De la inacabada actualidad

Lo ideal habilita el marco de lo posible. Sin el ideal de lo inalcanzable no hay aspiraciones. ¿Qué sería de nuestra realidad si fuera su propio techo? ¿Cómo podríamos dar forma a una realidad superadora sin el anhelo de hacerlo? (Alice White)

El mundo que está ahí afuera es siempre una mirada sobre él. Probablemente no sea otra cosa que el impacto de lo real en nuestra percepción. Lo que pasa y lo que nos pasa existen entrelazados mañosamente y lo expresamos con distinto grado de sutileza y discernimiento a través de las palabras. Lo más notable de nuestra lectura de la realidad es que la estamos tonalizando y reconfigurando incesantemente a lo largo del tiempo. Es tarea de cada uno rescatarse de la obviedad y convertir el decir en un recurso iluminador.

¿Cuándo fue que la cultura de lo negativo se apropió de la realidad? ¿Cómo sucedió que admitimos la naturalización de la corrupción? Comportamientos egoístas de todo tipo generan una penumbra que distorsiona a discreción. Ni siquiera culpa o remordimiento, como una nueva piel adoptamos lo injusto y lo deshonesto como normal. Con distinto grado de resignación aceptamos ser corrompidos activa o pasivamente, dejándole un papel secundario a la conciencia como agente moderador.
En la radicalidad del más profundo silencio interno es evidente que nuestra naturaleza es otra muy diferente. Es tarea cotidiana cultivar la conciencia para que no decaiga el interés por lo justo y lo honesto.

Decidir es un acto complejo del que puede no estar ausente el error. Lo peor del miedo a decidir es que puede paralizarnos. Elegir implica priorizar y descartar. Para comprometerse en el sí entusiasmado a lo posible hay que asumir la responsabilidad de dar el no contundente a lo que no va.

El apego al pasado a veces nos hace repetir errores en lugar de capitalizarlos. Es curiosa la capacidad de renovar el repertorio de excusas para volver casi temerariamente a probar una vez más repitiendo patrones. Si no existe el planteo de un horizonte de posibilidades inéditas, indudablemente el refugio de lo conocido aparece como solución a los problemas repetidos. Trasladado esto al comportamiento social, nos convertimos en «equivocadores seriales» y responsabilizamos a cualquiera que no sea nosotros mismos. ¿No te resulta al menos sospechosa la vigencia incuestionable de ideas propuestas siglos atrás? ¿Cómo puede alguien que viene del pasado describir con tanta precisión una problemática actual cuya solución está en el futuro? Hasta que no aprendamos de nuestros errores, se repetirán caprichosamente.

Cuando las personas se ven forzadas a vivir acosadas por la inmediatez no pueden pensar en otra cosa que atender lo urgente y sobrevivir. Es lo que sucede cuando el hambre, el miedo, la desvalorización y la indignidad oprimen. Cuando durar es condición excluyente en el horizonte cotidiano, no se puede hablar en términos de derechos y deberes ciudadanos. La identidad cívica como conjunto de símbolos, aspiraciones y procedimientos legítimos que nos hacen una nación pasan a ser absolutamente secundarios. Es así como la pertenencia toma la forma que puede. La dificultad para vivir dentro del marco de la ley afecta transversalmente a toda la sociedad a través del delito más evidente y de las sofisticadas formas de corrupción enquistadas en las instituciones que deben regir y garantizar el funcionamiento de la república. El desafío político de este tiempo no es menor: Satisfacer necesidades impostergables al mismo tiempo que promover cambios estructurales imposibles en el corto plazo. Ojalá que la realidad tolere la espera y la división de poderes, el poder parlamentario junto con la participación ciudadana contribuyan a construir un porvenir para todos.

Sostener una conversación implica respetar la singularidad y valor del otro. El buen trato no es sólo el uso de palabras amables, es también encontrar el tono justo para decir lo necesario. Para eso es imprescindible aprender a escuchar y gestionar el descontrol ansioso por acentuar lo que para nosotros es significativo. Quien está en paz con su identidad no se siente amenazado y busca encontrar lo bueno o fecundo en la posición del otro.

