cambio potencial en que todo se despliega. Vacila, y mucho. Su espíritu ansioso de libertad y gozo conoce la contracara de la aflicción. Son momentos en que el silencio se hace visible y su sombra también. Un estado en que puede oír la vida que lo vive. Es por eso que aquello de ser un alma libre le suena a literatura.

En el mundo humano de la desmesura una conciencia desobediente puede ser la vía hábil para los pequeños gestos que conducen a grandes acciones. Observar la naturaleza puede ser una experiencia estética placentera pero también es una ventana que enmarca la acción humana que toma al otro como una extensión de lo que somos. Poner atención en lo complejo, lo común y lo pequeño es un detonador de sensaciones conducentes a la escucha del llamado urgente que este tiempo reclama.

«Ubicar a la especie humana completamente dentro de la naturaleza y no encima es algo que ha sido aceptado intelectualmente pero no personal y emocionalmente por la mayoría de las personas.» (Gary Snyder)

 

 

Recortes de lo incierto y su vastedad

Nos recortamos sobre un horizonte que no es más que un fragmento idealizado mientras la vida acontece imperturbable. (Alice White)

El sol sale en su ahora y yo lo veo en mi aquí. Pero no sale para mí, lo hace ignorando la subjetividad de mi interpretación. La objetividad es brote que emerge al dejar de buscar el sentido que se adapte a mis propios paradigmas. Ese orden frágil cuya persistencia se mantiene ajena al absurdo. Una objetividad sin preexistencia que nace en la cara de mis preconceptos sabiondos para recordarme la belleza de la incertidumbre y su poder creativo. Hay una forma en que todo es y un hilo sutil el que parece guiarnos a través del cambio en que la vida despliega su trama. Los demás pueden preguntarse qué perseguimos cuando decidimos algo que no pueden justificar ni comprender. Es que ese hilo es individual, nos sostiene y no podemos soltarnos. Nada de lo que hagamos puede detener la dinámica en que el tiempo desenreda el ovillo que la vida preparó para cada uno.

La palabra «después» suele ser usada a discreción para quitar del presente lo que ponemos a una distancia segura. Postergamos en la cómoda ilusión de estar «en control» de la temporalidad, a resguardo de la ocurrencia del cambio. La trama de la vida está tejida de fugacidad y cualquier intento de negar lo efímero resulta fatal para la oportunidad que cada presente nos ofrece. Todo se desvanece, podemos huir pero no escaparnos. Y curiosamente, esta realidad es fuente de la prodigiosa abundancia del cambio y la transformación. Creación y destrucción, las dos caras de la misma moneda. El tremendo desafío, no apegarnos a lo que nos agrada.

A diferencia de los cambios externos que son bastante sencillos de distinguir, los cambios internos son más sutiles. Nuestras formas de ver, interpretar o percibir no son las mismas en el tiempo. Cuando pierdo el eje me resulta útil evocar la transitoriedad de todas las cosas, la dependencia y condicionalidad con que todo parece surgir y relacionarse. Me serena y me focaliza en lo que cuenta aceptando con todo lo que soy que las cosas son como son se adapten o no a mi lógica circunstancial. El volver a mis comprensiones más simples y contundentes me rescata del error que es fuente de tanta tristeza y aflicción.

La vida y la muerte son inseparables, van juntas en el camino momento a momento. Falsamente a veces pensamos que la muerte está al final de un largo camino, pero es solo una fantasía que alivia el miedo de tomar conciencia de la fragilidad en la que eso que somos se despliega. La naturaleza de esta vida es incierta aunque evitemos pensar en ello. Vivir en las dimensiones más profundas de lo que significa ser humano es una actitud por la que todos podemos optar y provoca un cambio radical en cómo nos relacionamos con nosotros mismos, los demás y el entorno. Nos hace íntimos. Llena de sabiduría, cada pequeña muerte cotidiana es una invitación a descubrir lo que realmente importa, a no postergar y a situarse con plena intensidad en cada momento. De algún modo, su compañía silente se convierte en un faro que nos orienta hacia la plenitud vital.

