De la hondura radical y la espiritualidad sin cosmética.

¿Quién elige lo que pienso? ¿Cuál es el yo a cargo? ¿Soy capaz de darme cuenta o sólo me volví habilidoso para relatar la diferencia? Esta es la gran distinción entre ser consciente, despertar a la dimensión espiritual que me constituye y el sólo haberme identificado con una creencia que le da forma a lo que pienso y me hace sentir la seguridad de la pertenencia. La identificación es una forma que toma el ego para sentir que existe. Lo que hace al ámbito de la espiritualidad tan difícil de acotar es justamente la subjetividad que cobra la experiencia y por eso es espacio propicio para el cocoliche, el todo vale y el mensaje «happy flower». Pero conocerse en profundidad, no es como «ir a la casa de la tía».

La tendencia a quedar atrapado en un punto de vista restringido es muy humana. Nos hace sentir seguros. Parece que la biología ama la simplificación y nos ayuda entonces a sacar conclusiones parciales como si fueran la verdad revelada. Sucede que eso que llamamos «la realidad» es multidimensional y si fragmentamos la mirada solo conectamos con un aspecto de ella, con un nivel. Cada análisis de una situación tiene «algo» de verdad. Y lamentablemente, las mayores atrocidades humanas también se cometen en este nivel de análisis absoluto.
Me parece que la tarea humana fundamental es salir del reino de los opuestos integrando la mirada contemplativa a la vida activa. Disponemos de un recurso absolutamente ilimitado: El territorio fértil de la conciencia, donde cabeza y corazón encuentran cohesión. Allí, lo aparente se disuelve.

La sustancia espiritual que aporta la experiencia directa no admite comparación. Por eso es tan personal y transformadora.

Disfruto poner atención en el brote. Es una experiencia intensa observar cómo, a veces con muy poco a favor, se abre paso buscando aire y cielo. La espiritualidad también es un brote que busca espacio en nuestra humana existencia. Me gusta cultivarla porque crece con bríos y descubro a su ritmo los espejismos que nos dividen de la mano de la percepción errada. A veces tan posicionados en los extremos no nos damos cuenta que sutilmente hay un eje que atraviesa todos los polos y contrastes creando un surco invisible que es invitación a reunirse en la hondura del acuerdo.
A veces nos creemos tan diferentes… Basta con poner la mirada en el final de la vida para ver cómo todas las diferencias pierden entidad y qué tan parecidos somos.

A veces es bueno inclinarse ante el abismo, ese misterio que la vida nos regala en lo natural, eso que pasando no cesa en su continuo llegar e irse. Entonces el abismo se vuelve cercano, tanto que renunciamos a todo intento por comprenderlo.

Ser parte de una ideología política o fe religiosa son acompañadas con demasiada frecuencia de consecuencias negativas similares. Cuanto más intensa la pertenencia menor lucidez, capacidad de discernir y ecuanimidad para opinar.
La necesidad de pertenencia es a veces tan intensa que somos capaces de sacrificar la libertad a cambio de las supuestas ventajas de ser parte y volvernos visibles a través del grupo. Buscamos inconscientemente identificarnos con algo todo el tiempo, mientras esa identificación nos hace sentir seguros, refugiados, como una forma de alivio a ese sustrato de angustia del que es imposible deshacerse porque es inherente al hecho de estar vivo y no saber, solo la certeza que vamos a morir y nos iremos como llegamos: solos y sin nada. Creo que la única pertenencia que no condiciona ni somete es la que acepta la vida tal como es, con sus opuestos y sus matices. Nos hace ser parte sin renunciar a otra cosa que al ego de ser alguien que puede dominar algo. ¿Será tan difícil admitir íntimamente y convivir con la idea de ser individualmente poco necesarios para la vida en su conjunto? ¿Será tan sofisticado, en el mientras tanto, ser compasivo con uno mismo y con los demás como forma de estar en el mundo?

De las palabras y su valor vinculante.

