Matices en el Equilibrio

«Cuando intentamos singularizar cualquier cosa, la encontramos entreverada con todo lo demás en el universo.» (John Muir)

Salir de nuestra propia versión limitante en cualquier interpretación nos permite ejercitar la flexibilidad y conectar con una compresión más genuina del comportamiento de los demás. Siempre termino reconociéndome cuando dejo ingresar la perspectiva que en principio parecía ajena. Adoptar un punto de vista más incluyente hace una gran diferencia en todo análisis. Sentir la armonía de la interconexión habilita el encuentro de una respuesta más apropiada que la del yo y sus necesidades.

Los ritmos de la naturaleza tienen algo que decirnos acerca de la velocidad: Todo va de moderado a lento. Muchos de nosotros vivimos creándonos urgencias para funcionar a alta velocidad totalmente fuera del ritmo natural. En ese desequilibrio lo único seguro es que no podremos profundizar en la experiencia vital. No nos damos cuenta que hay un ritmo primordial por detrás de nuestros intereses que implacablemente nos demostrará el alto precio que pagamos por desatender lo importante.
Disfruto de quedarme quieta, conectar con los ritmos en que la vida pasa a mi alrededor, dejarme llevar por esa corriente universal y escuchar a mi corazón adaptándose al infinito silencio en que todo sucede. Todo está sujeto a condiciones que escapan a nuestro control. Y no hace falta morirse para descansar en paz. Urge otra clase de cotidianidad, donde la medida del tiempo le haga espacio al recogimiento. Sentir lo que se piensa es tarea imprescindible.

¡Tantas son las formas en que el horizonte puede ser mirado! Se espera que acerque lo perdido, se busca en él lo que nunca encontramos. A veces leemos esperanza y otras fatalidad. Me gusta perderme en él, habitar el desconcierto que provoca su proximidad con el vacío. Un silencio amplio y sin forma invita a relajar la mente de la contracción de cargar con la vida y parece señalar el camino de regreso a las cosas que importan.

A veces algo que veo parece llamarme. Algo que calla toda inquietud y no intenta ser presagio, que concentra la atención para inmediatamente trascenderla a la periferia. La absorción impregna el momento. Es el susurro de la percepción que antecede a toda valoración proveniente del pensamiento y su conversación mental.
¿Qué es la belleza sino una cualidad espiritual? Quizá su mayor virtud sea la de crear un puente entre el mundo de las formas y el mundo inmaterial.

Hoy día como cualquier otro
despertamos vacíos y asustados.
Pero no nos apuremos.
Lancemos la red al pozo de los sueños.
Sintamos tan solo y escuchemos.
Hay mil formas de inclinarse a besar la tierra.

Y que sea lo que hacemos
la belleza que amamos.
(Rumi)

Recortes de lo incierto y su vastedad

Nos recortamos sobre un horizonte que no es más que un fragmento idealizado mientras la vida acontece imperturbable. (Alice White)

El sol sale en su ahora y yo lo veo en mi aquí. Pero no sale para mí, lo hace ignorando la subjetividad de mi interpretación. La objetividad es brote que emerge al dejar de buscar el sentido que se adapte a mis propios paradigmas. Ese orden frágil cuya persistencia se mantiene ajena al absurdo. Una objetividad sin preexistencia que nace en la cara de mis preconceptos sabiondos para recordarme la belleza de la incertidumbre y su poder creativo. Hay una forma en que todo es y un hilo sutil el que parece guiarnos a través del cambio en que la vida despliega su trama. Los demás pueden preguntarse qué perseguimos cuando decidimos algo que no pueden justificar ni comprender. Es que ese hilo es individual, nos sostiene y no podemos soltarnos. Nada de lo que hagamos puede detener la dinámica en que el tiempo desenreda el ovillo que la vida preparó para cada uno.