«El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos.» (Rainer Maria Rilke)

Intento estirar mi capacidad de conocer como una posibilidad de la conciencia. Me doy cuenta que cada vez que capto algo extraordinario de la realidad tiene que ver con cómo miro, en qué estoy poniendo atención y cuán serena me siento. Hay una experiencia plena y directa del misterio que se muestra como un eco en lo cotidiano. Captar lo extraordinario no requiere capacidades especiales ni una sensibilidad singular sino aprender a gestionar el conocer y flexibilizar nuestras certidumbres. Porque existe una forma de conocimiento que combina palabra y silencio como el arte de bajar el volumen de las urgencias del yo egocentrado y escuchar los susurros de la realidad que resuenan en la quietud. Porque la existencia en toda su hondura, está siempre mostrándose independientemente de nuestras proyecciones.

Los deseos tienen un lado luminoso que es impulso para la acción y uno oscuro que alimenta la ansiedad. De vez en cuando es útil tener una conversación honesta con nuestros deseos porque podemos descubrir algunas de las razones de esa sensación de incomodidad que tiene la tendencia a hacerse compañera fiel. ¿Para qué padecer de manera innecesaria? Es que entre los extremos de la renuncia a todo y el abuso sin medida existe la posibilidad de cultivar una relación saludable con lo que deseamos y no perdernos en «el bosque de la inquietud».  Es tarea de cada uno que un eventual estado mental negativo no le gane a las cualidades del corazón. Integrarnos en profundidad y convocar  a la bondad básica que habita en cada uno se vuelve vocación cuando estamos atentos a las sutilezas de la vida. Porque, ¿qué es el corazón sino ese espacio del ser humano donde convergen intelecto, emoción y espíritu?

La experiencia de nuestra naturaleza más profunda es un puente hacia la dimensión espiritual de la vida. Contemplar unifica al mismo tiempo que integra el pensar y el sentir de tal modo que deja de tener sentido referirse a ambos por separado. Cuando la fuente de la vida se vuelve experiencial, las palabras brotan casi por impulso en el afán de aproximar una descripción. Es entonces cuando busco en la austeridad unas pocas palabras para acercarme sin abundar en adjetivaciones.

Notar, maravillarse, relacionar lo observado… tantas preguntas que pueden habitarse y acompañarnos con su perfume. La comprensión nunca será tarea acabada. (Alice White)

Indagaciones sobre lo incierto

El juego ocurre por sí mismo, surge y se repliega una y otra vez, se desvanece y reaparece  con la atemporalidad de lo eterno. (Alice White)

Cuestiones difíciles de resolver o complicadas de explicar provocan introspección y análisis. La vida se vuelve examinada cuando nos interrogamos y aún cuando las respuestas parezcan inalcanzables, la reflexión le da forma a un tipo de esperanza que nos hace serenos. De algún modo y en algún momento, todos somos un poco filósofos por necesidad.

La mirada que descubre el resplandor no proviene de un algo consumado sino de lo que sugiere sutilmente al ojo que lo mira. Contemplar es reencontrar la emoción profunda de estar vivos, dejarse impregnar por el fatalismo de lo inevitable y aprender a vivir con lo inexplicable. La mirada contemplativa ofrece la experiencia intransferible de comprender intuitivamente que la incertidumbre no es algo a resolver. El acto de mirar para capturar un momento a través de una fotografía, es pura oportunidad de ver que se renueva al cambiar un ángulo o al hacer espacio dando un paso atrás. La imagen obtenida siempre se completa en quien la mira al volver sobre ella.

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Los matices y las sutilezas que hay entre los opuestos suelen escaparse de nuestro modo de observar la realidad. Nos relacionamos con el mundo tratando de reconocer y distinguir lo que es de lo que no es y posicionarnos frente a ello. Y todo posicionamiento es un límite que parece ofrecer una solución práctica pero es claramente incompleta frente a este mundo complejo, interconectado y en constante movimiento. Adoptar una posición fija frente a algo debería ser solo provisional para luego trascender las distorsiones que provoca. Captar «el hilo» es un arte sutil. El espejo de lo cotidiano nos muestra con elegancia quiénes somos y nuestro lugar ajeno al tiempo. Abrirse al paisaje interior es una posibilidad que fecunda en la radicalidad del silencio, la vía directa, sensible y salvaje para conocernos.