Es un profundo error asumir como cierto que las ideas o creencias erróneas son producto de la desinformación o de la falta de información adecuada por lo que la solución es más información. La mayoría de las ideas y creencias están fuertemente ligadas a la identidad y a la visión del mundo del sujeto, por lo que los sesgos psicológicos y sociales hacen que cuando se ataca la visión del mundo de alguien, éste se cierre todavía más y se aferre más insensatamente a sus ideas.
Creemos ser racionales pero somos profundamente emocionales: Existimos, luego nos emocionamos. Nos emocionamos, luego pensamos.

La gente cambia de opinión por sí misma. Eventualmente una frase o una idea que aportemos puede caer en el momento justo si el otro ya venía haciendo su parte a favor del cambio. Lo que podamos argumentar sólo crecerá en terreno fértil. Nadie puede convencer a nadie en temas que tienen una carga emocional importante. No es tan simple vencer la inercia inconsciente a permanecer creyendo en lo mismo. Me parece que lo importante es ser cauteloso con las propias ideas y no dejarse engañar por ellas.

¡Qué fácil es mostrarse conmovido o moralmente indignado en las redes sociales! Ni qué decir si la indignación es anónima o se oculta tras un pseudónimo. Enrolados en las milicias del bien, los buenos y correctos dan cátedra de los debería y de los si se hubiera en un coro de cuestionable coherencia. Son los moralistas de siempre con nuevos medios.
Resulta imprescindible poner cierta distancia para hacer una evaluación que atraviese lo aparente. Es que el pensamiento crítico requiere serenidad, una mente silenciada de ideas revueltas, sesgadas y enmarcadas en creencias que resisten atrincheradas, siempre listas para dar el salto al frente en cuanto tienen la oportunidad.
La verdadera moral observa el error y revisa posibilidades para corregir, no realiza análisis autocentrados en sus propios intereses que argumentan y justifican. Lo peor de la subjetividad emerge cuando se disfraza de objetividad. ¿Lo que sucede nos gusta porque es bueno o es bueno porque nos gusta? ¿Cuáles son nuestras complicidades de hoy a la luz de sus inevitables consecuencias? ¿Cómo serían vistas nuestras acciones de hoy si las pensamos desde el futuro?

 

 

Del reconocimiento y la recapitulación espiritual.

¿Podemos confiar en la primera intuición que nos sugiere una explicación? ¿Es intuición o prejuicio? ¿Qué es una respuesta sino un destino provisional que encontramos conforme a nuestra historia y experiencia vital? Resulta curioso cómo el asumir las distorsiones con que conectamos con los demás y el entorno se convierte en un síntoma de crecimiento espiritual. Desesperados por no dejar de ser alguien nos perdemos de ser. Paradojalmente y acorde a lo inexplicable de tantísimas cosas de este mundo, nuestra insignificancia se vuelve grandeza frente al reconocimiento de nuestras limitaciones.

¿Vemos el mundo o nuestra idea del mundo? Si no ponemos la suficiente dosis de atención y observación despojada desde lo más auténtico de uno mismo, es muy probable que solo veamos el mundo que nuestra mente nos permite ver. Las convenciones conceptuales le van dando forma a ciertos marcos interpretativos que luego naturalizamos. Sin un análisis contextual la comprensión se limita a nuestros rigores mentales. Nos identificamos irremediablemente con algo que casi sin advertirlo se convierte en nuestra jaula y a veces, muy convencidos, cerramos con alegría nosotros mismos la puerta.
Mal que nos pese, la realidad social es fruto de una época, no de algunos líderes que deciden por los demás sometiéndonos a su voluntad. Esos líderes surgen del seno del colectivo social. Sería pertinente preguntarse: ¿Cuál es mi responsabilidad para que como grupo humano nos hayamos convertido en eso que vemos? ¿Cuál es mi contribución personal para que las cosas sean como son?
Quizá la urgencia de este tiempo demande que las ideas más nobles sean encarnadas para convertirse en una realidad más amable para todos.

