¿Quién elige lo que pienso? ¿Cuál es el yo a cargo? ¿Soy capaz de darme cuenta o sólo me volví habilidoso para relatar la diferencia? Esta es la gran distinción entre ser consciente, despertar a la dimensión espiritual que me constituye y el sólo haberme identificado con una creencia que le da forma a lo que pienso y me hace sentir la seguridad de la pertenencia. La identificación es una forma que toma el ego para sentir que existe. Lo que hace al ámbito de la espiritualidad tan difícil de acotar es justamente la subjetividad que cobra la experiencia y por eso es espacio propicio para el cocoliche, el todo vale y el mensaje «happy flower». Pero conocerse en profundidad, no es como «ir a la casa de la tía».
La tendencia a quedar atrapado en un punto de vista restringido es muy humana. Nos hace sentir seguros. Parece que la biología ama la simplificación y nos ayuda entonces a sacar conclusiones parciales como si fueran la verdad revelada. Sucede que eso que llamamos «la realidad» es multidimensional y si fragmentamos la mirada solo conectamos con un aspecto de ella, con un nivel. Cada análisis de una situación tiene «algo» de verdad. Y lamentablemente, las mayores atrocidades humanas también se cometen en este nivel de análisis absoluto.
Me parece que la tarea humana fundamental es salir del reino de los opuestos integrando la mirada contemplativa a la vida activa. Disponemos de un recurso absolutamente ilimitado: El territorio fértil de la conciencia, donde cabeza y corazón encuentran cohesión. Allí, lo aparente se disuelve.
La sustancia espiritual que aporta la experiencia directa no admite comparación. Por eso es tan personal y transformadora.
Disfruto poner atención en el brote. Es una experiencia intensa observar cómo, a veces con muy poco a favor, se abre paso buscando aire y cielo. La espiritualidad también es un brote que busca espacio en nuestra humana existencia. Me gusta cultivarla porque crece con bríos y descubro a su ritmo los espejismos que nos dividen de la mano de la percepción errada. A veces tan posicionados en los extremos no nos damos cuenta que sutilmente hay un eje que atraviesa todos los polos y contrastes creando un surco invisible que es invitación a reunirse en la hondura del acuerdo.
A veces nos creemos tan diferentes… Basta con poner la mirada en el final de la vida para ver cómo todas las diferencias pierden entidad y qué tan parecidos somos.
A veces es bueno inclinarse ante el abismo, ese misterio que la vida nos regala en lo natural, eso que pasando no cesa en su continuo llegar e irse. Entonces el abismo se vuelve cercano, tanto que renunciamos a todo intento por comprenderlo.
Ser parte de una ideología política o fe religiosa son acompañadas con demasiada frecuencia de consecuencias negativas similares. Cuanto más intensa la pertenencia menor lucidez, capacidad de discernir y ecuanimidad para opinar.
La necesidad de pertenencia es a veces tan intensa que somos capaces de sacrificar la libertad a cambio de las supuestas ventajas de ser parte y volvernos visibles a través del grupo. Buscamos inconscientemente identificarnos con algo todo el tiempo, mientras esa identificación nos hace sentir seguros, refugiados, como una forma de alivio a ese sustrato de angustia del que es imposible deshacerse porque es inherente al hecho de estar vivo y no saber, solo la certeza que vamos a morir y nos iremos como llegamos: solos y sin nada. Creo que la única pertenencia que no condiciona ni somete es la que acepta la vida tal como es, con sus opuestos y sus matices. Nos hace ser parte sin renunciar a otra cosa que al ego de ser alguien que puede dominar algo. ¿Será tan difícil admitir íntimamente y convivir con la idea de ser individualmente poco necesarios para la vida en su conjunto? ¿Será tan sofisticado, en el mientras tanto, ser compasivo con uno mismo y con los demás como forma de estar en el mundo?