De fragilidades y fortalezas

En nuestra mente está la posibilidad de borrar el horizonte o expandirlo. En nuestras manos están las pequeñas acciones que le dan sentido a lo finito. 

Tomarse a uno mismo con menos seriedad es tarea impostergable. Las identificaciones que nos hacen sentir seguros son al mismo tiempo nuestro límite. Somos una representación titubeante que sólo se mantiene viva a través del hábito y el relato que nos contamos. Pero no es fácil darse cuenta que vulnerabilidad no es debilidad sino la posibilidad de sentir con intensidad, de intimar con nuestra esencia y tocar la belleza del mundo en su fragilidad. Cuanto más aferrados a nuestras ideas y creencias más nos golpearán los avatares de la vida. ¿Tiene sentido perdernos de tanto para ganar tan poco?

A veces requiere de cuantiosa lucidez no agobiar una escena con nuestras inefables interpretaciones. Es que la experiencia directa viene a nosotros sin necesidad de nuestra manipulación. Y resulta evidente que no espera nada de nosotros aún cuando nos invita a ser parte. Es casi un acto de generosidad salir de la estrechez mental que se concentra en lo que quiere ver y retroceder algunos pasos para adoptar una perspectiva más amplia. Observar el panorama general le da forma a la posibilidad y crea opciones.

Naturalizamos una forma de contacto con las situaciones cotidianas que busca el resultado utilitario. Sin darnos cuenta convertimos el «estado de espera» en una estructura mental con la que afrontamos las circunstancias. Un modelo mental que condiciona, que genera confusión y nos impide saborear la riqueza de la vida. Proponerse estar en «contacto continuo» con la realidad es una forma de cultivar la atención, de estar plenamente conscientes sin esperar de ella con expectativas personalizadas. Esto nos conecta con los acontecimientos desde un fondo esencial que es creativo y frontal. Entonces la participación se vuelve directa, constante, generosa y la resultante es mera consecuencia.

Apertura es tolerancia amplia, sin prejuicios, libre de rechazo o apego. Estos días resulta imprescindible cultivar una conciencia de apertura para discernir y no dejarse arrastrar por opiniones viscerales, interesadas o directamente mezquinas que disfrazadas de justas no hacen más que alimentar el odio y la violencia buscando su propio negocio. Apertura es una actitud que admite el error y escucha para corregir. Apertura es una condición que ofrece ayuda y propone opciones. ¿Se puede crear paz alimentando la furia? Es que a veces resulta urgente frenar y trascender nuestras preferencias para serenar el ánimo y vincularnos con los demás en una dimensión más profunda.

¿Cuál es la diferencia entre los buenos y los malos? Que los buenos somos siempre nosotros. ¿Ellos? Ellos siempre son los malos y resulta irremediable rechazarlos. Nada más efectivo para ratificarse como bueno que confinar el mal a una distancia prudente a fin de neutralizarlo. Nada alivia más que estar del lado de los buenos, de esos que tienen la valentía de identificar al mal encarnado en otros y eliminar el espacio de lo discutible. Con el mal no se conversa, se lo somete. De ambigüedades nada, incoherentes son ellos y a nosotros nos sobran argumentos… ¡Cómo tranquiliza ubicar al mal en algún lado fuera de nosotros mismos!

¿Qué relación hay entre lo bello y lo bueno? ¿Puede la belleza tener que ver con la moral? ¿Lo bello siempre es una invocación ética a hacer el bien? ¿Qué pasa cuando una propuesta estética es una genialidad que exalta el mal? ¿Te incomoda? ¿Deja de ser bella? ¿Nunca quisiste que el coyote se comiera crudo al correcaminos? ¿Seguro que no?

Algo interesante siempre surge de cuestionar creencias, de confrontar certezas que se dan por descontadas, de analizar naturalizaciones que no son otra cosa que construcciones orientadas a un fin. Después de todo, ¿ser es natural o un arte en construcción?

