De fragilidades y fortalezas

En nuestra mente está la posibilidad de borrar el horizonte o expandirlo. En nuestras manos están las pequeñas acciones que le dan sentido a lo finito. 

Tomarse a uno mismo con menos seriedad es tarea impostergable. Las identificaciones que nos hacen sentir seguros son al mismo tiempo nuestro límite. Somos una representación titubeante que sólo se mantiene viva a través del hábito y el relato que nos contamos. Pero no es fácil darse cuenta que vulnerabilidad no es debilidad sino la posibilidad de sentir con intensidad, de intimar con nuestra esencia y tocar la belleza del mundo en su fragilidad. Cuanto más aferrados a nuestras ideas y creencias más nos golpearán los avatares de la vida. ¿Tiene sentido perdernos de tanto para ganar tan poco?

A veces requiere de cuantiosa lucidez no agobiar una escena con nuestras inefables interpretaciones. Es que la experiencia directa viene a nosotros sin necesidad de nuestra manipulación. Y resulta evidente que no espera nada de nosotros aún cuando nos invita a ser parte. Es casi un acto de generosidad salir de la estrechez mental que se concentra en lo que quiere ver y retroceder algunos pasos para adoptar una perspectiva más amplia. Observar el panorama general le da forma a la posibilidad y crea opciones.

Naturalizamos una forma de contacto con las situaciones cotidianas que busca el resultado utilitario. Sin darnos cuenta convertimos el «estado de espera» en una estructura mental con la que afrontamos las circunstancias. Un modelo mental que condiciona, que genera confusión y nos impide saborear la riqueza de la vida. Proponerse estar en «contacto continuo» con la realidad es una forma de cultivar la atención, de estar plenamente conscientes sin esperar de ella con expectativas personalizadas. Esto nos conecta con los acontecimientos desde un fondo esencial que es creativo y frontal. Entonces la participación se vuelve directa, constante, generosa y la resultante es mera consecuencia.

Apertura es tolerancia amplia, sin prejuicios, libre de rechazo o apego. Estos días resulta imprescindible cultivar una conciencia de apertura para discernir y no dejarse arrastrar por opiniones viscerales, interesadas o directamente mezquinas que disfrazadas de justas no hacen más que alimentar el odio y la violencia buscando su propio negocio. Apertura es una actitud que admite el error y escucha para corregir. Apertura es una condición que ofrece ayuda y propone opciones. ¿Se puede crear paz alimentando la furia? Es que a veces resulta urgente frenar y trascender nuestras preferencias para serenar el ánimo y vincularnos con los demás en una dimensión más profunda.

¿Cuál es la diferencia entre los buenos y los malos? Que los buenos somos siempre nosotros. ¿Ellos? Ellos siempre son los malos y resulta irremediable rechazarlos. Nada más efectivo para ratificarse como bueno que confinar el mal a una distancia prudente a fin de neutralizarlo. Nada alivia más que estar del lado de los buenos, de esos que tienen la valentía de identificar al mal encarnado en otros y eliminar el espacio de lo discutible. Con el mal no se conversa, se lo somete. De ambigüedades nada, incoherentes son ellos y a nosotros nos sobran argumentos… ¡Cómo tranquiliza ubicar al mal en algún lado fuera de nosotros mismos!

¿Qué relación hay entre lo bello y lo bueno? ¿Puede la belleza tener que ver con la moral? ¿Lo bello siempre es una invocación ética a hacer el bien? ¿Qué pasa cuando una propuesta estética es una genialidad que exalta el mal? ¿Te incomoda? ¿Deja de ser bella? ¿Nunca quisiste que el coyote se comiera crudo al correcaminos? ¿Seguro que no?

Algo interesante siempre surge de cuestionar creencias, de confrontar certezas que se dan por descontadas, de analizar naturalizaciones que no son otra cosa que construcciones orientadas a un fin. Después de todo, ¿ser es natural o un arte en construcción?

¡Qué tema es el perdón y el resentimiento acumulado que lo impide! A veces confundimos perdonar con olvidar el daño o creer que implica aprobar una conducta errada. Sin embargo, perdonar no exime de responsabilidad ni modifica un comportamiento que causó dolor sino elimina obstáculos en nuestro propio corazón y nos libera del control destructivo que las heridas abiertas ejercen sobre nosotros. Evaluar si es justo perdonar nos aleja de la posibilidad de deshacernos del desprecio que contrae nuestro corazón al vivir en el resentimiento. No deberíamos depender de cambios o reconocimientos ajenos para sanar nuestros sentimientos. Perdonar remite a nuestro mundo interno, es tarea de uno. ¿A qué conduce obstinarse en el enojo? ¿No será que nos identificamos con la herida y normalizamos el papel de víctima? ¿No será que tememos no saber quiénes somos si perdonamos y nos liberamos de la pena? ¿No será que deberíamos asumir lo que somos con aceptación humana dejando de depositar culpas por lo que no somos fuera de nosotros?
En fin… nada especial, las cosas son como son. La fragilidad de la vida muestra lo importante. Y siempre depende de nosotros qué miramos y qué hacemos con lo que vemos.