La claridad suele ser fruto de la persistencia. A veces se presenta con la urgencia de un decir como brote humilde frente al redescubrimiento de eso que opacado por la costumbre, el prejuicio o a veces la indiferencia, perdió el resplandor de su presencia. Es, de algún modo, la manifestación del brillo y significado de las cosas que reclaman atención.  Es un ver que nace en una percepción común pero inesperada que irrumpe con el peso de una revelación. Es tarea de cada uno rescatarse de la obviedad y de lo previsible para implicarse en la hondura del asombro de estar vivos y despiertos.

Qué algo aporte sentido implica que se asocie coherentemente con ideas vinculadas a ese algo. Nuestra red interna de pensamientos puede ser bastante limitada y volverse bastante arbitraria si nos encerramos en nuestro mundo personalizado y no cultivamos su diversidad. Morar continuamente en un mundo humano de similitudes nos aísla. La naturaleza lo sabe bien. La diversidad de la vida expresa una profunda unidad subyacente. Por detrás de lo que pensamos que somos y nuestras certezas, la arraigada interconexión de todo con todo nos recuerda los límites mentales para comprender. 

A veces me quedo viendo cómo el árbol exhibe diversidad y unidad a través de sus ramas y troncos que terminan enraizados en un mismo suelo. A veces el desafío a la adversidad y su capacidad para resistir con optimismo es fuente de inspiración. Me recuerda la importancia del cuidado de la curiosidad y la empatía en nuestra experiencia humana.

 

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La vida tiene su propia claridad en la que todo se mueve a su ritmo y en su propio ciclo. Siempre algo está brotando para crecer y finalmente marchitarse. Ese intermedio entre el principio y el fin exige entrega para percibir la bella inteligencia de la que podemos sentirnos parte. Hay una vida que es de todos, mucho antes de disfrazarnos de lo que creemos ser y buscar lo que preferimos.

¿Nos hacemos una vida a través de lo que hacemos con ella o la vida nos da forma a través de lo que tiene para nosotros? ¿Elegimos o la vida elige por nosotros? La consideración del libre albedrío parece más una necesidad social para no caer en el fatalismo amoral que en una realidad convocante. Es que a veces las palabras son un encierro, hay circunstancias que invitan a demorarse y permanecer en ellas para afinarnos y escuchar lo que susurran, ellas están muy encima de nuestra posibilidad narrativa. Porque a veces nuestra «genialidad» nos condena al tratar de meter todo en el espacio de la comprensión.

¿Nada como la ficción para trascender la realidad o nada como este mundo para trascender la ficción? Hay lecturas que desvelan, que nos despiertan y convocan. Son lecturas que no son pasivas ni fáciles sino que exigen una íntima implicación de nuestra parte, lo que generalmente provoca un resultado inquietante. Son lecturas en que no se encuentra lo que el otro pudo decir en palabras más o menos ordenadas sino atisbos de ideas que casi no caben en las palabras que se ofrecen como punto de partida para indagar. Son lecturas que hacen espacio, acogen las preguntas, recorren enigmas y exploran dilemas. Esta clase de lecturas me atrapan y puedo detenerme un tiempo inmensurable en un párrafo. Son lecturas a las que se vuelve como a esos romances que siempre vivirán en la intimidad de nuestro corazón. Es que nada es tan próximo como lo ajeno al espacio y al tiempo. Imaginar es dar espacio a la posibilidad, allí donde lo eterno es compañía del vacío.

Dones te doy,
un vacío te doy, 
una plenitud,
desenvuélvelos con cuidado—uno es tan frágil como el otro— 
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.

Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño.
Dondequiera que vayas
irán contigo y donde quiera que estés
te maravillarás sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío que puedes colmar.
(Norman Mac Caig, poeta escocés)

De la visión utilitaria a la visión ilimitada.