El fenómeno de la vida es independiente de las etiquetas con que nombramos lo que pasa o la forma en que describimos lo que sentimos. Aún así necesitamos de las palabras y a veces nos aferramos a ellas en exceso sin analizar ni considerar implicancias. Pero la vida no es desde nuestra perspectiva sino a pesar de ella, del propio sueño personalizado que cataloga, clasifica y controla. Tanto que valoramos y defendemos nuestras opiniones sin darnos cuenta que filtran la percepción y a la hora de la verdad no cuentan. Es ese afán desesperado de no dejar de ser alguien que nos hace identificarnos con nuestros puntos de vista entallando el traje que nos calzamos cada día al abrir los ojos para salir al imaginario ruedo en que convertimos lo cotidiano. Es que la imagen de nosotros mismos que cuidadosamente construimos, nos hace sentir vistos por los demás, valorados, protegidos, seguros de existir. Pero nada ni nadie es más importante ni superior a nada porque la dimensión en que el todo armoniza implica la importancia relativa de cada cosa. Claro está, la mente parece no distinguirlo y trata de imponer su lógica cargada de condicionamientos. Casi sin darnos cuenta, incorporamos lo que pomposamente llamamos verdades y sin pudor, en su extremo, las consideramos universales haciendo más evidente nuestra visión autocentrada. Es que resulta imprescindible evaluar que tan diferentes somos, diferentes no sólo porque practicamos rituales caprichosos o nos separan malentendidos culturales. Indudablemente debe haber una razón para la alteridad y salir al encuentro del otro a partir de las coincidencias probablemente sea el camino más sabio.

En la difusa frontera del día y la noche mora la nostalgia de la duda, la sombra de lo incierto que es umbral a lo desconocido. Las palabras, arquitectas de la trama que incesantemente tejemos, buscan sosiego en el silencio, allí en el olvido donde sólo quedan sus huellas. También necesitan dejarse ir para no perderse. (Alice White)

A veces usamos palabras por costumbre o porque quedan bien, mientras que los hechos dejan ver que no se corresponden con su significado. Así pasa con la palabra compañero, cuando no hay el mínimo compañerismo o colega, cuando sólo se comparte título pero no la camaradería. Casi que el trabajar en el mismo ámbito u organización confirma el uso apropiado del término sin más análisis.

Pero dentro de este tipo de expresiones quizá la palabra hermano sea la más maltratada. Es que cuando el que habla no es el sentimiento se convierte en una etiqueta artificial más.
Un hermano es el que está ahí todo el tiempo, siempre disponible para escuchar y acompañar con la suficiente empatía como para respetar nuestro espacio y dejar saber que contamos con él. Aún cuando exista alguna clase de discordia, las dudas nos invadan y las pruebas sean severas, todo queda de lado frente a la urgencia porque lo que prevalece es procurarse el bien mutuo como prioridad.
De nada sirve llamarse hermanos porque se pertenece al mismo grupo religioso, deportivo, político, ideológico o espiritual para reafirmar la identificación si no se siente y se vive con sinceridad. Porque las formas pueden ser muy cuidadas pero la incoherencia queda a la vista a poco de observar con algo de detenimiento. Es que la uniformidad doctrinaria o de pensamiento no hacen más hermanos a los seres humanos sólo por compartir con alegría, fe y esperanza si frente a una diferencia de opinión el amor fraterno se desvanece.

Fruto del amor sincero es lo que uno honra y lo que cultiva poniendo interés auténtico. Conviene revisar de vez en cuando los lugares comunes y clichés en los que quedamos ridículamente atrapados dando exhibición de nuestra falta de congruencia interna.
Frente a la inmediatez y la superficialidad que parece apoderarse de todos los ámbitos del quehacer humano confío que mientras haya reflexión y personas dispuestas a no claudicar hay esperanza.

De la magia de percibir la esencia.

La naturaleza dotó a la luz con la imaginación más refinada. Los colores son su lenguaje y con ellos juega para deleitarnos. Belleza diversa, precisa y siempre sorprendente que transforma lo que vemos casi inadvertidamente. La luz altera lo que toca y el color le pone pasión. Nuestra tímida luz interior reconoce la bendición de percibir la presencia que nos convierte en testigos. ¿Cómo sería el mundo sin color? La pregunta me causa escalofríos.
 
«El ojo le debe su existencia a la luz… que se baña y se recrea en la fiesta prodigiosa de la belleza y de la vida.» (Goethe)
Una buena vida es solo una colección de buenos rituales que le permitan a uno transitar el camino con serenidad y sentido, oliendo el perfume que trae cada mañana, sintiendo la vitalidad del rocío y recreando la voluntad de asombrarse. Solo es cuestión de encontrar un ritmo, hacerlo propio y apoyarse en él para conectar con el centro de la vida: La esencia.