Estos días son ideales para abrirse a zonas inexploradas, reconciliarse con el tiempo improductivo, poner en juego las paradojas… Un tiempo para ahondar en el desierto de lo real, en la riqueza ilimitada del vacío fecundo. Un tiempo para elaborar sobre nuestras interpretaciones y construcciones de sentido para trascender las aparentes dicotomías que tanto tranquilizan. Un tiempo para abrazar la mística de la verdad y su carácter esquivo sin devaluarla con relativismos simplistas. Porque la mentira esconde una finalidad, no es porque sí; y hasta el autoengaño más elaborado que justifica lo incorrecto es insostenible para quien recupera el contacto con su interioridad.

Con la madurez, porque los años no son garantía, fructifica la observación reflexiva y viene en compañía de ciertas verificaciones significativas. Que la realidad humana es ambigua, fluctuante y compleja es una de ellas. Es notable como deja de tener sentido un mundo en que el bien, el mal, la verdad o la falsedad están tan claramente delimitados que no hay espacio para matices. Uno ve como se aleja el mundo de las certezas infantiles y las seguridades tan necesarias en otro tiempo. Uno siente la necesidad de andar por cuenta propia y descansar en el propio discernimiento aún al precio de no ser comprendido o aceptado. Es una necesidad que crece al amparo del autorrespeto, que busca alumbrar conclusiones en base a la experiencia directa y entendimiento de primera mano.  Es sorprendente cómo las diferencias dejan de ser obstáculo en las relaciones interpersonales. Es que la única divergencia real pasa por el nivel de conciencia y el único obstáculo para armonizar es el egoísmo.

Casi inadvertidamente, buscamos nuestro reflejo en la trampa de cualquier pantalla. Pero nuestra imagen real solo es reflejada por un espejo que nuestros hábitos extraviaron: el de la contemplación, el de los horizontes, el de la mirada profunda. Es el espejo que no refleja tu rostro ni tu silueta pero sí tu esencia: el del mundo natural.

Indagaciones sobre lo incierto

El juego ocurre por sí mismo, surge y se repliega una y otra vez, se desvanece y reaparece  con la atemporalidad de lo eterno. (Alice White)

Cuestiones difíciles de resolver o complicadas de explicar provocan introspección y análisis. La vida se vuelve examinada cuando nos interrogamos y aún cuando las respuestas parezcan inalcanzables, la reflexión le da forma a un tipo de esperanza que nos hace serenos. De algún modo y en algún momento, todos somos un poco filósofos por necesidad.

La mirada que descubre el resplandor no proviene de un algo consumado sino de lo que sugiere sutilmente al ojo que lo mira. Contemplar es reencontrar la emoción profunda de estar vivos, dejarse impregnar por el fatalismo de lo inevitable y aprender a vivir con lo inexplicable. La mirada contemplativa ofrece la experiencia intransferible de comprender intuitivamente que la incertidumbre no es algo a resolver. El acto de mirar para capturar un momento a través de una fotografía, es pura oportunidad de ver que se renueva al cambiar un ángulo o al hacer espacio dando un paso atrás. La imagen obtenida siempre se completa en quien la mira al volver sobre ella.

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Los matices y las sutilezas que hay entre los opuestos suelen escaparse de nuestro modo de observar la realidad. Nos relacionamos con el mundo tratando de reconocer y distinguir lo que es de lo que no es y posicionarnos frente a ello. Y todo posicionamiento es un límite que parece ofrecer una solución práctica pero es claramente incompleta frente a este mundo complejo, interconectado y en constante movimiento. Adoptar una posición fija frente a algo debería ser solo provisional para luego trascender las distorsiones que provoca. Captar «el hilo» es un arte sutil. El espejo de lo cotidiano nos muestra con elegancia quiénes somos y nuestro lugar ajeno al tiempo. Abrirse al paisaje interior es una posibilidad que fecunda en la radicalidad del silencio, la vía directa, sensible y salvaje para conocernos.