La palabra «después» suele ser usada a discreción para quitar del presente lo que ponemos a una distancia segura. Postergamos en la cómoda ilusión de estar «en control» de la temporalidad, a resguardo de la ocurrencia del cambio. La trama de la vida está tejida de fugacidad y cualquier intento de negar lo efímero resulta fatal para la oportunidad que cada presente nos ofrece. Todo se desvanece, podemos huir pero no escaparnos. Y curiosamente, esta realidad es fuente de la prodigiosa abundancia del cambio y la transformación. Creación y destrucción, las dos caras de la misma moneda. El tremendo desafío, no apegarnos a lo que nos agrada.

A diferencia de los cambios externos que son bastante sencillos de distinguir, los cambios internos son más sutiles. Nuestras formas de ver, interpretar o percibir no son las mismas en el tiempo. Cuando pierdo el eje me resulta útil evocar la transitoriedad de todas las cosas, la dependencia y condicionalidad con que todo parece surgir y relacionarse. Me serena y me focaliza en lo que cuenta aceptando con todo lo que soy que las cosas son como son se adapten o no a mi lógica circunstancial. El volver a mis comprensiones más simples y contundentes me rescata del error que es fuente de tanta tristeza y aflicción.

La vida y la muerte son inseparables, van juntas en el camino momento a momento. Falsamente a veces pensamos que la muerte está al final de un largo camino, pero es solo una fantasía que alivia el miedo de tomar conciencia de la fragilidad en la que eso que somos se despliega. La naturaleza de esta vida es incierta aunque evitemos pensar en ello. Vivir en las dimensiones más profundas de lo que significa ser humano es una actitud por la que todos podemos optar y provoca un cambio radical en cómo nos relacionamos con nosotros mismos, los demás y el entorno. Nos hace íntimos. Llena de sabiduría, cada pequeña muerte cotidiana es una invitación a descubrir lo que realmente importa, a no postergar y a situarse con plena intensidad en cada momento. De algún modo, su compañía silente se convierte en un faro que nos orienta hacia la plenitud vital.

«El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos.» (Rainer Maria Rilke)

Intento estirar mi capacidad de conocer como una posibilidad de la conciencia. Me doy cuenta que cada vez que capto algo extraordinario de la realidad tiene que ver con cómo miro, en qué estoy poniendo atención y cuán serena me siento. Hay una experiencia plena y directa del misterio que se muestra como un eco en lo cotidiano. Captar lo extraordinario no requiere capacidades especiales ni una sensibilidad singular sino aprender a gestionar el conocer y flexibilizar nuestras certidumbres. Porque existe una forma de conocimiento que combina palabra y silencio como el arte de bajar el volumen de las urgencias del yo egocentrado y escuchar los susurros de la realidad que resuenan en la quietud. Porque la existencia en toda su hondura, está siempre mostrándose independientemente de nuestras proyecciones.

Los deseos tienen un lado luminoso que es impulso para la acción y uno oscuro que alimenta la ansiedad. De vez en cuando es útil tener una conversación honesta con nuestros deseos porque podemos descubrir algunas de las razones de esa sensación de incomodidad que tiene la tendencia a hacerse compañera fiel. ¿Para qué padecer de manera innecesaria? Es que entre los extremos de la renuncia a todo y el abuso sin medida existe la posibilidad de cultivar una relación saludable con lo que deseamos y no perdernos en «el bosque de la inquietud».  Es tarea de cada uno que un eventual estado mental negativo no le gane a las cualidades del corazón. Integrarnos en profundidad y convocar  a la bondad básica que habita en cada uno se vuelve vocación cuando estamos atentos a las sutilezas de la vida. Porque, ¿qué es el corazón sino ese espacio del ser humano donde convergen intelecto, emoción y espíritu?

La experiencia de nuestra naturaleza más profunda es un puente hacia la dimensión espiritual de la vida. Contemplar unifica al mismo tiempo que integra el pensar y el sentir de tal modo que deja de tener sentido referirse a ambos por separado. Cuando la fuente de la vida se vuelve experiencial, las palabras brotan casi por impulso en el afán de aproximar una descripción. Es entonces cuando busco en la austeridad unas pocas palabras para acercarme sin abundar en adjetivaciones.