Antes de valorar negativamente a alguien por una opinión apasionada es conveniente considerar la posibilidad que no se de cuenta que está errado porque simplemente no puede verlo. La situaciones en que tan claramente podemos distinguir un error deberían remitirnos de inmediato a nosotros mismos: Los equivocados podemos ser nosotros y no ser conscientes de ello.
Por eso es tan importante la educación continua que fomente la reevaluación de las propias certezas, no conformarse con el propio juicio, rodearse de colaboradores con pensamiento propio, aceptar la divergencia como una fuente de enriquecimiento y crecimiento personal, vincularse a gente que piensa diferente y por sobre todo, no perder de vista el principio de Meta-Pareto: “Al menos el 80% de la población piensa que está entre el 20% más inteligente.”

¿Son todas las opiniones iguales? ¿Tienen todas el mismo peso relativo? Cada vez me siento menos capacitada para descartar una idea que en primera instancia se presenta como carente de sentido. Es que no pierdo de vista que ya cuento con la suficiente experiencia y trucos mentales como para ver una adaptación y no la realidad desnuda. Aún así, no me aparto de la sana dosis de escepticismo en la que inicio la formación de un juicio. Una opinión tiene que ser un fruto maduro producto de la reflexión, el argumento y la evidencia para tener entidad. Siempre hay matices. Caso contrario, la opinión se apoyará en el prejuicio y en factores emocionales distorsionantes.

¿Todo lo bueno siempre es cosa del pasado? Las valoraciones retrospectivas son poco confiables. Conviene no olvidar que la memoria es selectiva asociando máximos, intensidad y grado de satisfacción con muy poca objetividad. La experiencia real suele tener poco que ver con lo que la memoria proporciona acerca de los eventos.
Cada vez me resulta más evidente que la creación del pensamiento es un proceso que dista en mucho de la perfección, de modo que, entre otras cosas, cada vez me fascino menos con los relatos de grandeza de épocas pasadas.

Y llega un momento que es tiempo de ir más ligero de cargas, de balancear entre el necesario coraje para afrontar lo nuevo y el reconocimiento de los propios límites. De dejar de hacer cosas por obligación y de abandonar la identificación con algo o alguien que está lejos de nuestro corazón. Está más que claro que somos un proceso inacabado en cambio permanente y pretender que algo sea estático, incluyendo quiénes somos, no es más que una fuente de dolor que se agrega al dolor inevitable que la vida trae. Porque es útil poder mirarse en el espejo de la conciencia y no sentirse un fraude manoteando el maquillaje o buscando la nueva versión para seguir disimulando. Cuando uno finalmente se da cuenta, la integración de cada aspecto deseado y no deseado de lo que somos encuentra su lugar. Entonces nos reconciliamos con la vida que nos vive con toda su grandeza y nos volvemos menos severos con nuestras incoherencias.
Me siento agradecida a la meditación. Sin este recurso no podría haber reconocido los matices con que puedo ir modificando mi mirada liberándome del prejuicio.

 

 

De la aspiración de verdad y sus costos

La contundencia de lo evidente nos dice que no todo sale bien ni tampoco todo nos sale bien. Curiosamente, hay quienes encuentran que todo es fácil e invocan a la propia determinación como la fuente alquímica que evita el cuestionamiento de lo que sucede.

Pero interrogarse no es simplemente acompañar un enunciado con signos de interrogación para convertirlo en pregunta. Implica mucho más que el planteo inicial y está orientado a poner en duda  hechos dados como ciertos en base a cuestionar la trama de los argumentos que los sostienen.

“Solo estamos en presencia de un hecho si podemos postular respecto al mismo  un acuerdo no controvertido.” (Chaïm Perelman)

Claro que al hacerlo, debemos enfrentarnos al displacer de la inseguridad que nos deja la incómoda incerteza.  Interrogarse entonces se presenta como una disonancia en la armonía de los acuerdos, los consentimientos y las convenciones.  Y a nadie le gustan las arenas movedizas.  Es entonces cuando claudicar a la aspiración de verdad, a ese plus de la vida, se vuelve  tentación para proseguir más o menos resignados o conformes en la satisfacción de la rutina unánime. Porque la mayoría de las veces, plantear una complicación nos convierte en un trastorno.