La claridad suele ser fruto de la persistencia. A veces se presenta con la urgencia de un decir como brote humilde frente al redescubrimiento de eso que opacado por la costumbre, el prejuicio o a veces la indiferencia, perdió el resplandor de su presencia. Es, de algún modo, la manifestación del brillo y significado de las cosas que reclaman atención.  Es un ver que nace en una percepción común pero inesperada que irrumpe con el peso de una revelación. Es tarea de cada uno rescatarse de la obviedad y de lo previsible para implicarse en la hondura del asombro de estar vivos y despiertos.

Qué algo aporte sentido implica que se asocie coherentemente con ideas vinculadas a ese algo. Nuestra red interna de pensamientos puede ser bastante limitada y volverse bastante arbitraria si nos encerramos en nuestro mundo personalizado y no cultivamos su diversidad. Morar continuamente en un mundo humano de similitudes nos aísla. La naturaleza lo sabe bien. La diversidad de la vida expresa una profunda unidad subyacente. Por detrás de lo que pensamos que somos y nuestras certezas, la arraigada interconexión de todo con todo nos recuerda los límites mentales para comprender. 

A veces me quedo viendo cómo el árbol exhibe diversidad y unidad a través de sus ramas y troncos que terminan enraizados en un mismo suelo. A veces el desafío a la adversidad y su capacidad para resistir con optimismo es fuente de inspiración. Me recuerda la importancia del cuidado de la curiosidad y la empatía en nuestra experiencia humana.

 

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La vida tiene su propia claridad en la que todo se mueve a su ritmo y en su propio ciclo. Siempre algo está brotando para crecer y finalmente marchitarse. Ese intermedio entre el principio y el fin exige entrega para percibir la bella inteligencia de la que podemos sentirnos parte. Hay una vida que es de todos, mucho antes de disfrazarnos de lo que creemos ser y buscar lo que preferimos.

¿Nos hacemos una vida a través de lo que hacemos con ella o la vida nos da forma a través de lo que tiene para nosotros? ¿Elegimos o la vida elige por nosotros? La consideración del libre albedrío parece más una necesidad social para no caer en el fatalismo amoral que en una realidad convocante. Es que a veces las palabras son un encierro, hay circunstancias que invitan a demorarse y permanecer en ellas para afinarnos y escuchar lo que susurran, ellas están muy encima de nuestra posibilidad narrativa. Porque a veces nuestra «genialidad» nos condena al tratar de meter todo en el espacio de la comprensión.

¿Nada como la ficción para trascender la realidad o nada como este mundo para trascender la ficción? Hay lecturas que desvelan, que nos despiertan y convocan. Son lecturas que no son pasivas ni fáciles sino que exigen una íntima implicación de nuestra parte, lo que generalmente provoca un resultado inquietante. Son lecturas en que no se encuentra lo que el otro pudo decir en palabras más o menos ordenadas sino atisbos de ideas que casi no caben en las palabras que se ofrecen como punto de partida para indagar. Son lecturas que hacen espacio, acogen las preguntas, recorren enigmas y exploran dilemas. Esta clase de lecturas me atrapan y puedo detenerme un tiempo inmensurable en un párrafo. Son lecturas a las que se vuelve como a esos romances que siempre vivirán en la intimidad de nuestro corazón. Es que nada es tan próximo como lo ajeno al espacio y al tiempo. Imaginar es dar espacio a la posibilidad, allí donde lo eterno es compañía del vacío.

Dones te doy,
un vacío te doy, 
una plenitud,
desenvuélvelos con cuidado—uno es tan frágil como el otro— 
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.

Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño.
Dondequiera que vayas
irán contigo y donde quiera que estés
te maravillarás sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío que puedes colmar.
(Norman Mac Caig, poeta escocés)

Del mirar y el ver de cada mañana.

A veces la mañana es esperanza. Otras es nostalgia de la vida no abrazada que parece deuda. La mañana entonces invita a pensar, imaginar y soñar a lo lejos.

Todo lo que escribo nace en esa intimidad que lo hace personal. Cuando algo pasa por la cabeza y el corazón se vuelve mucho más biográfico que el territorio de los hechos. Aún cuando podría expresarme a través de alguno de los personajes que me constituyen y dan forma, lo más difícil es hacerlo desde uno mismo, despojadamente. Lo que siento es que, si no puedo conectar con quién soy en su real dimensión a través de las palabras y el tono que uso, entonces no podría llegar a nadie. Y siempre lo hago con la esperanza que ocasionalmente brote algo que estimule alguna pregunta interesante en otros.