Cuando las certezas logran ser consideradas como descansos en la incierta travesía de la vida, sentir confusión puede ser la gracia que nos invita a pensar. Evitamos lo que nos confunde como un acto de preservación, pero a veces, ese alguien que confunde llega como bendición a nuestras vidas. Porque unas pocas certezas utilitarias son suficientes para no cerrarse a la parcialidad de las respuestas que proporcionan la placentera sensación de seguridad y estar abiertos a lo asombroso de cada momento. Hay que aceptar que lo que registramos como conciencia y pensamiento es sólo un esquema limitado que resulta práctico y nada más. La exigencia es aceptar que no sabemos y no desesperar, porque muy a pesar de nuestras expectativas, no todo cierra y la mayoría de las veces las cuentas no dan. A tono con la paradoja, lleva tiempo aprender a expandir el oído para escuchar la interpelación del misterio en su horizonte infinito. Y con los ojos bien abiertos, omitir el afán de controlarlo e implicarse en su abismo.

Lo observado se vuelve un pensar poético cuando convoca a la metáfora para ampliar los límites. A veces las palabras entonan el ritmo al que parece mecerse el compás del momento. Son destellos indescriptibles que la memoria tratará de cobijar para luego poner en palabras, sin advertir que la vida convocará a otras voces para recrearlo. Porque curiosamente nunca nada parece irse del todo. De algún modo parece hospedarse en el silencio del que calla, y sin profanarlo con interpretaciones, escucha la lejanía del eco que lo precede.

Habitar la diferencia permite explorar lo desconocido y complejo que nos constituye sin renunciar a lo que nos aporta sentido al reconsiderar argumentos. Del encuentro con la diferencia uno no vuelve vacío sino siempre con algo,  con ese algo para analizar por fuera de la claustrofobia de certezas que determinan, a veces sin darnos cuenta, las propias ideas.
Paradójicamente, no todos necesitamos lo mismo ni somos iguales y ese otro, con su propio saber y perspectiva enriquece la propia historia y raíces. No se trata de eliminar las diferencias sino de vivir en ellas sin aplastar el horizonte homogeneizando lo diverso. Porque conocer al otro es, finalmente, conocerse a sí mismo.

Necesitamos aprender a ver  y  dejar de ratificar con la mirada lo que pensamos que vemos.  Libres de intenciones utilitarias.  Si reunimos el coraje de  ver  despojados  de  nuestros típicos agregados, captaremos  lo  propio  de  cada  cosa  sin cosmética,  sin reflejarnos  en lo observado, lo simple. (Alice White)

 

Del no saber y su sabiduría

Los años jóvenes saben de productividad, nos enseñan de la eficiencia, de la importancia de dividir lo grande en pequeño. La adultez nos encuentra analíticos y con la satisfacción de tomar buenas decisiones posicionados en la fragmentación. Pero es el pensamiento abstracto el que despierta la pasión que proviene del todo y no de sus partes. En ello, la poesía y la matemática son muy parecidas, ambas conectan con lo esencial y necesitan del silencio para brotar. El sentir y el razonar no son opuestos sino complementarios.
Cuando uno se sienta y se siente las partes dejan de tener existencia, la intimidad con la vida que provoca la quietud quizá sea el método por excelencia para conectarnos con la totalidad que todo lo contiene. La atención despojada de finalidad, paradójicamente, se abre a la medida sin medida, al latido de lo contemplado.
La naturaleza del hombre da un “salto de alegría” cuando se supera la ilusión de la finalidad y se percata de que él mismo es el fin y el tiempo del instante, que toda meta es un después y el después una mera cuenta. (Nietzsche)
Probablemente, el síntoma inequívoco de la madurez, sea el recobrar la conexión con la totalidad en su presencia más simple, la conciencia de la intemporalidad del momento. 
Porque lo simple aloja la esencialidad que incluye lo complejo. No le falta nada, se libera de las redes de la razón para explicar lo complejo aunque sin oponerse a ella. La vida parece abrirse a la mirada que no desea ni trata de apropiarse de nada sino que se ofrece en su desnudez.
Disfruto del decir poético porque es flexible, sugiere, señala un sentido siempre abierto sin tratar de definir ni acotar.
En la difusa frontera del día y la noche mora la nostalgia de la duda, la sombra de lo incierto que es umbral a lo desconocido. Las palabras, arquitectas de la trama que incesantemente tejemos, buscan sosiego en el silencio, allí en el olvido donde sólo quedan sus huellas. También necesitan dejarse ir para no perderse. (Alice White)