La comprensión esencial nos llama a la presencia. Lo que es, se vuelve existente con nuestra atención. En el plano del pensamiento conceptual nos inventamos razones y argumentos que en realidad nos alejan de la esencia. La verdadera naturaleza de las cosas es una experiencia espiritual de claridad y comprensión que se despliega internamente. La conciencia simplemente ilumina silenciosamente el pensamiento, la percepción y pone orden al conocimiento relativo que ya tenemos.

Algunas buenas preguntas que cuestionen lo aparente desmantelan cualquier fachada y habilitan la vía de la presencia, la libertad y de lo que quizá sea la máxima experiencia espiritual: Reconocer la vida en su esplendor con todos sus matices y reconocerse en ese contexto.

/Well I knew
What I didn’t want to know
And I saw
Where I didn’t want to go
So I took the path less traveled on
And I’ll let my stories be whispered
When I’m gone… When I’m gone When I’m gone
When I’m gone

Well in this life you must find something to live for
Cause when the darkness comes a callin’
You’ll go back to where you were before
Cause this life is as
Fragile as a dream, and
Nothing’s ever really
As it seems… As it seems As it seems
As it seems
Well I lost my innocence when in I let him dive
But the way that he looked at me
Made me feel alive
And now I know
Nothin’ at all
But the release that comes when you’re
In mid fall… In mid fall  In mid fall
In mid fall

Cause in this life you must find something to live for
Cause when the darkness comes a callin’
You’ll go back to where you were before
Cause this life is as
Fragile as a dream, and
Nothing’s ever really
As it seems… As it seems


Bueno, yo supe 
Lo que no quería saber 
Y vi dónde no quería ir

Así que tomé el camino menos transitado  
Y voy a dejar que mis historias susurren 
Cuando me haya ido … Cuando me haya ido Cuando me haya ido… Cuando me haya ido 

Bueno, en esta vida hay que encontrar una razón para vivir 
Porque cuando la oscuridad hace una llamada
Vas a volver a donde estabas antes 
Porque esta vida es tan 
Frágil como un sueño, y 
Nada es realmente 
como parece … Según parece…Según parece… Según parece 

Bueno, yo perdí mi inocencia, cuando  lo dejé entrar 
Pero la forma en que me miró 
Me hizo sentir viva 
Y ahora sé 
Nada en absoluto 
Salvo  la liberación que viene cuando estás 
A mediados de otoño… A mediados de otoño… A mediados de otoño…A mediados de otoño 

Porque , en esta vida hay que encontrar una razón para vivir 
Porque cuando la oscuridad hace una llamada
Vas a volver a donde estabas antes 
Porque esta vida es tan 
Frágil como un sueño, y 
Nada es realmente 
como parece … 
Según parece 

De la obstinación por tener razón y la sensación de estar equivocado.

La mayoría de nosotros hace todo lo posible por evitar pensar que la propia opinión está equivocada. Nos produce una profunda incomodidad la idea de la equivocación y preferimos dejarla en abstracto, como algo que puede suceder en lugar de contemplar la posibilidad que estemos afirmando como válido ahora mismo, algo que es un error. Nos va la vida en la opinión, estar equivocados nos expone y preferimos vivir en la burbuja de nuestra percepción correcta aún al costo de los perjuicios que causa.

Pero somos falibles, vulnerables, nos equivocamos. Somos humanos y eso incluye estar errados. La obstinación por tener razón es un verdadero problema para la vida personal y como colectivo social, al haber construido «la cultura de lo correcto» como la forma de tener éxito en la vida. Insistimos en tener razón porque nos hace sentir inteligentes, responsables, virtuosos y seguros.

Suele suceder que sentirse equivocado nos provoca emociones devastadoras tales como la vergüenza o la inadecuación. Darse cuenta que uno está equivocado no se siente nada bien y preferimos pensar, aún semiconscientes del error, que estamos en tierra firme. Así es como ciegamente, a pesar de estar equivocados, nos podemos sentir igual que si tuviéramos razón y muy sólidos en defensa de nuestra equivocación.

Confiar demasiado en la sensación de estar en el lado correcto de algo puede ser muy peligroso no solo para nosotros mismos sino para los demás, puesto que no es una guía confiable de lo que realmente está sucediendo en el mundo exterior. Cuando actuamos como si esa sensación lo fuera y dejamos de evaluar la posibilidad de estar equivocados es cuando nos exponemos a convertir el error en un problema mayor en lo práctico.