¡Qué tema es el perdón y el resentimiento acumulado que lo impide! A veces confundimos perdonar con olvidar el daño o creer que implica aprobar una conducta errada. Sin embargo, perdonar no exime de responsabilidad ni modifica un comportamiento que causó dolor sino elimina obstáculos en nuestro propio corazón y nos libera del control destructivo que las heridas abiertas ejercen sobre nosotros. Evaluar si es justo perdonar nos aleja de la posibilidad de deshacernos del desprecio que contrae nuestro corazón al vivir en el resentimiento. No deberíamos depender de cambios o reconocimientos ajenos para sanar nuestros sentimientos. Perdonar remite a nuestro mundo interno, es tarea de uno. ¿A qué conduce obstinarse en el enojo? ¿No será que nos identificamos con la herida y normalizamos el papel de víctima? ¿No será que tememos no saber quiénes somos si perdonamos y nos liberamos de la pena? ¿No será que deberíamos asumir lo que somos con aceptación humana dejando de depositar culpas por lo que no somos fuera de nosotros?
En fin… nada especial, las cosas son como son. La fragilidad de la vida muestra lo importante. Y siempre depende de nosotros qué miramos y qué hacemos con lo que vemos.

Estos días son ideales para abrirse a zonas inexploradas, reconciliarse con el tiempo improductivo, poner en juego las paradojas… Un tiempo para ahondar en el desierto de lo real, en la riqueza ilimitada del vacío fecundo. Un tiempo para elaborar sobre nuestras interpretaciones y construcciones de sentido para trascender las aparentes dicotomías que tanto tranquilizan. Un tiempo para abrazar la mística de la verdad y su carácter esquivo sin devaluarla con relativismos simplistas. Porque la mentira esconde una finalidad, no es porque sí; y hasta el autoengaño más elaborado que justifica lo incorrecto es insostenible para quien recupera el contacto con su interioridad.

Con la madurez, porque los años no son garantía, fructifica la observación reflexiva y viene en compañía de ciertas verificaciones significativas. Que la realidad humana es ambigua, fluctuante y compleja es una de ellas. Es notable como deja de tener sentido un mundo en que el bien, el mal, la verdad o la falsedad están tan claramente delimitados que no hay espacio para matices. Uno ve como se aleja el mundo de las certezas infantiles y las seguridades tan necesarias en otro tiempo. Uno siente la necesidad de andar por cuenta propia y descansar en el propio discernimiento aún al precio de no ser comprendido o aceptado. Es una necesidad que crece al amparo del autorrespeto, que busca alumbrar conclusiones en base a la experiencia directa y entendimiento de primera mano.  Es sorprendente cómo las diferencias dejan de ser obstáculo en las relaciones interpersonales. Es que la única divergencia real pasa por el nivel de conciencia y el único obstáculo para armonizar es el egoísmo.

Casi inadvertidamente, buscamos nuestro reflejo en la trampa de cualquier pantalla. Pero nuestra imagen real solo es reflejada por un espejo que nuestros hábitos extraviaron: el de la contemplación, el de los horizontes, el de la mirada profunda. Es el espejo que no refleja tu rostro ni tu silueta pero sí tu esencia: el del mundo natural.

Meditaciones de estación: La mujer que mira las vías.

El desenfreno de lo cotidiano puede confundirnos pero existe una cordura fundamental que mantiene cada cosa en pie. Por más astutas y elaboradas que sean nuestras respuestas, las preguntas nos trascienden y permanecen intactas. Si logramos atravesar los filtros ambiciosos con los que observamos la realidad y la incomodidad de la falta de explicaciones definitivas, es posible percibir el orden encantador con que la realidad se muestra. La vida es creación y promesa en cada nuevo instante y al mismo tiempo no tiene sentido aferrarse a nada.
El origen de la insatisfacción está en nuestro hábito de apegarnos al placer como si proporcionara algo real y constante. Esto es una verdadera ilusión. Sufrimos de insatisfacción porque atribuimos a nuestros objetos de deseo cualidades que no están en ellos sino en nuestra propia mente. Cultivar una mirada neutra en relación a todo y a todos es otra proyección ilusoria que nos aísla, nos niega a la vida y no resuelve.
Todos tenemos apego en diferente proporción a cosas, a personas, a situaciones y las queremos conservar, a veces con insensatez evidente. Es desde la insatisfacción que vemos el contraste entre lo cierto y lo errado, lo bonito y lo feo, lo que nos gusta y lo que no. Así es como evaluamos y juzgamos el mundo externo como distante del interno, que es «lo verdaderamente espiritual».