Es llamativo como a veces la memoria siembra de susurros la mente. Las ausencias cobran vida como retazos de aquellas presencias. La experiencia se hace fibra y se siente tan auténtica como si fuera real aquí mismo. A medida que los días pasados se acumulan en años, aumenta la frecuencia en que la memoria se activa a partir de esos fragmentos que de tan guardados se volvieron secretos. Somos llevados de regreso a lugares que no existen y recibimos opiniones de gente que ya no está. Muchas veces me pregunto si habrá alguna diferencia entre imaginar algo o haberlo vivido, porque el espacio que ocupa y lo significativo que se vuelve lo hace muy parecido. Y entonces, uno de esos suspiros que arquea las cejas viene a rescatarme de la duda y devolverme al presente.

Es fácil sentirse atraído por la naturaleza y su esplendor. Muchas veces me pregunto si estoy ubicada en mi propio centro para captar la chispa divina que atraviesa la vida natural en todas sus formas o estoy consumiendo naturaleza. ¿Con qué estoy sintonizando? Nada como una caminata sin propósito en un entorno atractivo para darse cuenta. Un sano escepticismo me acompaña y me impulsa a ser humilde frente tanto que no sé. Trato de estar alerta porque no soy inmune al autoengaño, el ego siempre está buscando sus mejores galas espirituales para justificar sus preferencias.

Siempre hay algo que está naciendo a través nuestro, acompañando la melodía vital que espontáneamente brota ofrecida al descubrimiento.

La concentración y la quietud mental son la fundación en la que se apoya la observación ecuánime. Si no hay serenidad en los pensamientos inevitablemente, como producto de la observación desenfocada, surgen la atracción o el rechazo. Lo catalogado como agradable despierta el apego emocional mientras que lo desagradable impulsa la aversión. Disfruto practicar mientras camino porque los estímulos externos son intensos y ponen a prueba mi estado de conciencia.

Hay momentos en que la intensidad de la belleza de este mundo brota lujuriosa, como un canto silencioso que expresa la plenitud con desenfado. Me gusta pensar que esos momentos son un homenaje que la vida me hace con su regalo y yo le hago al percibirlo. Comunión perfecta en la que la mente se rinde al flujo sutil que vibra en ese brillo fugaz que nos hace uno. Tan inmensa es la abundancia de vida que nos cobija que si lo pensara, concluiría que es demasiada. Pero al sentirla, me dejo envolver y agradezco el privilegio de gozar de la maravilla cotidiana.

Ver la realidad esquematizada nos cierra. Las clasificaciones son prácticas pero engañosas. Cultivo una mirada abierta que una y otra vez tropieza con límites autoimpuestos pero que no se resigna. Una mirada atenta, que ya no persigue objetivos sino que está dispuesta a transgredir, que se anima a traspasar el umbral de los «debería» y los «hay que» hacia un espacio libre, allí donde lo imposible y lo irreversible nos hacen muecas.

 

De las expectativas y las humanas ansiedades.

A veces es muy útil meditar sobre un tema en particular para explorar hasta que punto estamos condicionados por lo que sentimos y la manera en que la respuesta que damos en el presente está influida por ello. Es el caso de la sutil sensación de expectación. Tenemos expectativa porque creemos que recibiremos algo que nos completará, que nos hará sentir plenos, algo que terminará con la incomodidad, con esa inquietud vital que nos acompaña sin invitación. Al anticiparnos al futuro a través de las expectativas perdemos la experiencia actual y viajamos con la imaginación a un futuro donde esperamos recibir «un algo» que satisfará aquello que deseamos intensamente. No advertimos que todo aquello que nos sea dado en el futuro también nos será arrebatado en algún momento, de modo que no puede ser fuente de paz y plenitud duradera. La presencia de expectativas en nuestra mente delata nuestras creencias sobre la existencia de algo por conseguir, que el bienestar es un objeto más que podemos adquirir. Pero la plenitud no tiene nada que ver con algo que no está presente en cierto momento y sí en otro. Es un estado completamente atemporal vinculado al hecho de estar presente.

Al vivir en la expectación sobre lo que vendrá en un futuro negamos justamente lo que estamos esperando.  Cuando adviertas su compañía sutil puedes preguntarte, ¿qué estoy esperando? Una respuesta honesta contendrá la descripción de algún objeto o estado de la mente. Recuérdate que cualquier cosa que llegue en algún momento también se irá, de modo que no puede ser fuente de paz duradera. Nuestra naturaleza esencial e inmutable yace en el origen de lo que somos y no en algo por venir.