Notar, maravillarse, relacionar lo observado… tantas preguntas que pueden habitarse y acompañarnos con su perfume. La comprensión nunca será tarea acabada. (Alice White)

Indagaciones sobre lo incierto

El juego ocurre por sí mismo, surge y se repliega una y otra vez, se desvanece y reaparece  con la atemporalidad de lo eterno. (Alice White)

Cuestiones difíciles de resolver o complicadas de explicar provocan introspección y análisis. La vida se vuelve examinada cuando nos interrogamos y aún cuando las respuestas parezcan inalcanzables, la reflexión le da forma a un tipo de esperanza que nos hace serenos. De algún modo y en algún momento, todos somos un poco filósofos por necesidad.

La mirada que descubre el resplandor no proviene de un algo consumado sino de lo que sugiere sutilmente al ojo que lo mira. Contemplar es reencontrar la emoción profunda de estar vivos, dejarse impregnar por el fatalismo de lo inevitable y aprender a vivir con lo inexplicable. La mirada contemplativa ofrece la experiencia intransferible de comprender intuitivamente que la incertidumbre no es algo a resolver. El acto de mirar para capturar un momento a través de una fotografía, es pura oportunidad de ver que se renueva al cambiar un ángulo o al hacer espacio dando un paso atrás. La imagen obtenida siempre se completa en quien la mira al volver sobre ella.

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Los matices y las sutilezas que hay entre los opuestos suelen escaparse de nuestro modo de observar la realidad. Nos relacionamos con el mundo tratando de reconocer y distinguir lo que es de lo que no es y posicionarnos frente a ello. Y todo posicionamiento es un límite que parece ofrecer una solución práctica pero es claramente incompleta frente a este mundo complejo, interconectado y en constante movimiento. Adoptar una posición fija frente a algo debería ser solo provisional para luego trascender las distorsiones que provoca. Captar «el hilo» es un arte sutil. El espejo de lo cotidiano nos muestra con elegancia quiénes somos y nuestro lugar ajeno al tiempo. Abrirse al paisaje interior es una posibilidad que fecunda en la radicalidad del silencio, la vía directa, sensible y salvaje para conocernos.

La claridad suele ser fruto de la persistencia. A veces se presenta con la urgencia de un decir como brote humilde frente al redescubrimiento de eso que opacado por la costumbre, el prejuicio o a veces la indiferencia, perdió el resplandor de su presencia. Es, de algún modo, la manifestación del brillo y significado de las cosas que reclaman atención.  Es un ver que nace en una percepción común pero inesperada que irrumpe con el peso de una revelación. Es tarea de cada uno rescatarse de la obviedad y de lo previsible para implicarse en la hondura del asombro de estar vivos y despiertos.

Qué algo aporte sentido implica que se asocie coherentemente con ideas vinculadas a ese algo. Nuestra red interna de pensamientos puede ser bastante limitada y volverse bastante arbitraria si nos encerramos en nuestro mundo personalizado y no cultivamos su diversidad. Morar continuamente en un mundo humano de similitudes nos aísla. La naturaleza lo sabe bien. La diversidad de la vida expresa una profunda unidad subyacente. Por detrás de lo que pensamos que somos y nuestras certezas, la arraigada interconexión de todo con todo nos recuerda los límites mentales para comprender. 

A veces me quedo viendo cómo el árbol exhibe diversidad y unidad a través de sus ramas y troncos que terminan enraizados en un mismo suelo. A veces el desafío a la adversidad y su capacidad para resistir con optimismo es fuente de inspiración. Me recuerda la importancia del cuidado de la curiosidad y la empatía en nuestra experiencia humana.

 

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La vida tiene su propia claridad en la que todo se mueve a su ritmo y en su propio ciclo. Siempre algo está brotando para crecer y finalmente marchitarse. Ese intermedio entre el principio y el fin exige entrega para percibir la bella inteligencia de la que podemos sentirnos parte. Hay una vida que es de todos, mucho antes de disfrazarnos de lo que creemos ser y buscar lo que preferimos.