Vivimos en una cultura del éxito donde ser útil es fundacional. Parecería que sólo se es, si se es para algo y en función de un resultado. Como consecuencia lógica, la muerte es vista como el fracaso final y la vejez una anticipación de eso que es preferible no contemplar. No es casual que el elogio por excelencia al viejo sea «qué joven estás, para vos no pasa el tiempo». La enfermedad, que podría ser un momento para replantearse prioridades y observar la finitud con ojos despojados, fue convertida en un problema técnico a ser resuelto por la medicina. Lo importante es tener un buen seguro o prepaga…
Solemos ver nuestra vida como un camino, pero se asemeja más a una llama que se va gastando y que al consumirse totalmente se transforma en algo diferente. Que ese algo sea incierto parece justificar su negación. Pero la vida es entrega, cada momento morimos al pasado aunque a través de la memoria creamos que lo que fuimos está en algún lugar. El recuerdo entonces, se parece más a un artificio que busca aliviar la impermanencia como algo que se padece.

La renuncia (de la que suele hablarse en las distintas tradiciones espirituales), es una decisión profunda y sincera de salir de la frustración e insatisfacción que nos quita la serenidad y el equilibrio. A lo que hay que renunciar es a la posibilidad de estar satisfechos constantemente y así dejar de esperar de la vida lo no puede darnos.

De la visión utilitaria a la visión ilimitada.

Cuando las certezas logran ser consideradas como descansos en la incierta travesía de la vida, sentir confusión puede ser la gracia que nos invita a pensar. Evitamos lo que nos confunde como un acto de preservación, pero a veces, ese alguien que confunde llega como bendición a nuestras vidas. Porque unas pocas certezas utilitarias son suficientes para no cerrarse a la parcialidad de las respuestas que proporcionan la placentera sensación de seguridad y estar abiertos a lo asombroso de cada momento. Hay que aceptar que lo que registramos como conciencia y pensamiento es sólo un esquema limitado que resulta práctico y nada más. La exigencia es aceptar que no sabemos y no desesperar, porque muy a pesar de nuestras expectativas, no todo cierra y la mayoría de las veces las cuentas no dan. A tono con la paradoja, lleva tiempo aprender a expandir el oído para escuchar la interpelación del misterio en su horizonte infinito. Y con los ojos bien abiertos, omitir el afán de controlarlo e implicarse en su abismo.

Lo observado se vuelve un pensar poético cuando convoca a la metáfora para ampliar los límites. A veces las palabras entonan el ritmo al que parece mecerse el compás del momento. Son destellos indescriptibles que la memoria tratará de cobijar para luego poner en palabras, sin advertir que la vida convocará a otras voces para recrearlo. Porque curiosamente nunca nada parece irse del todo. De algún modo parece hospedarse en el silencio del que calla, y sin profanarlo con interpretaciones, escucha la lejanía del eco que lo precede.

Habitar la diferencia permite explorar lo desconocido y complejo que nos constituye sin renunciar a lo que nos aporta sentido al reconsiderar argumentos. Del encuentro con la diferencia uno no vuelve vacío sino siempre con algo,  con ese algo para analizar por fuera de la claustrofobia de certezas que determinan, a veces sin darnos cuenta, las propias ideas.
Paradójicamente, no todos necesitamos lo mismo ni somos iguales y ese otro, con su propio saber y perspectiva enriquece la propia historia y raíces. No se trata de eliminar las diferencias sino de vivir en ellas sin aplastar el horizonte homogeneizando lo diverso. Porque conocer al otro es, finalmente, conocerse a sí mismo.

Necesitamos aprender a ver  y  dejar de ratificar con la mirada lo que pensamos que vemos.  Libres de intenciones utilitarias.  Si reunimos el coraje de  ver  despojados  de  nuestros típicos agregados, captaremos  lo  propio  de  cada  cosa  sin cosmética,  sin reflejarnos  en lo observado, lo simple. (Alice White)

 

De la normalidad, los vínculos y la coherencia.