Nuestras creencias no son el espejo perfecto de la realidad pero al  considerarlas como tal, se vuelve imperativo convencer a los demás. Es a partir de allí que entran en escena, una serie de suposiciones desafortunadas como considerar que los demás son ignorantes y no logran comprender perdiéndose la posibilidad de iluminarse. Si el desacuerdo persiste, entonces los consideramos tontos, porque a pesar de contar con la valiosa información que nosotros mismos tratamos de aclararles, persisten en el error. Y cuando todo eso no funciona, cuando resulta que la gente que está en desacuerdo tiene frente de sí los mismos hechos que nosotros y realmente son bastante lúcidos, entonces pasamos a la suposición extrema: saben y entienden la verdad de la cosa pero la distorsionan deliberadamente.

Este apego a la razón propia nos impide evitar errores, algo absolutamente necesario por lo delicado de los hechos que puede estar atendiendo y, al mismo tiempo, daña las relaciones interpersonales. Lo más desconcertante es que nos aparta de nuestras humanas necesidades compartidas. Esta persistencia en imaginar que nuestras mentes son ventanas perfectamente traslúcidas como para ver hacia afuera y describir el mundo tal como se revela, nos lleva a pretender que todo el mundo mire por la misma ventana y vea exactamente lo mismo. Pero eso no es la verdad, el gran desafío humano es nuestra capacidad para tener distintas perspectivas y armonizar en las diferencias en la búsqueda del bien común.

En lo personal, realmente creo que la única forma de recuperar el sentido de opinar, discrepar y acordar es mantenernos humildes y no perder de vista que podemos estar equivocados. Todas esas certezas que en algún momento aportaron sentido pueden derrumbarse en un abrir y cerrar de ojos. Si uno realmente quiere redescubrir la maravilla de estar vivo,  tiene que apartarse de ese pequeño y aterrado espacio de las propias razones y mirar alrededor, a los otros, contemplar la inmensidad, la complejidad, el misterio del universo y pensar: «¡Qué sé yo!»

De las misceláneas, las ideas y la necesidad de atraparlas.

Casi todos los días salgo a caminar por el barrio por una hora aproximadamente. Viviendo en una zona verde y con el Río de la Plata cerca, es un verdadero privilegio que la vida me regala el poder disfrutarlo. Es un tiempo y espacio que gozo plenamente, pensando sobre algún tema específico que demanda atención, dejándome llevar por la brisa aquietando con naturalidad los pensamientos o contemplando como la luz del sol se filtra entre los árboles casi jugando con las sombras. Siempre hay algo para asombrarse, que conmueve o provoca admiración. A veces disfruto de mi propia interioridad con la plenitud y el agradecimiento de contar con la fortuna de poder elegir cómo vivo cada día.

En ese ir y venir, aparecen ideas que trato de evitar que se escapen de la cabeza y me prometo anotar en cuanto regrese a casa en esa libreta que guarda sigilosamente en apretadas síntesis el producto de esas caminatas. No siempre sucede ni cada vez me acuerdo de la idea que parece más genial al olvidarla. Pero aquí comparto algunas de esas notas que desordenadamente esperan ser desarrolladas en un futuro:

– Me gusta, no me gusta. Interpretamos la vida desde la parcialidad de los lentes de nuestras preferencias. En un peregrinaje que enamora y repudia, con la ligereza de la inmadurez inconsciente, nos pasamos el tiempo manipulando cosas y personas para complacernos en un afán insaciable, en una manifestación de lo violentos que podemos ser. Meditar es tirarse de cabeza a esa verdad y asimilarla con humildad. Hay muy poca genialidad en la realidad de nuestro estado cotidiano. Solo podemos captar con plenitud el misterio de la vida cuando también nos aceptamos en nuestras dimensiones oscuras.

– Por distantes que parezcan dos puntos, estos se pueden unir. Lo realmente importante es tener varios de ellos. Cuantos más poseamos, más posibilidades de unión habrá. Cada uno tiene sus puntos. Lo importante es combinar y unirlos en nuestro día a día para tener una vida más rica, mágica y sorprendente.