¿Nos hacemos una vida a través de lo que hacemos con ella o la vida nos da forma a través de lo que tiene para nosotros? ¿Elegimos o la vida elige por nosotros? La consideración del libre albedrío parece más una necesidad social para no caer en el fatalismo amoral que en una realidad convocante. Es que a veces las palabras son un encierro, hay circunstancias que invitan a demorarse y permanecer en ellas para afinarnos y escuchar lo que susurran, ellas están muy encima de nuestra posibilidad narrativa. Porque a veces nuestra «genialidad» nos condena al tratar de meter todo en el espacio de la comprensión.

¿Nada como la ficción para trascender la realidad o nada como este mundo para trascender la ficción? Hay lecturas que desvelan, que nos despiertan y convocan. Son lecturas que no son pasivas ni fáciles sino que exigen una íntima implicación de nuestra parte, lo que generalmente provoca un resultado inquietante. Son lecturas en que no se encuentra lo que el otro pudo decir en palabras más o menos ordenadas sino atisbos de ideas que casi no caben en las palabras que se ofrecen como punto de partida para indagar. Son lecturas que hacen espacio, acogen las preguntas, recorren enigmas y exploran dilemas. Esta clase de lecturas me atrapan y puedo detenerme un tiempo inmensurable en un párrafo. Son lecturas a las que se vuelve como a esos romances que siempre vivirán en la intimidad de nuestro corazón. Es que nada es tan próximo como lo ajeno al espacio y al tiempo. Imaginar es dar espacio a la posibilidad, allí donde lo eterno es compañía del vacío.

Dones te doy,
un vacío te doy, 
una plenitud,
desenvuélvelos con cuidado—uno es tan frágil como el otro— 
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.

Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño.
Dondequiera que vayas
irán contigo y donde quiera que estés
te maravillarás sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío que puedes colmar.
(Norman Mac Caig, poeta escocés)

Investigaciones sobre la realidad

Cotidianamente somos estimulados a vivir desde afuera de nosotros mismos por un modelo social que presiona a ir más rápido y a no detenerse en casi nada. La vida transcurre entre la inmediatez y la superficialidad, apagados a la posibilidad de descubrir la intensidad de ir más lento. Saborear el milagro cotidiano requiere serenidad. ¿Cómo podría desvelarse si somos incapaces de contemplarlo desde una interioridad sin prisas?
«Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido,
una estructura donde fundarlo, también tienen por nostalgia diabólica,
perderse en las apariencias, en la seducción de la imagen.» (Jean Baudrillard)
El estado de presencia es ante todo una experiencia sentida en la hondura del corazón que impregna los sentidos. La belleza en lo bello deja de ser un afuera para transformarse en una chispa que enciende una luz interior difícil de traducir en palabras. Es que a veces, lo que sabe mantenerse incomprensible parece llamarnos.
Lo sublime y lo cotidiano se entrelazan a través de la belleza. Su sola presencia estimula la comprensión intelectual e ilumina el corazón. Captar el hilo invisible aporta esa alegría serena que es más un brote que adquisición. Se suele hablar de la fe como asociada a una creencia, pero cada mañana confirmo que no hay apuesta más empecinada a la vida que cada amanecer. Más allá de mis ideas sobre las mañanas, son pura potencialidad que expresa confianza en el devenir.
A veces es bueno inclinarse ante el abismo, ese misterio que la vida nos regala en lo natural, eso que pasando no cesa en su continuo llegar e irse. Entonces el abismo se vuelve cercano, tanto que renunciamos a todo intento por comprenderlo.
No hay una mañana igual a otra. La naturaleza nos lo recuerda cuando ofrece el paisaje de cada día como algo único. Por un momento, la síntesis: Antes, después y ahora se mecen juntos en su propia desmesura. Un silencio diáfano que es todo para quien aprende a escucharse. Con tanta belleza vibrando a nuestro alrededor me pregunto si seremos capaces de reinventar una forma de convivir en esta tierra sin extinguir el planeta. Una interrogación que no admite el pesimismo extremo o el optimismo simplón en la respuesta sostenida en lo sabido o en lo negado. Pero si la esperanza que en el matiz encontremos la forma.
Nuestro pensamiento sobre la realidad está sutilmente velado por múltiples factores. La realidad está muy lejos de poder ser acotada por un puñado de ideas de las que podamos disponer. El pensar implica poder llevar adelante una labor crítica que nos anime a cuestionar la solidez y consistencia de esas ideas. Pensar es caer en la cuenta que en todo lo que decimos saber hay una interpretación cuya fortaleza intrínseca necesita ser revisada una y otra vez.
Pero es cierto, las preguntas pueden perturbar más de lo tolerable puesto que la duda puede ser verdaderamente inquietante. Tanto o más que la certeza incuestionable de un saber. Es que a veces, el miedo a tener que volver al llano del no saber es un horror que domina. El dogma suele descansar en ese miedo a lo incierto, a lo imponderable, a eso que es justamente, la materia esencial de la vida.
«Si nos dejamos caer en el abismo indicado, no caemos en el vacío. Caemos hacia lo alto. Su altitud abre una profundidad.» (Martin Heidegger)
Todo decae en el tiempo, nada es eterno en su configuración inicial. La reconfiguración del sistema sucede frente a nuestros ojos, lo veamos o no. De tanto espejarnos en similares pensamientos, en afinidades que nos hacen sentir a gusto, perdemos de vista ese mundo mucho más grande que nuestro punto de vista.
Resulta imprescindible distinguir la discontinuidad que se deja entrever en la continuidad. Es la interdependencia de saberes, de lucideces y claridades, lo que nos refleja en un genuino nosotros. El propio conocimiento aislado no enriquece a la totalidad sino a través de la convergencia de matices que conforman una riqueza significativamente más abierta y vitalizada.
«Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo» (Hölderlin)
Me gustan las citas, son como mojones en el camino. No para detenerse sino para orientarse y continuar andando. Porque caminar no es avanzar en línea recta sino en torno a nuestros límites para poder cercarlos y entregarse vibrantemente en cada acontecer.