Del olvido fértil y su trasfondo

A veces parece que la abundancia de la vida no cabe en la vida que pensamos como propia y por eso nos desborda. Con el tiempo y algo de sensibilidad se vuelve evidente que nos es dada en cada respiración. Somos testigos de cómo nos respira a través del cuerpo. Cuando redescubrimos la capacidad de escuchar lo que la vida tiene para decirnos, cuando sintonizamos con su tono, es entonces cuando nos dejamos afectar por ella, no apasionamos en el descubrir y agradecemos a pesar de todos los peros.

                                      «Si dejas  de  cargar el mundo  sobre  tus hombros,                                                                              te  darás cuenta  que   no  se  apoyaba.»  (Alice White)

Cambiar es un gran esfuerzo para cualquier ser humano. Si tomamos decisiones para dejar de decidir y flotar apaciblemente, es bastante lógico vivir atrapados en la nostalgia de los supuestos logros pasados. Somos una narración nueva en cada palabra pronunciada pero no todos vamos al encuentro de eso en que nos transforma y preferimos refugiarnos en el no pensarnos en la novedad de lo que aún no somos. Hay mucho por descubrir. El gran cambio es comprender la vida desde la vida y no en su descripción.

Hay momentos en que la vida parece estrecharse, son sensaciones que nos recuerdan de la angustia de no saber de su sentido. Porque no sabemos, aún cuando solemos explicarnos razones parecería que su misterio trata de hablarnos. Siendo tan evidentemente enigmático el aparecer en esta vida, permanecer un rato y desaparecer sin más, ¿cómo es que aún vivimos en la sombra de la costumbre en lugar del asombro de la existencia?, ¿cómo no habitar en el regalo de lo que acontece con cada latir del corazón?

El día no es solo día,
también es noche encendida,
sombra transparentada,
es porque no tiene sombras que no vemos lo que el vacío enciende,
que no vislumbramos lo que nos queda cuando no nos queda nada.
(Hugo Mujica)

Probablemente la memoria no sea más que una gran ilusión que no representa lo que vivimos sino aquello a lo que morimos involuntariamente. Vivimos en la fantasía de lo propio, en el afán de posesión que trata de conservar las supuestas vivencias como tesoros del presente al rememorarlas. Pero el pasado está consumido a lo que somos, similar a la mecha de una vela que desaparece mientras se va quemando. El olvido genuino es entonces desprendimiento, que como tal, necesita también ser olvido de sí.

“Todavía hoy, sin embargo, sigo ignorando por qué hay que viajar tanto para saber quiénes somos. Todo es profundamente elemental; la vida es mucho más sencilla de lo que creemos cuando somos jóvenes. La vida es levantarse por la mañana y rezar; trabajar; comer; acostarse por las noches; saludar a los vecinos; pasear… La vida es cantar una melodía que recordamos; sorprenderse de que salga el sol o de que se ponga; dormir; soñar… Todo está bien. No hay que  luchar, sólo vivir.   Vivir: esa es la cuestión.   Y dejarnos envejecer. Y luego, finalmente,  apagar la luz.”
(El Olvido de sí, Pablo D´Ors)

A orillas del silencio

Ese no tener tiempo de tener tiempo parece haber ganado tanto espacio en el estilo de vida del presente que no es visto como un desorden. Más bien, se lo exhibe como demostración de importancia: El vivir acelerado se transformó en un valor.
Ruido y más ruido parece ser la regla de oro. Es bastante lógico que como consecuencia no haya espacio posible para disfrutar de un libro, una poesía o la riqueza del silencio. ¿Por qué escapamos del silencio? ¿Qué consuelo encontramos en todo ese ruido?