No se trata de detener o modificar las expectativas sino de orientarnos a la comprensión de su naturaleza, aparición y forma. Descansar silenciosamente en esa comprensión nos aquieta. Necesitamos advertir los impulsos emocionales que nos dominan llevándonos hacia el futuro o el pasado como una forma de resistirnos a lo que está presente. No nos damos cuenta hasta el punto en que nos convertimos en la mismísima actividad de resistir. La resistencia se volvió casi una norma de tanto practicarla y la no aceptación que la acompaña condiciona lo que pensamos y sentimos de forma prerracional. Necesitamos evaluar nuestros impulsos.

La mecánica de la expectación queda expuesta en la contemplación silenciosa. Observarla y comprenderla es ver con discernimiento. La conciencia atenta distingue que, aquello que anhelamos profundamente, no tiene nada que ver con la ansiedad tan común que se renueva todo el tiempo con nuevos deseos. Cuando descansamos en esta comprensión las expectativas se deshacen con naturalidad, sin esfuerzo, no es algo que hacemos sino algo que sucede. Es entonces cuando podemos recobrar nuestra naturaleza esencial e inmutable y el estado de plenitud que la constituye.

 

De la visión utilitaria a la visión ilimitada.

Cuando las certezas logran ser consideradas como descansos en la incierta travesía de la vida, sentir confusión puede ser la gracia que nos invita a pensar. Evitamos lo que nos confunde como un acto de preservación, pero a veces, ese alguien que confunde llega como bendición a nuestras vidas. Porque unas pocas certezas utilitarias son suficientes para no cerrarse a la parcialidad de las respuestas que proporcionan la placentera sensación de seguridad y estar abiertos a lo asombroso de cada momento. Hay que aceptar que lo que registramos como conciencia y pensamiento es sólo un esquema limitado que resulta práctico y nada más. La exigencia es aceptar que no sabemos y no desesperar, porque muy a pesar de nuestras expectativas, no todo cierra y la mayoría de las veces las cuentas no dan. A tono con la paradoja, lleva tiempo aprender a expandir el oído para escuchar la interpelación del misterio en su horizonte infinito. Y con los ojos bien abiertos, omitir el afán de controlarlo e implicarse en su abismo.

Lo observado se vuelve un pensar poético cuando convoca a la metáfora para ampliar los límites. A veces las palabras entonan el ritmo al que parece mecerse el compás del momento. Son destellos indescriptibles que la memoria tratará de cobijar para luego poner en palabras, sin advertir que la vida convocará a otras voces para recrearlo. Porque curiosamente nunca nada parece irse del todo. De algún modo parece hospedarse en el silencio del que calla, y sin profanarlo con interpretaciones, escucha la lejanía del eco que lo precede.

Habitar la diferencia permite explorar lo desconocido y complejo que nos constituye sin renunciar a lo que nos aporta sentido al reconsiderar argumentos. Del encuentro con la diferencia uno no vuelve vacío sino siempre con algo,  con ese algo para analizar por fuera de la claustrofobia de certezas que determinan, a veces sin darnos cuenta, las propias ideas.
Paradójicamente, no todos necesitamos lo mismo ni somos iguales y ese otro, con su propio saber y perspectiva enriquece la propia historia y raíces. No se trata de eliminar las diferencias sino de vivir en ellas sin aplastar el horizonte homogeneizando lo diverso. Porque conocer al otro es, finalmente, conocerse a sí mismo.

Necesitamos aprender a ver  y  dejar de ratificar con la mirada lo que pensamos que vemos.  Libres de intenciones utilitarias.  Si reunimos el coraje de  ver  despojados  de  nuestros típicos agregados, captaremos  lo  propio  de  cada  cosa  sin cosmética,  sin reflejarnos  en lo observado, lo simple. (Alice White)

 

Del enfoque espiritual como filosofía.

Algunas veces, cuando en una conversación introduzco un enfoque espiritual sobre el tema que está siendo tratado, suelo recibir comentarios del tipo «para qué piensas tanto, mejor disfruta sin tantos cuestionamientos». Nunca dejan de sorprenderme este tipo de consejos. Es que no concibo no llevar una vida examinada, una vida que afine la mirada de la realidad en cada paso, que se ubique en otra perspectiva y cuestione lo que en principio considero cierto. La mente es un recurso extraordinario pero también puede convertirse en la peor trampa: Al mismo tiempo que nos ofrece la posibilidad de la reflexión y la construcción de un juicio crítico, nos puede incitar, a través de sus condicionamientos inconscientes, a abandonar el intento de buscar claridad y precisión. Por eso prefiero generalmente tomarme un momento y poner distancia para ver lo que pienso y desde dónde le doy forma a mis juicios.