– Algo muy dentro nuestro pide a gritos intimidad y profundidad. En la era de la aceleración, nada puede ser más estimulante que ir lento. En la era de la distracción, nada es más lujoso que prestar atención. En la era del constante movimiento, nada es tan urgente como quedarse inmóvil. Viajar es bello pero la mejor manera de cultivar una mirada atenta y apreciativa es ir a ninguna parte y simplemente sentarse a contemplar y contemplarse.

– La polarización y las generalizaciones son simples manifestaciones de intolerancia. En el emporio de los buenistas siempre hay un vocero dispuesto a recrear la noción de nosotros y ellos con el disimulado filo del que piensa con criterio cuando no hace más que defender su propia ideología. Aceptar, tolerar y respetar tienen que dejar de ser bonitos conceptos para convertirse en una forma de estar en el mundo.

– Deambulando entre la poética de la presencia y la ética de la ausencia, hastiados del maniqueo pragmatismo, nos refugiamos en la celebración de nuestras propias conjeturas devenidas en convicciones. Sin opinar ni comprometernos, disfrazados de juglares de lo virtuoso, solemos jugar a la aceptación envueltos en el rechazo disimulado.
¿Será que la emoción sentida es producto de una idea o previa a ella? La vida es un fenómeno condicional e implica la aceptación voluntaria de la incertidumbre como su eje constitutivo. Pero es lógico que el pensamiento que se piensa a sí mismo no lo pueda ver. Probablemente, una dosis de humildad y conciencia de nuestra falibilidad den como resultado acciones que reflejen la verdad de nuestras necesidades humanas comunes.

– Hay una luz de conciencia que brilla a través de cada uno de nosotros y nos guía a casa, y nunca estamos separados de esta conciencia luminosa más de lo que las olas se separan del océano. La conciencia amorosa es nuestra más profunda naturaleza. Confiando en esto, el corazón se abre para cualquier cosa y con ello a las bendiciones de la libertad, la vida plena y la respuesta sabia. Cuando confiamos en que somos el océano, no tenemos miedo de las olas. Nuestro verdadero refugio es lo que somos.
Vivir en una forma ética nos puede sintonizar con el dolor y las necesidades de los demás, pero cuando nuestro corazón está abierto y despierto a la vida, cuidamos por instinto. Este amor es incondicional y se expande de adentro hacia afuera donde hay miedo y sufrimiento. Cuando nuestro corazón está disponible para todo, somos tocados por la belleza, la poesía y el misterio que inunda la vida. Como hijos del asombro, agradecidos por caminar esta tierra, de pertenecer unos con otros y con la creación, podemos encontrar nuestro verdadero refugio en cada momento, en cada respiración.

– Hace falta cultivar una mente humilde y despierta al asombro para habitar en el corazón de la paradoja de un mundo cambiante, donde conviven lo bello y lo doloroso. Reconocer y aceptar que no lo sabemos todo ni siquiera de aquello que creemos saber y que probablemente nunca lo sabremos. Más allá de nuestras preferencias solo vemos una pequeña parte de las cosas.

– Cada vez que interpretamos un hecho estamos fertilizando el terreno para que brote una creencia. Nos buscamos una explicación intelectual que la apoye y luego nos aferramos al dogma resultante. No hay correcto o incorrecto, solo hay estados de conciencia diferentes para hacer la interpretación. Todo es cambio en esta vida y cuando el yo se empeña en tener una visión estática se atrapa en su propias etiquetas. No importa en lo que creas. Esa creencia no puede cambiar lo que es.

– Vivir con silencio interno es un acto de entrega a la vida, un ofrecerse sin idealizar a la experiencia de estar vivo con aceptación. En la medida que practicamos la espiritualidad hacia adentro se disfruta del camino del silencio puesto que en el contacto con nuestro centro más profundo sentimos lo simple que nos unifica.
Uno puede verbalizar la experiencia de forma religiosa o espiritual pero el contacto con el centro es el mismo porque está en la naturaleza humana. La vida desde el centro habita en la percepción de lo simple.

Somos una paleta de contradicciones. De tanto en tanto pintamos algunas coherencias que nos conectan con esas verdades que nos igualan. En el mientras tanto hacemos lo que podemos para gestionar nuestras angustias.