«Si lo pensamos, raro es pensarse. Pero raro de rareza extrema es que quizá existamos si el otro acierta en vernos cuando nos mira.» (Alice White)

El silencio tiene forma de intriga al que se le asignan toda clase de significados de dudosa certeza. Puede ser que callar implique estar absorto en los propios pensamientos o no estar de acuerdo con lo escuchado sin decirlo. A veces callar es un intenso sentir y no un asentir. Aún así, hay algo cierto: Tanto el que habla como el que calla sacan conclusiones y elaboran teorías acerca de las razones del otro. ¡Cuánto mejor sería dejar la puerta abierta en una actitud de amable ofrecimiento!

 «De algún modo nos hablan también los pétalos de la flor, que ya caídos, reciben silenciosamente las gotas de lluvia.» (Alice White)

A todos nos atrae algo que convertimos en un vínculo de amor por motivos diferentes. Cada cual a su manera, siempre legitimada por razones que se apoyan sigilosamente en la propia biografía. Curiosamente, esa diferencia y semejanza es lo que nos une y nos separa. Esa diversidad que hace fecundo el entreverarse.

«Lo bello ocurre al margen de nuestro ruido, como la hierba crece en las grietas del asfalto siguiendo su propia melodía silenciosa.»  (Alice White)

 

De la nostalgia y su osadía

Recordar es un acto emocionalmente adaptativo, en ello reside su magia alquímica. Carece de veracidad como tal, puesto que resulta en ajuste permanente cada vez que se evoca. Así el recuerdo se vuelve mítico y construye sentido a través de un reflejo. Pero, ¿qué clase de fidelidad es la que aporta el aferrarse a unos hechos que mutan en cada evocación? ¿Es la fidelidad a los hechos una necesidad espiritual o sólo un discurso moral? 
El recuerdo se vuelve horizonte y desmesura ya no de los hechos sino de la necesidad de ser al estar siendo sin saber para qué.
 
   «El recuerdo susurra añoranzas, casi todas imaginarias, una edición de aquellos                  sucesos que nos impregnaron emocionalmente. Al evocar lejanía, el recuerdo                      modifica la perspectiva y hace una adaptación funcional a la nostalgia de sí,                              que no es de ayer sino de hoy.» (Alice White)

De la aspiración de verdad y sus costos

La contundencia de lo evidente nos dice que no todo sale bien ni tampoco todo nos sale bien. Curiosamente, hay quienes encuentran que todo es fácil e invocan a la propia determinación como la fuente alquímica que evita el cuestionamiento de lo que sucede.

Pero interrogarse no es simplemente acompañar un enunciado con signos de interrogación para convertirlo en pregunta. Implica mucho más que el planteo inicial y está orientado a poner en duda  hechos dados como ciertos en base a cuestionar la trama de los argumentos que los sostienen.

“Solo estamos en presencia de un hecho si podemos postular respecto al mismo  un acuerdo no controvertido.” (Chaïm Perelman)

Claro que al hacerlo, debemos enfrentarnos al displacer de la inseguridad que nos deja la incómoda incerteza.  Interrogarse entonces se presenta como una disonancia en la armonía de los acuerdos, los consentimientos y las convenciones.  Y a nadie le gustan las arenas movedizas.  Es entonces cuando claudicar a la aspiración de verdad, a ese plus de la vida, se vuelve  tentación para proseguir más o menos resignados o conformes en la satisfacción de la rutina unánime. Porque la mayoría de las veces, plantear una complicación nos convierte en un trastorno.

No es gratis cuestionar aquello que conforma identidad. Resulta infinitamente más fácil refugiarse en la garantía de la subjetividad del pensamiento y como consecuencia convertir cualquier planteo en opinión subjetiva. Pero son esas ridículas solideces las que nos perpetúan con alegría en el error.

     “Es más fácil apagar el ruido huyendo  que habitando el propio silencio;  es más seguro y cómodo seguir en la senda que crear alternativas;  es más fácil aferrarse  al propio discurso que abrirse  al mestizaje.” (Alice White)