Vivir las relaciones cotidianas como si se tratara de un encuentro de opuestos nos hace asumir la posición que siempre hay algo que defender. El vínculo descentrado respecto a  la propia incerteza nos hace invalidar la opinión de los demás y crear en nuestra mente un clima de disputa. Es de vital importancia estar consciente de lo que uno hace y cuál es su causa para no vivir sometidos a las rigideces de nuestra personalidad. El hábito del autoexamen y la revisión de nuestras reacciones nunca es pérdida de tiempo. Es fundamental lograr identificar los patrones que orientan nuestras interpretaciones de la realidad a fin de sentir armonía interna. El viaje hacia adentro es también un viaje hacia los demás. Porque ese otro que ve diferente y opina distinto es, en cierto modo, la expresión de uno de esos yoes que viven en los recodos de nuestra propia mente. Porque el recurso de elegir convivir solo con quienes piensan igual a nosotros es como navegar en agua estancada.

Con asombrosa naturalidad tratamos a las personas, tal como si fueran objetos de consumo: De cada uno tomamos el sorbo que nos gusta y descartamos casi todo lo demás. Nada de vínculos integrales ni comprometidos, tanto más placentero fagocitarse lo útil del otro. Sociedad extraña la que da por sentado que las relaciones se pueden parcelar a cualquier costo para que sean satisfactorias al ego consumidor. Así los lazos humanos se vuelven anecdóticos, un recuerdo más acumulado para la edición de algún relato conforme al cuidado que la autoimagen demande. Nada de empatizar con circunstancias ajenas más allá de lo declarativo como parte de la simulación. Es que de algún modo, el vértigo de la emoción arrasó con el prestigio de la reflexión y nos deslizamos sobre la superficie de la realidad con la lógica de la variedad y lo circunstancial como modelo.

La pereza de la conciencia quizá sea la mayor de la inconsciencias. Ese no darse por enterado ni poner atención en saber qué pasa realmente, convierte a la distracción crónica en un estilo personal. ¡Ahí va el perezoso, orgulloso de su lote propio en la nube de los distraídos! Si en un rapto de empatía se te ocurre señalarle algo que comprometa su responsabilidad, lo descartará de plano con un rápido «no sé de qué me hablas». Claro está que la pérdida de sutileza en la lectura de lo que nos sucede no es gratis: Cada día se vive más alejado de uno mismo. Y esa desconexión con el ser más íntimo es el camino a la robotización, la pura fantasía de ser lo que no somos.

Cuando la indignación moral deviene en una expresión anónima que se amplifica a través de las redes y medios para retroalimentarse, es solo moralista. Enrolados en las «milicias del bien», las mayorías buenas dan cátedra de los debería y de los si se hubiera en un coro de dudosa coherencia. Resulta imprescindible poner cierta distancia para hacer una evaluación que atraviese lo aparente. Es que el pensamiento crítico requiere desapasionarse y silenciar la mente cargada de ideas revueltas, sesgadas y enmarcadas en unas creencias que resisten atrincheradas para dar el salto al frente en cuanto tienen la oportunidad.
La verdadera moral no opera sobre hechos consumados que ya son historia ni desde los egos autocentrados en sus propios intereses que argumentan y justifican. Lo peor de la subjetividad emerge cuando se disfraza de objetividad. ¿Lo que sucede nos gusta porque es bueno o es bueno porque nos gusta? ¿Cuáles son nuestras complicidades de hoy a la luz de sus inevitables consecuencias? ¿Cómo serían vistas nuestras acciones de hoy si las pensamos desde el futuro?

 

El gran riesgo de la normalidad es su permeabilidad. Asimilamos paulatinamente «lo normal»    hasta que  se  convierte en invisible.  De lo normal a la  normosis  (fantástico neologismo acuñado por Pierre Weil) hay un paso.  Vaya locura socialmente aceptada como normal, la que nos convierte en protagonistas de sufrimientos evitables…    (Alice White)

 

De la desintegración, los mapas y las etiquetas.

¿Son la naturaleza, el ser humano, la vida, la verdad o lo que es, unas realidades que pueden ser vistas como objetos de estudio? No me parece posible objetivar sin fraccionar y distorsionar la realidad. Es inevitable que sucedan controversias en torno a «las etiquetas y los mapas» que definimos en el afán de diferenciar. Así es como confundimos creencia con verdad y nos aferramos al cerco que delimita lo que hay que defender. Así nacen las ideologías que condicionan la interpretación de la realidad.
Es evidente que el pensamiento y su modelo mental consecuente tienen sus límites a la hora de tratar de comprender la naturaleza de lo real. Por eso se vuelve crucial la perspectiva, puesto que el punto de vista cambia el modo de aproximarse y conocer. Conviene reformular las supuestas certezas a la hora de abrir juicios hacia aquello con lo que confrontamos sin sentido: Estamos hablando idiomas diferentes.