Lady Funny, tan cándida como el lunes lo hace posible luego de un fin de semana de amigos a puro sol, se encontró a desayunar con Pedro, el gurú de todas y todos en el gym para retomar su disciplinada rutina de autocuidado:
– Pedro, necesito ayuda, estoy desorientada: ¿es verdad, como dicen las canciones, que el amor todo lo puede?
– Querida Lady Funny, es verdad. Pero harías bien en no creerlo.

Del miedo, los mandatos y otros venenos.

“Todo aquello que cultivas, crece”, dicen los maestros de las distintas tradiciones.

La mayoría de nosotros creció en el paradigma de la existencia de buenos y malos. Los malos tenían una cara muy vívida que se debía identificar para mantenerse a salvo como estrategia  de supervivencia.

“¡El miedo nos mantiene vivos!”, proclamaban nuestros padres y educadores con sentencia de verdad. Definían el hecho de estar vivos bajo el concepto del sobrevivir biológico. Así crecimos, el hilo de un pensamiento unido a otro se convirtió en un alambre y luego en un sólido hábito. Frente al estímulo adecuado, rápidamente se activan los mecanismos de “a salvarse…”, rudimentarios mecanismos de defensa como reflejo de un luchar o huir del ataque inminente.

Pero el miedo tiene otra cara: Mata esperanzas, sueños y oportunidades. Mata el coraje, la individualidad y mutila el amor. Navegar la vida sobrecargado por el miedo es como tratar de nadar contra la corriente llevando tres capas de ropa de lana. El intento se vuelve agotador y pone en peligro la propia vida que se intenta proteger. Si no dejamos esa carga se diluye la esperanza de sobrevivir y mucho menos prosperar.

Tal vez la verdadera sabiduría para vivir consista en aprender a atravesar las aguas, que hay fuerzas fuera de nuestro control y debemos convivir con los enigmas sin resolver y los misterios sin solución. Con ese fin, probablemente lo más sabio sea liberarse de una de las cargas más pesadas: El miedo.

El miedo es el único oponente real de la vida. Un adversario traicionero e inteligente, indecente y sin misericordia que ataca los aspectos más débiles de nuestra personalidad con asombrosa infalibilidad. Suele disfrazarse a través de la duda moderada y deslizarse por la mente con amabilidad para crear ansiedad. La razón se nubla y la capacidad de discernir cae. La ansiedad se convierte en temor y el miedo invade el cuerpo que acusa a través de sus síntomas que algo malo está pasando.

A partir de ese estado no es difícil que se tomen decisiones precipitadas y la confianza caiga derrotada. En este contexto, el miedo, que no es más que el resultado de una percepción, triunfa sobre el Yo.

El miedo a la muerte es un miedo ancestral  con visos de tragedia en nuestro mundo occidental. No se percibe la muerte del lado de la vida, como un efecto natural. Es un miedo infantil que luego acompaña al adulto que no transitó la muerte del falso yo, del ego y su construcción social con sus posesiones que hace posible nacer a una vida sin miedo.

El miedo al amor le sigue cuando vamos creciendo. Nos desespera no ser queridos y nos apegamos en lugar de amar. La confusión se hace extrema al punto que consideramos que el amor duele.

El miedo al fracaso nos hace adultos. No nos enseñaron a ver el fracaso como un aprendizaje, como una oportunidad de cambio sino que aprendimos a ser valorados en base a los éxitos, a ser mejores que otros.

Y es así como luego tenemos miedo de casi todo: De las relaciones que se terminan, de las criaturas que mueren, de los pesticidas, de tener hijos, de no tenerlos, de la enfermedad, de ser atropellado por un camión o un tren, de los tiburones y las cucarachas, de rompernos el cuello y quedar paralizados, de perder la mente y de ser diferente, de llegar a viejos y estar solos y pobres, de ser feos, de las pandemias y del fin del mundo.

El mapa de los tesoros de la vida se oculta tras estos velos trágicos y terminamos viviendo en un universo domesticado como actores de reparto. Pero sobrevivimos hasta la muerte en un devenir que no puede estar más lejos de la vida.

La buena noticia es que todo cambia cuando nos enfrentamos a estos monstruos ocultos en el armario y nos convertimos en capitanes del navío llamado «nuestra vida» en busca de un destino que depende de cada decisión que tomamos. Porque nada significa nada hasta que acordamos una descripción simbólica y le asignamos autoridad. Las sombras pueden ser aterradoras en nuestra imaginación y muy reales, pero se vuelven pequeñas cuando cambiamos el ángulo de la luz.