En nuestras acciones y en nuestras omisiones, de forma implícita estamos dando respuesta a preguntas que eventualmente decimos que no nos planteamos: Nuestras necesidades y deseos, qué valoramos, qué es significativo para nosotros. Estas elecciones configuran de manera radical la experiencia vital, con o sin nuestro consentimiento. Porque la vida no es un conjunto de hechos neutros sino que vivimos en un mundo configurado por nuestras interpretaciones, valoraciones y significaciones. Cada interpretación, valoración y significación crea un marco y le da forma a la experiencia de estar vivos a partir de una determinada concepción de la realidad, de acuerdo con una escala de valores y con unos fines preestablecidos. Por lo tanto, cada vez que plantees que no te interesa filosofar, te invito a que te arriesgues al ejercicio de repensar tus certezas al respecto y te vuelvas consciente de las ideas que estructuran y guían tus decisiones.

La contemplación de una escena nos ofrece en el mismo acto concentrarnos en algo en particular o poner atención a ese algo en relación al todo. Así funciona la conciencia frente a la realidad que vemos. La mente se abre al infinito cuando la conciencia se concentra en algo en particular pero amplía la atención hacia la totalidad. La mente silenciosa acompaña con naturalidad y sencillez a la conciencia sin convertirse en un obstáculo para ver más allá de lo evidente y nos permite discernir con mayor precisión.

La observación de la realidad invita a traspasar los límites de lo evidente para abrirnos a la singular experiencia consciente de lo que somos y nos rodea. Lo trascendente atraviesa cada momento en que intuimos la enormidad de lo desconocido. Es entonces cuando surge una capacidad desconocida para indagar y sumergirnos en la hondura del campo del misterio. Es el espíritu que anida en lo que somos lo que anima la espiritualidad y no al revés. El enfoque espiritual brota desde nuestro interior como una forma de sutil inteligencia con la que nos relacionamos con la vida.
Cada día despertamos a algo nuevo y sentimos una forma de alivio, parecido a una cura que puede volverse sanación al amigarnos con lo que es. Cada pérdida se vuelve maestra para que descubramos lo que no podemos perder. (Alice White)

De la paz de las preguntas y la soledad habitada.

Habita en la naturaleza una delicada soledad. Una sabiduría amable que es afín a nuestra discreta timidez. La costa del mar con su sincronizado movimiento deleita la mirada humana. Nos seduce y atrapa. A la mente desconcertada le agrada pasear por la playa e impregnarse de ese ritmo con el que el mar llega y retrocede. Libera los nudos que crea el pensamiento. Los suelta y armoniza para que ocupen su lugar. Es la paz invisible que se hace visible y nos renueva cuando tomamos conciencia de lo eterno y lo impermanente, de la profunda afinidad que existe en el reflejo del silencio.

No se trata de convertirse en alguien solitario sino de aprender a vivir dentro del silencio de la propia soledad. De renunciar a los mundos que no nos pertenecen y estar en paz. La soledad no es un peso, es el umbral de una conexión profunda con todas las cosas.
El error es sentirse aislado. Todo espera por nosotros. Incluso en el momento más inesperado podemos captar la grandiosa diversidad, la extraordinaria presencia que acompaña y acoge nuestro propio tono. La atención se convierte entonces en la disciplina oculta de la familiaridad.

» Sentirte abandonado es negar la intimidad de tu entorno.» (David Whyte)

La vida adquiere la forma en que habitamos nuestros días, horas y momentos. La vida es movimiento y el despliegue de nuestros anhelos más íntimos le ponen el ritmo. Si vivimos replegados en algún confín del alma, no es raro que la vida se convierta en pura hostilidad. Es nuestra tarea reconocernos y reconvertir las formas en que nos vinculamos para notar lo asombroso de este mundo que constituimos y nos constituye. Nadie puede hacernos el favor de hacerlo por nosotros.

Podemos formularnos muchas clases de preguntas. Las hay estériles y fértiles, para eruditos y para gorriones. Las hay estimulantes e inútiles, están las retóricas que patean tachos y las que demandan respuesta con su urgencia. Pero hay algunas que son un despertador convertidas en poesía.
Los Gansos Salvajes
¿Quién hizo al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién hizo a la langosta?
Esta langosta, quiero decir-
la que acaba de lanzarse desde el pasto
la que come azúcar de mi mano,
la que mueve sus mandíbulas
hacia atrás y hacia adelante,
en vez de arriba y abajo-
la que mira a su alrededor con sus ojos
enormes y complicados.
Ahora levanta sus pálidos antebrazos
y se lava la cara meticulosamente.
Ahora abre las alas de un brinco, y se va flotando.
Yo no sé qué es exactamente un rezo.
Sí sé prestar atención, sé cómo caerme
sobre el pasto, cómo arrodillarme en el pasto,
cómo ser ociosa y bendita, cómo pasear por los prados
que es lo que he estado haciendo todo el día,
Dime, ¿qué debiera haber hecho?
¿No es que todo muere al fin, y demasiado pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer tú
con tu vida única,
salvaje, preciosa?
(Mary Oliver)

Del cuaderno de ideas y los susurros del silencio.