En algún sentido, cada perspectiva de la verdad constituye el fruto de un razonamiento influido por las emociones que devienen de estar vivos. No nos damos cuenta de nuestros propios condicionamientos y solo los vemos en los demás. La desintegración y fragmentación que vemos en el mundo en el fruto de nuestras mezquindades, incoherencias y falacias reafirmadas por una mentalidad egoica que cree en sus propias ideas como si de la verdad última se tratara. Creemos vivir la vida que elegimos pero solo lo hacemos en la perspectiva de un parecer limitado que no se enriquece en el otro sino lo confronta en la descalificación. En este escenario todos perdemos. Percibimos la urgencia de un cambio, pero no será cualquier cambio el que materialice una realidad diferente. En lo más profundo de nuestras existencia colectiva, todo lo que conspira contra el bienestar y crecimiento es consecuencia de nuestras inconsciencias individuales. Debe cambiar el paradigma desde el que nos relacionamos, valorando y respetando las diferencias que no constituyen por sí mismas separación excluyente sino complementariedad. En el otro hay un yo que nos espera que no es separado de nosotros: El verdadero cambio es de conciencia.

La identificación con las creencias suele ser el mayor obstáculo para distinguir al dios de todas las cosas. Demos la bienvenida a las crisis que hacen tambalear la fe puesto que constituyen una oportunidad para revisar las certezas más cristalizadas que nos alejan de la verdad.

«Lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero.» (Simone Weil)

Del silencio y la verdad

Es en el silencio elocuente, en el espacio de soledad que alberga presencia compartida con nuestro ser más íntimo que emergen nuestras verdaderas necesidades. Eso que somos que reclama ser escuchado sin violencia. El peregrino de la Verdad viaja a su mundo interno, a su propio templo quieto, ajeno de toda influencia para descubrir la hondura que no tiene fronteras, que no discrimina ni segrega.

En ese espacio sagrado, el corazón abierto y anhelante puede fluir y la mente se aclara. El buscador encuentra sosiego al honrar su pequeñez y su grandeza, el misterio de lo inexplicable, la sabiduría escondida en cada detalle de lo manifestado en la creación.

Somos seres místicos en busca de sentido, atrapados en las cadenas de la sinrazón y tironeados por lo que manda la realidad de las mayorías. Pero hay un imán que tracciona a seguir con tenacidad, sabiéndonos huéspedes en este mundo de extremos. Porque creer y tener fe no implica sacarse la cabeza para entrar a templo sino quitarse el sombrero.

Dijo el Papa Francisco: «No creo en un Dios católico, pues no existe un Dios católico; el proselitismo es soberanamente absurdo; María al pie de la Cruz se rebeló contra Dios por haberse sentido engañada; el soberano pontífice no es quien para juzgar a los gay; aconsejo a los musulmanes que busquen consuelo espiritual en el Corán; la cultura del diálogo es el único camino para alcanzar la paz en el mundo; la laicidad del Estado es positiva para garantizar el pluralismo religioso; lo importante en la educación de los niños no es la religión en la que se los instruye sino que se les dé de comer; todos los hombres son hijos de Dios y se salvan, incluso los ateos; la fe es incompatible con la certeza, la antigua alianza nunca ha sido revocada y que los judíos no necesitan convertirse; el presidente uruguayo José Mujica (ateo, abortista y homosexualista) es un hombre sabio.»


«El mundo se acabará en medio de los aplausos de todos los graciosos que se creerán que es una broma». (Sören Kierkegaard, filósofo danés)

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De dogmas y verdades espirituales

En la necesidad de respuestas espirituales a la existencia del mundo que vivimos, el ser humano dispone de alternativas: Elegir las respuestas preconcebidas de «arriba hacia abajo» a partir de un dogma de fe religioso o elaborar sus propias respuestas a partir de los descubrimientos que la propia conciencia vaya logrando en un proceso de «abajo hacia arriba». 