Un texto tiene riqueza cuando es portador de algo que es punto de partida y no de llegada. Las palabras tienen vida si provocan que te digas algo, si te animan a recrearlas en tu propio mundo interno. En esta época de adhesiones y rechazos veloces a lo que el otro dice, celebro el decir abierto que es estímulo. Un decir logrado es aquel que invita al pensamiento a volar con alas propias.
Después de todo, ¿es el mundo una cosa hecha o un hacerse con nuestra participación?

De la dulce compañía

A veces la música resulta en ruido, interrupción indeseada al bello silencio de la mente que la conciencia anhela. Hay otras veces en que el sonido parece acompañar el silencio destacando su belleza, asistiendo el proceso de despejar y concentrar. Y en ese estado de serenidad, de pausado equilibrio, los pensamientos son observados desde la lucidez silenciosa del testigo que contempla sin juzgar.

Las palabras  deberían ser vehículo para ir al encuentro de la experiencia de silencio y no reducirse al gozo intelectual de la descripción precisa. Dejarse abrazar por la trama que todo lo permea, navegar lejos de las orillas de los extremos para sentir desde su intimidad que siempre son sólo una.

«Deja en tu interior una parte para el misterio, evalúa y confronta pero no juzgues con conclusiones totalizadoras. Deja en tu corazón un espacio fértil para las semillas que traiga el viento, prepara un lugar para lo inesperado y un altar para la verdad de todas las cosas.» (Alice White)

Chispas de contemplación: Revalorizando lo efímero con claridad.

Que actualmente la palabra escrita no pasa por su mejor momento no es novedad. Se lee poco, la paciencia no abunda y hay escasa posibilidad que la atención se concentre en decodificar un párrafo sin saltearse palabras y una alta probabilidad que la mirada vaya rápidamente al final de la hoja para captar alguna conclusión cuando apenas se llegó al final de la primera oración.

No me lamento, es simplemente que esta clase de dinámica puede ser poco estimulante para la reflexión serena, elaborada, asimilada. En este contexto me parece especialmente útil que quienes sienten afinidad por ir a fondo en la observación de la realidad y aportar opinión argumentada lo hagan considerando el valor de lo breve. Existen distintas formas de ofrecer una idea que invite a la propia reflexión y me gusta el desafío de tener que adaptarme a los formatos nuevos adoptando un lenguaje claro sin demasiados artificios literarios. El estímulo no es sólo intelectual sino que exige una adaptación emocional que a veces representa el real esfuerzo.