Como comenté en algún otro post llevo un cuaderno de notas con las ideas sueltas que pueden dar origen a un análisis más profundo. Algunas, seguramente se quedarán en el intento. Escribir es para mí un acto espiritual por sí mismo. Al hacerlo cotidianamente se vuelve un proceso de comprensión del que emergen ideas y no una acción tendiente a comunicar conceptos. Es por eso que considero a este blog un pequeño espacio sagrado de mi conciencia que hago disponible para que otros encuentren en él un atajo en su propia búsqueda. No intento exponer la verdad sino desnudar mi vulnerabilidad humana. No pretendo un decir que siente precedente sino dejar al descubierto nuestras semejanzas mientras me aventuro a ser yo misma. La alquimia del silencio es el núcleo de lo que comparto para que cada uno abra su propio laboratorio existencial. Vale la pena enfrentarse al dolor, aceptarlo con una sonrisa benévola y dejar de resistirse.

– Gracias a la práctica de la meditación puedo distinguir el inevitable dolor que siento de las historias que me cuento y las creencias que lo rodean. Sin falsas promesas, la introspección es un recurso valioso para construir un bienestar sostenible en el tiempo. Meditar no es evadirse.

– El respeto es en sí mismo una señal de amor. Al respetar la vida como un misterio la honramos con una actitud genuinamente religiosa. No hay distinción entre lo sagrado y lo mundano cuando habitamos en el asombro de los pequeños milagros cotidianos. De hecho, ¿qué o quién es verdaderamente mi Dios?, ¿ante quién me inclino inconscientemente?, ¿qué ubico en el altar de mi conciencia? Porque quizá, las reverencias existenciales sean las únicas que cuenten.

– Lo que observamos no son los fenómenos, los hechos o su naturaleza en sí mismos sino todos ellos expuestos a la luz de nuestra interpretación. Por momentos es decepcionante nuestra incapacidad para reconocer nuestros límites humanos. Hablamos y hablamos pero casi no entendemos nada.

– El significado de eso que llamamos experiencia es lo que determina su peso relativo en nuestras vidas. Por eso es tan importante relatar la experiencia para poder comprender lo que sentimos y nuestro comportamiento. Sucede que el relato estará impregnado de recuerdos editados por todas las veces que los verbalizamos. Y para no caer en el autoengaño hace falta una buena dosis de honestidad y coraje. Meditar no es evadirse.

– Permite que el tráfico de la mente y sus pensamientos vayan y vengan sin tensión. La claridad llegará para una mente impregnada en la paciencia.

– Nadie desea sufrir y nadie daña desde una virtud. Entender que el derecho del otro a vivir con paz en la mente y amor en el corazón es tan legítimo como el mío me conduce a ser tolerante y paciente, empático y generoso. La verdadera compasión no es una respuesta emocional sino un compromiso fundado en esta firme convicción y en la decisión racional de abandonar la tendencia a autocentrarse en las propias necesidades como únicas importantes. Elegir con atención, de eso se trata ser conscientes.

– Y desde que miro para mis adentros en lugar de distraerme en los demás, logré entender lo crucial de la lucha contra el hábito de hablar más de lo necesario. Porque hablar y hablar puede convertirse en el centro de gravedad del trabajo sobre uno mismo. Un hábito que lo toca todo, penetra en todo, cansa y puede pasar desapercibido o ser confundido con comprensión por el mismo protagonista y por los demás. La atención es una virtud compleja que puede hacer crecer tanto lo bueno como lo malo, no es solo observar con precisión y volverse agudo.

– Uno puede mirar la vida con anteojeras, tratando de evitar el sol directamente, sin rascarse donde no pica y concentrándose en lo inmediato. ¿Para qué lidiar con aspectos de la vida más complicados, difíciles o imposibles de cambiar? ¿Para qué insistir con escuchar ese susuro que se filtra e incomoda tratando de abrirse paso a través de la conciencia? Pero sucede que hay temas que pican y es mejor abordarlos amablemente más temprano que tarde.