La verdad de nuestra impermanencia y de todo lo que existe desarma los miedos. La aceptación los empequeñece y el agradecimiento a lo bello de la vida los torna inofensivos. No es fácil, pero es simple.

«Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de los cuales nunca sucedieron» (Michel de Montaigne)

De las explicaciones y argumentos.

Solemos darnos explicaciones para aliviarnos. Es que el miedo es un compañero fiel de nuestra condición humana y nos angustia la incertidumbre de no poder controlar lo que nos sucede cotidianamente. A veces creemos haber trascendido la necesidad de tenerlo todo controlado, nos sentimos muy inclusivos aceptando al que piensa diferente por el simple hecho de no contradecirlo pero luego el cuerpo en el que habitamos nos envía las señales de malestar. Es que nuestras vísceras suelen pensar con coherencia… y no cambian de opinión como nuestra mente.

La percepción selectiva suele escoger cuidadosamente sus testigos cuyo testimonio es consecuente con la necesidad que los invitó a ser parte. Los argumentos a favor de la creencia son siempre convincentes para quien la detenta. Así es como nos convencemos de lo que deseamos percibir y de la ficción en la que decidimos mantenernos.

La mayoría de nuestras decisiones son emocionales y las justificamos con argumentos lógicos porque nos consideramos seres racionales. Pero la autoconciencia requiere práctica para llevarla a un nivel superior al de ser conscientes de estar vivos y vinculados al mundo. No es solo eso. Podemos vivir el sueño de la ilusión pensando que estamos despiertos, conscientes, atentos y que somos rápidos y claros en nuestras decisiones. Pero sin virtud transformamos la práctica en un recurso útil y solamente eso. No alcanza con creernos lúcidos y aplicar herramientas prácticas sino que es necesario concentrarnos en determinar si lo que hacemos nace del amor o del miedo como premisa fundamental de nuestras acciones. Porque nuestra espiritualidad se deja ver, fluye como el río buscando su cauce y no requiere demostración de sus márgenes. Así como las flores, somos abiertos y receptivos al suave rocío y cerrados a la rigidez del aguacero.

Un asiduo visitante de la catedral de los fierros, ateo reconocido y orgulloso de serlo, casi increpó a Pedro, pacífico gurú del gym, con una pregunta crucial: 

– «¿Existe realmente un Dios?»

– «Para serte completamente sincero, no tengo respuesta», respondió Pedro.

– «Caramba, ¡eres ateo!

– «¡Claro que no! El ateo comete el error de negar algo de lo que no puede decirse nada. Y el teísta comete el error de afirmarlo.», contestó Pedro revolviendo el fondo de su licuado de zanahoria y apio porque era lunes.

Del apego, de creer y ver.

Muchas veces vivimos creyendo que «tenemos los ojos abiertos», «que estamos despiertos» y por eso a nuestra conciencia no se le escapa nada de lo que sucede. Cabría preguntarse cuánto de válido tiene esa confianza en estar comprendiendo. Las formas que toma el apego a las ideas y las explicaciones que nos damos para fundamentar aquello que nos hace sentido o satisface las necesidades básicas de afecto, cuidado, pertenencia se vuelven sutiles para saltear cualquier filtro primario. Pero una mente que vive obsesionada por las cosas que obtiene y la vivencia de logro no puede ver incluso lo obvio. Lo aparente confunde y transforma en ilusión lo que percibimos como real.

Es inclusive en la búsqueda legítima de paz o amor que nos apegamos al identificarnos con la idea que tenemos de lo que significan y cómo se manifiestan. Nos relacionamos con la idea o con el concepto de la paz o el amor como algo que construimos o hacemos pero no con su sentido consciente que solo es accesible a través la experiencia cuando el «yo chiquito» no está allí. Incluso llegamos al absurdo de buscar la experiencia para unirnos al «club de los experimentadores de paz y amor». Podemos vivir ciegos a esa verdad y sentir felicidad. Y es válido como forma de seguir adelante en la vida sin derrumbarse al no tener de donde sostenerse o tomar soporte. Aunque en absoluto es la representación de la pureza de la paz o el amor sino formas de apego a esos conceptos. Confiarse en una percepción subjetiva con el peso de la verdad es garantía de conflicto seguro con otros que no acuerden con ella. Casi sin darnos cuenta podemos construir nuestro propio dogma personal, ese que provoca que todo lo que se aparte al sistema de creencias propio, moldeado con rigurosa meticulosidad a lo largo de la búsqueda de respuestas, sea erróneo o simple ignorancia.