Van aquí algunas reflexiones cortas nacidas en este ecosistema de lo efímero del que somos parte aún cuando reneguemos de él. Se pueden leer de forma independiente. Y si decides ir directo a la última, no pasa nada. Las anteriores seguirán en el mismo lugar esperando que vuelvas a ellas.

– Cada uno desempeña una función y diferentes límites en este mundo. Pero la función y el papel de cada uno cambian y evolucionan a lo largo de la vida. La tarea es ampliar los límites de nuestro comportamiento. Una forma práctica de hacerlo es observar el mundo a través de los ojos de otra persona puesto que a menudo nos centramos en nosotros mismos sin tomar en cuenta otras perspectivas y en particular durante una crisis.

– Cuando alguien llega con una verdad de esas que no se discuten resulta útil preguntarle cómo lo sabe. Porque siempre hay que distinguir si lo que dice proviene de lo que sabe, de lo que cree o de lo que desea. Esto es válido en todos los ámbitos pero es particularmente significativo cuando viene asociado a un pronóstico. Y si el pronóstico es económico, ni te cuento… porque la economía disociada de la política es pura teoría. La vocación por inventar certezas a veces parece ilimitada.

Más de una vez pensamos que lo que no sabemos nos hace cometer errores. Pero lo que realmente nos mete en problemas es lo que estamos seguros que sabemos y simplemente no es así.

– El techo ecológico a una mayor producción como constante de progreso es una realidad. Aquello que es necesario para sostener la vida, común a todos y evidentemente limitado, no puede tener un uso irrestricto. La propiedad, los derechos y la libertad constituyen una realidad relacional y no individual: Cuando algo es finito, lo que unos tienen demás, otros lo tienen de menos. Y en esto no hay de por medio ningún fundamentalismo ideológico. La ética de lo común no puede ser reducida a un debate ideológico porque nos involucra en nuestras necesidades más íntimas. Hay que buscar la construcción de un bienestar viable que contemple las necesidades a satisfacer respetando el límite de lo natural. De otra forma, el sistema sólo encontrará su equilibrio con exclusión. ¿De qué clase de humanidad estamos dispuestos a ser parte? ¿A qué estamos contribuyendo cuando consumimos lo que no necesitamos?

– Hay un tiempo para cada cosa: Un tiempo para crear y hacer, un tiempo para divertirse y distraerse, un tiempo para serenarse y apreciar. No son necesariamente secuenciales, a veces están vinculados al modo en que percibimos la experiencia. Quizá el máximo desafío está representado por los diversos aspectos en que la impermanencia está presente. Lidiar con el cambio exige flexibilidad y adaptación en forma constante. Pero se hace más evidente cuando tomamos conciencia que el ecuador de nuestra vida quedó atrás. Me encanta la sabiduría de la madurez, es un tiempo dulce. Un tiempo significativo, genuino y lleno de reconocimiento cuando logramos que el peso de las pérdidas y los deseos insatisfechos no nos aplasten. Es bueno envejecer con gracia y no como un problema a resolver. La impermanencia se vuelve cálida cuando despejamos el horizonte y nos abrimos camino como un compromiso con la vida que nos fue dada, valorando el mundo tal como es.

– Detenerse, mirar, hacerse preguntas, habitar en ellas… es cuestión de actitud. Todo se mueve. El ritmo de lo natural es un gran maestro. Así es como el límite de nuestra comprensión no silencia la curiosidad frente al misterio, aún cuando nos quedemos sin respuestas.

– Desde la cumbre del olvido de sí, es más fácil abrir los ojos y ver que la vida proporciona todo lo necesario para estar en paz. No sé si dejamos de verlo porque las posesiones nos cegaron o porque nos dejamos domesticar para dejar de mirar. La naturaleza es un poema perenne que endulza la amargura del sinsentido en que podemos llegar a convertir nuestras vidas. A veces casi antes del amanecer escucho cantar al búho que vive en la palmera de enfrente y creo que sólo por escucharlo ya vale la pena haber nacido. A veces me basta con la sorpresa, y cuánto me alegra que así sea.