– En el centro mismo de ese «pavo real» llamado ego anidan «los pájaros» que revolotean la mente haciéndonos vivir la superficialidad como simplicidad y confundir el pensamiento elemental con inocencia. El ego quiere brillar como sea y generalmente lo logra por exceso o por defecto porque detesta pasar desapercibido. A veces eso que llamamos realidad es una farsa extrema.

– Y es que uno puede descansar satisfecho en sus propias trampas y disfrutar del abrigo de la libertad a la medida de sus creencias e íntimos condicionamientos. Porque cuando el pensamiento va por el camino ilusorio también crea realidades que perpetúan el sutil engaño de saber y las respuestas que encontramos se adaptan con perfección a las ideas preconcebidas que impulsaron la búsqueda.

«Estrellas y árboles frutales en flor. La completa permanencia y la extrema fragilidad

proporcionan por igual el sentimiento de la eternidad.» (Simon Weil)

De uno mismo, del aprecio y el trato amable.

La espiritualidad nos enseña que, cuando estamos dispuestos a trabajar sobre nosotros mismos, apreciar-se es algo que puede aprenderse. Porque no se trata de mostrarse de modo de recibir el halago externo sino de estar en paz con quienes somos. Y eso es algo que solo cada uno sabe. Reconocernos en nuestras virtudes, tratarnos con amabilidad y compasión frente a alguna falta de destreza para enfrentar una situación, vernos en el espejo y ver más allá de la imagen. Para poder construir un vínculo con nosotros mismos auténtico, desde una conciencia que distingue lo importante, lo esencial, lo que marca la diferencia en nuestro propio crecimiento espiritual es necesario asumir el desafío con una profunda honestidad.

A lo largo de la vida todos transitamos por momentos de dolor que calan más o menos profundamente. No hay modo de huir de lo incómodo, lo difícil o lo doloroso por mucho tiempo sin pagar el precio. Nunca la solución es evitar abordarlo porque con ello lo perpetuamos, lo hacemos intransitable y lo volvemos parte de nuestra identidad. Miedos, carencias, rencores, envidias, abandonos que evitamos, que hacemos de cuenta que no existen pero corroen silenciosamente nuestro corazón y nos limitan en nuestras relaciones con los demás y el mundo. Establecen una frontera que divide, que impide y nos vuelve prisioneros de nuestra propia insatisfacción.

Comenzar a apreciarse es decidir dejar de mentirse. Abandonar el autoengaño que nos hace vivir en la apariencia de la normalidad. Para hacerlo debemos enfrentar la inercia del hábito, observar y explorar con compromiso y determinación sin violentarnos mediante el severo juez interno que hablará de nuestras inadecuaciones. Requiere tomar conciencia de la necesidad de desvelar, de correr el velo que disimula la verdad que habita en nuestro refugio silencioso y confiar en el valor que tenemos como seres humanos únicos e irrepetibles. Abrirnos al dolor y sentirlo puede conducirnos de regreso en el camino hacia la paz perdida. Resulta muy liberador, aunque parezca simple, tener muy presente que la imperfección es parte indefectible de la vida humana, que no hay ningún individuo que sea perfecto, que nadie que esté exento de ignorancia o que no cometa errores y necesite mejorar en algún área de su vida.  Es una necesidad vital admitir nuestra vulnerabilidad con compasión, ser autocompasivos y tratarnos con amabilidad frente esa realidad.

Definitivamente, no puede ser feliz quien no puede ser sensible frente al dolor. Nuestro grado de espiritualidad se mide también por lo que hacemos con las verdades de la vida. Observar, reconocer y aceptar son verbos que pueden ayudarnos a evitar construir falsos refugios que nos guarecen de la vida misma sin resolver nada.

 

De la aceptación y el juicio moralista.

Para vivir en completa aceptación es necesario no perder la conexión con nosotros mismos a fin de no vernos condicionadamente como objetos con deficiencias. Ante una equivocación nos atrapamos en un sentimiento de desaprobación en lugar de vincular el error al hecho y su contexto. La mirada desde la deficiencia o la carencia juzga y nos impide vernos como un todo indivisible con posibilidades de aprender y superarse. Es una forma de violencia que evalúa y crea una barrera muy real para ser compasivos con nosotros mismos.
Nuestra vida se enriquece cuando nos centramos en la observación de lo que sentimos y necesitamos sin criticar, culpar o diagnosticar.
Se trata de comprendernos y ser compasivos con ese humano que somos sin juicios moralistas que todo lo entorpecen poniendo un punto final a las etiquetas.

LA FORMA MÁS ALTA DE INTELIGENCIA HUMANA ES OBSERVARSE A SÍ MISMO SIN JUZGARSE. (Krishnamurti)