No es gratis cuestionar aquello que conforma identidad. Resulta infinitamente más fácil refugiarse en la garantía de la subjetividad del pensamiento y como consecuencia convertir cualquier planteo en opinión subjetiva. Pero son esas ridículas solideces las que nos perpetúan con alegría en el error.

     “Es más fácil apagar el ruido huyendo  que habitando el propio silencio;  es más seguro y cómodo seguir en la senda que crear alternativas;  es más fácil aferrarse  al propio discurso que abrirse  al mestizaje.” (Alice White)

De la naturaleza de la vida y su verdad.

Cada momento de la vida es una puerta abierta hacia el encuentro con la verdad esencial. Pensamos que descubrir lo que somos es imposible o solo para unos pocos iluminados pero cada experiencia cotidiana nos muestra la naturaleza esencial que nos constituye. Lo que está sucediendo en este preciso momento trae en sí mismo el mensaje primordial pero no lo percibimos porque buscamos lo extraordinario como algo ajeno a lo ordinario.

La paradoja radica en que es la mente, fiel compañera que todo lo define y clasifica, la que cubre a través del pensamiento el contacto con lo primordial que nos anima y le da vida al fino equilibrio en que la vida fluye. La utilidad de la mente es nuestro máximo engaño. Una fina capa ilusoria filtra la naturaleza de la realidad y nos resulta muy difícil contemplarla en su desnudez. Ayuda mucho al descubrimiento ponerse en contacto con el mundo natural porque allí la experiencia es directa, los sentidos transcienden los conceptos y surge la esencia como la diferencia entre pensar en nadar en el lago y sumergirnos en él, imaginar el perfume de una mañana en el bosque y sentirlo sentados a la vera de un arroyo.

Nuestra condición humana no existe separada de lo trascendente. La mente nos atrae y seduce separándonos con sus interpretaciones. Si observamos con atención, no hay un mundo espiritual separado del material sino que lo espiritual lo permea todo. Hacernos conscientes de cómo es la naturaleza de la vida está ligado a habitar cada experiencia con lucidez para no quedar atrapados en el personaje que nos hace creer que tenemos una identidad ajena y separada de los demás y de los objetos del mundo.

Descubrir esta verdad no modifica nada pero lo cambia todo. A partir de entonces la paz anhelada deja de ser utopía y la aceptación se transforma en un estado hacia la plenitud de la ecuanimidad.

«Ninguna situación por difícil que sea nos impide responder con sabiduría y compasión. Esta es la libertad que nace de comprender la naturaleza de la realidad.» (Alice White)

 

De las ideas amontonadas, de aquellas que provocan y de esas otras que despistan.

Mi cuaderno de notas desborda, hay bastante para desarrollar y profundizar. Pero también amo la síntesis que invita a pensar, que provoca la duda y el replanteo. El lenguaje ha alcanzado tal precisión y sutileza como para poder nombrarlo casi todo, desde la minúscula pieza de un instrumento musical hasta el más volátil estado de ánimo, desde el más intrincado concepto científico hasta el más inexplicable estado metafísico. Y aún para vislumbrar lo incompresible ellas no nos abandonan. Pero (porque el pero tiene asistencia perfecta en el pensamiento que no se convence a sí mismo), entre lo pensado, lo vivido y lo contado siempre está la versión. Una versión que marida lo que es con lo que nos gustaría, lo que fue real con nuestro recuerdo de aquello. ¿Es que acaso puede alguien poner las manos en el fuego por la autenticidad de un recuerdo?

Cuando uno mira hacia el interior de sí mismo en inevitable y previsible tropezar con esos personajes que nos habitan, esos múltiples yoes que interpretan la realidad, opinan y compiten entre sí para prevalecer. Construimos ficciones en base a lo que nos parece, a veces apoyados en la imaginación emitimos una catarata de palabras y en otras editamos conscientemente el relato para justificar aquello en que creemos.