– Se puede tratar de ir en busca de las causas originarias de un evento, pero conviene no perder de vista que siempre hay una causa de la causa interrelacionada con otra causa. A veces en el entusiasmo desmedido por encontrar explicaciones (en los casos más nobles y bienintencionados) no aceptamos las limitaciones de nuestra cognición. No es grave en sí mismo, de hecho es bastante humano y ponderable el entusiasmo. Lo grave es cuando ensayamos teorías que lo explican todo (cuál científicos amateurs ornamentados con una dosis de misticismo personal) y las afirmamos como verdades incontrastables.

– La ciencia y la espiritualidad van de la mano naturalmente frente a la asombrosa realidad de la que somos parte. Pensarlos como opuestos es no haberse detenido a observar de dónde surgimos y observarse desde fuera de las propias ideas. Los obstáculos son la deshumanización y el reduccionismo junto con la superstición y el fanatismo. No son las profesiones como medio de vida ni las poses estéticas frente a los eventos las que modificarán lo esencialmente insensato, inapropiado, injusto e inequitativo. Escaparse hacia la racionalidad materialista o huir hacia el útero materno no son vías lúcidas que resuelvan. Hasta que la conciencia humana no distinga la inutilidad y el daño que causan la avidez del deseo de poseer y controlar, los cambios sólo serán cosméticos. La armonía fundada en el amor y el respeto involucra ver la unidad que se expresa en la diferencia.

La verdad es como la poesía. Mucha gente dice apreciarla y habla sobre ella pero para poca forma parte de su vida.

– Es un gran desafío que lo que creemos saber no sea el límite de lo que vemos. ¡Tantas veces lo simbólico se mezcla con lo real y vemos lo que queremos ver e interpretamos lo que nuestro mundo interno reclama! Hay una necesidad práctica en buscar más allá de lo aparente y observar con cierto escepticismo, una urgencia vital mucho más que una cuestión filosófica. Conviene no perder de vista que demasiadas veces, la realidad tiene sus propios auspiciantes para que naturalicemos «ciertas realidades» que la conciencia despierta nunca permitiría.

Meditaciones de oportunidad: El caso de la mujer mareada.

La sala de espera del sector de emergencias de un hospital es el lugar perfecto para experimentar la importancia que tiene nuestra individualidad. Toda nuestra mismidad y dignidad cuidadosamente edificada en el tiempo cae rendida frente a la evidencia de nuestra invisibilidad. Ese yo tan preciado se convierte en una ficción gramatical, en un número en un listado de desolados impacientes condenados al rol de pacientes.
Todas las teorías sobre la dignidad y nuestra condición de únicos e irrepetibles se caen a pedazos frente a la evidencia de nuestro anonimato. Y ese mundo propio erigido prolijamente sobre las ideas que nos hacemos de cómo deben ser las cosas se vuelve anécdota. Jodida realidad la que nos pone de cara a nuestra insignificancia.

(Alice White)

Vivenciar nuestra espiritualidad inherente

La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes formas religiosas o religiones, como soporte y vehículo de aquella dimensión que pugna por ser vivida. En este sentido, la espiritualidad es una realidad previa a las religiones en cuanto tales.

Cuando se habla de espiritualidad desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior. Al dar por sentada la verdad mayor de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corset de la religión.

La palabra espiritualidad en el mundo contemporáneo ha llegado a convertirse en una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un añadido superfluo o poco significativo a lo que es la vida ordinaria.  Es también, en cierto sentido, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión. Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable. Ambos factores, el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista, condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

En medio de esta cultura, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de espiritual, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones. Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como integral, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la dureza de la situación cotidiana, es tentadora la huida a paraísos narcisistas, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve. Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una espiritualidad rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios. En el primer caso, parece imperar la ley del todo vale, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Con todo este trasfondo, entonces, ¿qué es la espiritualidad? En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de profundidad de lo real.  Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como formas infinitamente variadas, no son sino expresión de aquella profundidad de la que todo emerge. Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber, desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.