Las verdades espirituales no buscan convencer a nadie, están allí para ser descubiertas a través del trabajo interno silencioso, sistemático y comprometido. El camino de descubrirlas puede resultar amenazador para las personas necesitadas de certezas urgentes que proporcionen la seguridad de un mundo estructurado. No obstante, la dicha de ir construyendo sentido a partir de la progresiva e incesante escalada de la conciencia es inmensamente superador.

Un camino espiritual implica la aplicación de métodos cuya validez deberá ser probada a través de la propia experiencia y no implica doctrina alguna a seguir. La eficacia del método y la dedicación personal quedarán determinadas a través de la comprensión y realización que vaya experimentando el viajero en su derrotero.

La tentación de seguir a alguien que «sabe más» o «ya comprendió» puede resultar orientadora en principio pero una trampa que delimita la frontera del pensamiento propio y el análisis de las situaciones de quien se para en sus propios pies. El descubrimiento interior definitivamente se torna imposible cuando el límite está establecido por un dogma que activa el miedo a la incertidumbre de no saber o no encontrar respuestas. Las diversas religiones ofrecen un entorno de protección a la semilla para crecer al amparo de las respuestas correctas. El enfoque teísta ofrece una perspectiva de la espiritualidad humana. Pero es solo al reconocer los miedos e iluminarlos con exploración personal que será posible seguir en el camino de la conciencia que se abre paso descubriendo por sí misma las respuestas que se validan en la propia comprensión silenciosa. En este proceso consiste el autoconocimiento que crea autoconciencia y nos vuelve responsables de nuestras acciones.

Requiere paciencia y compasión hacia uno mismo. Y amor por la verdad.

 

Para reflexionar:
Incapaces de explorar la realidad por nosotros mismos y de juzgarla con criterios propios, nos aferramos a las verdades que nos suministra la autoridad, nuestro gran punto de referencia.
Educados desde pequeños para rechazar la duda y la indefinición en nosotros y en los demás, corremos a ser clasificados y etiquetados por la sociedad y como los anticuerpos de un organismo, atacamos visceralmente al que no sea debidamente clasificable, pues pone en duda nuestras confortables estructuras mentales.
Abrazamos colores y banderas y firmamos convencidos el contrato de las creencias y las ideologías, aquel que nos garantiza que la “verdad” está de nuestra parte y que ya no es necesario que volvamos a pensar o juzgar caso por caso, pues es la propia creencia adquirida la que hará el trabajo por nosotros.
Dividimos así el mundo en buenos y malos, con la tranquilidad que nuestro rebaño es el que sigue el camino correcto y que nuestro pastor es el único que tiene buenas intenciones.
Es muy cómodo vivir así: las cadenas instaladas en nuestra psique impiden que nada se remueva en nuestro interior y que el escalofrío recorra nuestras espaldas por hacernos demasiadas preguntas.
Y abandonados a este agarrotamiento de nuestra mente y de nuestros instintos, podemos sentarnos en nuestro sofá y disfrutar de la rutina hipnótica diaria: el bombardeo incesante de impulsos que desfilan ante nosotros en forma de millones de imágenes, noticias y datos que ingerimos y regurgitamos sin parar, sin llegar a digerir ni su contenido ni su mensaje, sin tiempo para asimilar o juzgar lo que implican, ni oportunidad de asociarles la debida carga emocional. Así caemos en la apatía y finalmente nada nos importa.

Aturdidos e insensibilizados, acabamos estando tan vivos como un espejo, que solo refleja la vida procedente del exterior, rebotando sin pensar las imágenes que le son suministradas.
Y así nace nuestro gran sueño social: ser reflejados por los demás espejos, aunque sea devolviendo una imagen grotesca y distorsionada de lo que somos; pero poco nos importa: somos capaces de humillarnos por nuestro minuto de fama, de rebajarnos hasta el esperpento con el fin de conseguir ser reflejados por los demás ni que sea solo una vez.
Eso nos hace sentir “vivos”.
En eso se ha convertido nuestro mundo: en algo superficial, sin profundidad, donde la anécdota y la apariencia nos sirven de excusa para no afrontar nuestra triste realidad.
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