Pero también hay momentos de honda comprensión en donde sentimos esa conexión y repercusión que cala profundo. Suele ser un estado impreciso, difícil de describir y definitivamente provisional e inestable. Creo que mi vida no es un cuento idílico, un relato armonioso, equilibrado y exitoso del estilo de esas historias inventadas y convertidas en míticas. Mi historia tiene gusto a insensatez y a confusión, a desconcierto y a errores repetidos. Es la historia de ser humano común que elige no mentirse y comprar engaños para ver el sol cuando llueve a cántaros. La meditación es importante porque te devuelve a este mismísimo momento, el único que existe, un lugar donde casi nadie quiere estar pero del que no se puede escapar.

Cuando decidimos acercarnos de manera radical a la realidad desnuda de interpretaciones es necesario no perder de vista que eligir significa también saber renunciar. Cada horizonte de sentido organiza sus propios referentes. Recorrer a fondo un camino implica el compromiso de ir más allá de la mera aproximación. Probablemente, la última puerta sea aquella que nos invita a rendir el punto de vista del ego, que se resiste y se atrinchera en sus argumentos y falsas identificaciones cada vez más sutiles y espiritualizadas. Las fascinantes aguas de lo intangible merecen el esfuerzo.

Van aquí algunas ideas amontonadas:

– La paz del sabio es su silencio interior. Cuando nos liberamos de creer que las ideas y opiniones que construye la mente son la verdad, se abre un espacio sereno, creativo y relevante. La mente nos somete y retroalimenta nuestra fe en ella. Si fuéramos capaces de observar la vida desde nuestro centro verdadero, la mayor parte de nuestros padecimientos dejarían de existir.

– Con el tiempo y la práctica nos volvemos hábiles en el arte de disimular nuestros vicios y debilidades. No es difícil ver cómo el uso de una virtud es solo un escudo para que no se vea todo eso que somos incapaces de abordar y transformar. El cielo y el infierno están dentro de nosotros mismos y sus puertas están muy cerca una de la otra. La atención y la conciencia sobre nuestras acciones determinan que puerta elegimos abrir. Bienaventurados aquellos que ofrecen una parte de su alma al mundo, aceptan a los demás como son y viven su naturaleza humana sin creerse santos.

– Hay sentido en cultivar la lucidez que mira y descubre para atravesar con paz interna el dolor que nos toque transitar. El conocerse internamente nos ayuda a aprender y a superar la insatisfacción, a sobreponernos a los obstáculos y a potenciar las cualidades que nos distinguen. Cuando uno comprende que no se trata de «mi dolor o mi sufrimiento» sino ese que todos sentimos, podemos transformar la angustia en compasión. La experiencia negativa se transforma con compasión y es algo que se puede aprender y cultivar.
– Cuestionar qué hacemos y para qué es fundamental para cambiar e integrar; pero para cuestionar hay que conocer. La capacidad de cuestionar y crecer es directamente proporcional a la capacidad para ser honesto con nosotros mismos y los demás. Desde la perspectiva del progreso y la evolución, siempre es preferible una verdad incómoda que una mentira útil. Solo con creatividad y renovación se puede ser fiel a los valores que dan origen a las formas. Sin incomodidad no hay transformación. Sin honestidad radical no hay paraíso.

– Siempre que reaccionamos al escuchar una perspectiva diferente sobre un tema sobre el que tenemos tomada una posición, es el sentido del yo el que se siente amenazado, busca protección y desea defenderse. Lo que suele sentirse es una amenaza sobre la propia identidad. Hay una íntima sensación de desafío a lo que sentimos ser y de allí nace la urgencia por tener la razón. Cuando vemos como un conflicto el simple hecho que el otro piense diferente ponemos en evidencia la importancia que tiene el miedo en nuestras vidas. ¡Qué difícil se hace debatir ideas atrapados en el cerebro emocional! Un punto de vista puede ser ofrecido al mismo tiempo que podemos acoger otros sin convertirlos en una amenaza. No hay lucha si no hay partes tratando de defenderse. El gran desafío es «ver a través» para distinguir qué clase de verdad tratamos de defender cuando vivimos estas escenas como un conflicto.