El término espiritualidad, en primera instancia nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al espíritu. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una realidad que, no solo trasciende el género (aún cuando nos referimos a él en másculino) sino también lo personal, (en todo caso solo puede ser transpersonal). No es extraño que «espíritu» haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la divinidad, fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida. El espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, pero no como una entidad separada, sino como constituyente de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no dualidad, podemos ver, palpar y saborear al espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias. Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera otra realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por espíritu el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que espiritualidad es la capacidad de ver esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello. En este sentido, no hay conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva preconceptual del misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como inteligencia espiritual. Es ella la que nos permite intuir el misterio y reconocer nuestra identidad más profunda.

Se suele decir que el despertar espiritual consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia. Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que «la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación». Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: «La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él».

A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino modulaciones o formas mentales específicas de aquella intuición original.

(Artículo elaborado a partir de las ideas compartidas en sus conferencias y libros por Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo.)

Del enfoque espiritual como filosofía.

Algunas veces, cuando en una conversación introduzco un enfoque espiritual sobre el tema que está siendo tratado, suelo recibir comentarios del tipo «para qué piensas tanto, mejor disfruta sin tantos cuestionamientos». Nunca dejan de sorprenderme este tipo de consejos. Es que no concibo no llevar una vida examinada, una vida que afine la mirada de la realidad en cada paso, que se ubique en otra perspectiva y cuestione lo que en principio considero cierto. La mente es un recurso extraordinario pero también puede convertirse en la peor trampa: Al mismo tiempo que nos ofrece la posibilidad de la reflexión y la construcción de un juicio crítico, nos puede incitar, a través de sus condicionamientos inconscientes, a abandonar el intento de buscar claridad y precisión. Por eso prefiero generalmente tomarme un momento y poner distancia para ver lo que pienso y desde dónde le doy forma a mis juicios.

En nuestras acciones y en nuestras omisiones, de forma implícita estamos dando respuesta a preguntas que eventualmente decimos que no nos planteamos: Nuestras necesidades y deseos, qué valoramos, qué es significativo para nosotros. Estas elecciones configuran de manera radical la experiencia vital, con o sin nuestro consentimiento. Porque la vida no es un conjunto de hechos neutros sino que vivimos en un mundo configurado por nuestras interpretaciones, valoraciones y significaciones. Cada interpretación, valoración y significación crea un marco y le da forma a la experiencia de estar vivos a partir de una determinada concepción de la realidad, de acuerdo con una escala de valores y con unos fines preestablecidos. Por lo tanto, cada vez que plantees que no te interesa filosofar, te invito a que te arriesgues al ejercicio de repensar tus certezas al respecto y te vuelvas consciente de las ideas que estructuran y guían tus decisiones.

La contemplación de una escena nos ofrece en el mismo acto concentrarnos en algo en particular o poner atención a ese algo en relación al todo. Así funciona la conciencia frente a la realidad que vemos. La mente se abre al infinito cuando la conciencia se concentra en algo en particular pero amplía la atención hacia la totalidad. La mente silenciosa acompaña con naturalidad y sencillez a la conciencia sin convertirse en un obstáculo para ver más allá de lo evidente y nos permite discernir con mayor precisión.

La observación de la realidad invita a traspasar los límites de lo evidente para abrirnos a la singular experiencia consciente de lo que somos y nos rodea. Lo trascendente atraviesa cada momento en que intuimos la enormidad de lo desconocido. Es entonces cuando surge una capacidad desconocida para indagar y sumergirnos en la hondura del campo del misterio. Es el espíritu que anida en lo que somos lo que anima la espiritualidad y no al revés. El enfoque espiritual brota desde nuestro interior como una forma de sutil inteligencia con la que nos relacionamos con la vida.
Cada día despertamos a algo nuevo y sentimos una forma de alivio, parecido a una cura que puede volverse sanación al amigarnos con lo que es. Cada pérdida se vuelve maestra para que descubramos lo que no podemos perder. (Alice White)