Los seres humanos somos entidades psicosomáticas complejas, individuos únicos y diferentes, vulnerables desde distintos ángulos y aspectos. Aceptarlo es una forma de comenzar a conocernos verdaderamente y no como manera de tapar otras necesidades psicológicas. Las necesidades del alma fluyen en el movimiento de la vida sin forzar las formas ni maneras y se expresan sin esperar ser validadas por ninguna pertenencia.

El individuo que ha logrado independizar su capacidad de elegir de cualquier forma de apego vive consciente, en libertad, se observa imparcialmente para discernir, no juzga a los otros sino los abraza con compasión desde su propia vulnerabilidad. El amor hacia sí mismo se expresa al respetar a los demás en sus propias necesidades aunque no las viva como tales.

Y como dice nuestro querido Pedro, el silencioso maratonista de la vida desde su costado más pragmático: «Porque no es suficiente hacer esfuerzos, pasarla mal y sufrir con resignación. No es cuestión de pasarse la vida chupando limones porque uno ama la sabiduría, la verdad y desea ser honesto. Estamos en esta vida para estudiarnos a nosotros mismos pero solo es posible mirando nuestro corazón con bondad dentro de nuestra horrible y deprimente confusión. Sin bondad, humor y compasión hacia lo que vemos la honestidad se vuelve un lugar sórdido y nos sentimos desgraciados.
Por eso, coraje pero con cordura, firmeza pero con suavidad. Siempre con delicadeza y cordialidad hacia lo que vemos en nuestro corazón para hacernos amigos de eso que vemos con altas dosis de compasión y cuidado.»

De la percepción mental y las ideas.

Las cosas no son, sino que devienen. La contemplación sensible nos permite percibir el cambio perpetuo en cada cosa. Los sentidos nos engañan, cometemos muchos errores y la supuesta percepción mental nos somete a contradicciones permanentes. Lo aparente confunde y transforma en ilusión lo que percibimos puesto que percibir un hecho es diferente en cada uno.

Confiarse en una percepción subjetiva con el peso de la verdad es garantía de conflicto seguro con otros que no acuerden con ella. También es necesario aceptar que cada uno piensa como puede y con lo que puede. El punto es no ser intolerante ni querer imponer como verdadera una simple opinión personal y validarlo con el engañoso «todos nosotros» nacido en la endogamia de ideas. La solapada práctica de rechazo y segregación eclipsa toda posibilidad de verdad porque es un telón de fondo sin colores que no permite renovar ni robustecer una mirada que integra de manera pacífica.

 

«La unidad es la variedad, y la variedad en la unidad. Es la ley suprema del universo.» (Isaac Newton)

 

«Si no podemos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos a que el mundo sea un lugar apto para ellas.» (John Kennedy)

De la realidad y los hábitos

La realidad es compleja, sin precedentes en el acto de abordarla e irrepetible a cada instante. Que el mundo es cambiante e inseguro es un hecho objetivo que solo puede cambiar si decido «creer» que no es así. Pero eso no cambia al mundo con su incerteza cotidiana sino que condiciona la percepción de lo real a partir del consuelo de las certezas que operan como filtro. Abrazar la ambiguedad del presente nos da la oportunidad de ser íntegros y adoptar una conducta ética. El apego a la seguridad de lo conocido y el miedo a lo desconocido representan una amenaza a nuestra integridad y nos pone a merced de nuestros hábitos más arraigados.
Espiritualidad es compromiso con un autoconocimiento honesto, sin falsos refugios, con el objetivo de exponer contradicciones internas y transformar hábitos que nublan el mundo que vemos.

 «Quien quiera cambiar encontrará buenas razones para hacerlo.» (André maurois)

«El Método Perfecto no conoce dificultades, salvo que rehúsa hacer preferencias. Sólo cuando está libre de odio y amor, se revela plenamente sin disfraz. Basta la diferencia de un décimo de pulgada, para que cielo y tierra se separen. Si deseas verlo con tus propios ojos, no fijes tu pensamiento en su favor ni en su contra.»(D. T. Suzuki)

 Imagen