– Llega un punto en que se vuelve imprescindible diferenciar la vida del ego de la vida interior. Podemos autoengañarnos en la ilusión de estar pensando bien y haciendo acciones elevadas cuando en realidad, solo estamos cultivando el ego, que atrincherado en sus propios confines y entretenido con lo que le gusta, ve al mundo como un error, juzga a los demás y solo valida desde su propia perspectiva lo correcto y lo incorrecto.
Para cultivar la interioridad hay que ser muy honesto y el resultado debe llevarnos a actuar con sabiduría y compasión en cada pequeña decisión. Ir al encuentro del otro desde la plenitud de nuestro ser ofreciéndonos en un vínculo creativo y complementario. De lo contrario, lo más probable es que el personaje termine desdibujando al yo real y el resultado sea más de lo falso para maquillar una identidad mezquina y carente que desde la necesidad dependiente busca gratificación.

La misteriosa naturaleza de la realidad puede ser analizada en una escala mucho más fina que la convencional.
«La realidad es aquella que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece.» (Phillip K. Dick)

De uno mismo, del aprecio y el trato amable.

La espiritualidad nos enseña que, cuando estamos dispuestos a trabajar sobre nosotros mismos, apreciar-se es algo que puede aprenderse. Porque no se trata de mostrarse de modo de recibir el halago externo sino de estar en paz con quienes somos. Y eso es algo que solo cada uno sabe. Reconocernos en nuestras virtudes, tratarnos con amabilidad y compasión frente a alguna falta de destreza para enfrentar una situación, vernos en el espejo y ver más allá de la imagen. Para poder construir un vínculo con nosotros mismos auténtico, desde una conciencia que distingue lo importante, lo esencial, lo que marca la diferencia en nuestro propio crecimiento espiritual es necesario asumir el desafío con una profunda honestidad.

A lo largo de la vida todos transitamos por momentos de dolor que calan más o menos profundamente. No hay modo de huir de lo incómodo, lo difícil o lo doloroso por mucho tiempo sin pagar el precio. Nunca la solución es evitar abordarlo porque con ello lo perpetuamos, lo hacemos intransitable y lo volvemos parte de nuestra identidad. Miedos, carencias, rencores, envidias, abandonos que evitamos, que hacemos de cuenta que no existen pero corroen silenciosamente nuestro corazón y nos limitan en nuestras relaciones con los demás y el mundo. Establecen una frontera que divide, que impide y nos vuelve prisioneros de nuestra propia insatisfacción.

Comenzar a apreciarse es decidir dejar de mentirse. Abandonar el autoengaño que nos hace vivir en la apariencia de la normalidad. Para hacerlo debemos enfrentar la inercia del hábito, observar y explorar con compromiso y determinación sin violentarnos mediante el severo juez interno que hablará de nuestras inadecuaciones. Requiere tomar conciencia de la necesidad de desvelar, de correr el velo que disimula la verdad que habita en nuestro refugio silencioso y confiar en el valor que tenemos como seres humanos únicos e irrepetibles. Abrirnos al dolor y sentirlo puede conducirnos de regreso en el camino hacia la paz perdida. Resulta muy liberador, aunque parezca simple, tener muy presente que la imperfección es parte indefectible de la vida humana, que no hay ningún individuo que sea perfecto, que nadie que esté exento de ignorancia o que no cometa errores y necesite mejorar en algún área de su vida.  Es una necesidad vital admitir nuestra vulnerabilidad con compasión, ser autocompasivos y tratarnos con amabilidad frente esa realidad.

Definitivamente, no puede ser feliz quien no puede ser sensible frente al dolor. Nuestro grado de espiritualidad se mide también por lo que hacemos con las verdades de la vida. Observar, reconocer y aceptar son verbos que pueden ayudarnos a evitar construir falsos refugios que nos guarecen de la vida misma sin resolver nada.