Cuando las certezas logran ser consideradas como descansos en la incierta travesía de la vida, sentir confusión puede ser la gracia que nos invita a pensar. Evitamos lo que nos confunde como un acto de preservación, pero a veces, ese alguien que confunde llega como bendición a nuestras vidas. Porque unas pocas certezas utilitarias son suficientes para no cerrarse a la parcialidad de las respuestas que proporcionan la placentera sensación de seguridad y estar abiertos a lo asombroso de cada momento. Hay que aceptar que lo que registramos como conciencia y pensamiento es sólo un esquema limitado que resulta práctico y nada más. La exigencia es aceptar que no sabemos y no desesperar, porque muy a pesar de nuestras expectativas, no todo cierra y la mayoría de las veces las cuentas no dan. A tono con la paradoja, lleva tiempo aprender a expandir el oído para escuchar la interpelación del misterio en su horizonte infinito. Y con los ojos bien abiertos, omitir el afán de controlarlo e implicarse en su abismo.
Lo observado se vuelve un pensar poético cuando convoca a la metáfora para ampliar los límites. A veces las palabras entonan el ritmo al que parece mecerse el compás del momento. Son destellos indescriptibles que la memoria tratará de cobijar para luego poner en palabras, sin advertir que la vida convocará a otras voces para recrearlo. Porque curiosamente nunca nada parece irse del todo. De algún modo parece hospedarse en el silencio del que calla, y sin profanarlo con interpretaciones, escucha la lejanía del eco que lo precede.
Habitar la diferencia permite explorar lo desconocido y complejo que nos constituye sin renunciar a lo que nos aporta sentido al reconsiderar argumentos. Del encuentro con la diferencia uno no vuelve vacío sino siempre con algo, con ese algo para analizar por fuera de la claustrofobia de certezas que determinan, a veces sin darnos cuenta, las propias ideas.
Paradójicamente, no todos necesitamos lo mismo ni somos iguales y ese otro, con su propio saber y perspectiva enriquece la propia historia y raíces. No se trata de eliminar las diferencias sino de vivir en ellas sin aplastar el horizonte homogeneizando lo diverso. Porque conocer al otro es, finalmente, conocerse a sí mismo.
Necesitamos aprender a ver y dejar de ratificar con la mirada lo que pensamos que vemos. Libres de intenciones utilitarias. Si reunimos el coraje de ver despojados de nuestros típicos agregados, captaremos lo propio de cada cosa sin cosmética, sin reflejarnos en lo observado, lo simple. (Alice White)