De la esencia del ser y su espiritualidad.

Para muchas personas profundamente espirituales, la palabra «Dios» no aporta sentido ni resulta relevante. ¿Por qué entonces deberíamos reducir la necesidad humana derivada de su dimensión espiritualidad a ese término? Lo que vuelve relevante a las palabras es la experiencia a la que están asociadas. Hay personas que sienten la interconexión con todo lo existe en una intensa experiencia de pertenencia y a partir de entonces la expresión «todos somos uno» cobra una nueva significación. Para otras la pertenencia se expresa en «humanidad compartida».

En esta existencia nuestra donde la dualidad y la polaridad están tan arraigadas, solemos identificar al corazón como el lugar de los sentimientos en contraposición a la mente como el espacio de pensamiento. Pero al hacerlo nos desconectamos de la esencia del ser que está conformada por la totalidad de lo que somos. Esa verdad esencial clama por una dimensión de acuerdos donde varía nuestro decir pero en un marco ético común arraigado esta raíz central.

El eje de la fe en una vía de realización o camino espiritual no está constituida por un conjuntos de enseñanzas o nociones que incorporamos intelectualmente sino en experiencias de silencio absolutamente personales a partir de la cuales sentimos lo que nos pertenece radicalmente y a lo que pertenecemos de manera desbordante. Algunos llaman a esta vivencia dicha suprasensorial o éxtasis espiritual.

Inevitablemente, la experiencia misma será interpretada por el intelecto pasando a través de nuestro sistema de creencias y filtros emocionales. De allí derivan las asociaciones que pueden resultar en conflicto: Es lo que sucede cuando la interpretación deviene en la doctrina religiosa y degenera en el dogma único verdadero. Luego, la pertenencia se ve limitada a aquellos que piensan del mismo modo y sostienen ese mismo dogma.

Llegados a este punto, debemos recuperar nuestras raíces comunes a través de la voluntad y una convicción ética sin moralinas que establezcan que «hay que hacer ésto en lugar de aquello». No hay juez más genuino que nuestra propia conciencia.

La autoridad última en materia espiritual reside en el interior cada uno de nosotros. El núcleo de nuestro ser reconoce el valor del camino elegido, acepta su autoridad y celebra la riqueza de su libertad. El silencio se vuelve entonces, el espacio sagrado donde la conciencia se reencuentra a sí misma.

 

 

De la religiosidad irresponsable a la fe responsable: La religión del corazón.

¿Por qué nuestras respuestas a los problemas éticos de la actualidad son tan ineficaces y anémicas? Muchas veces me lo he preguntado: ¿por qué respondemos así? Me viene a la mente por lo menos una explicación, y es la que quisiera compartir con ustedes aquí.

Nuestros parámetros éticos actualmente están desarraigados de sus raíces religiosas; han quedado separados de su fuente original. Tenemos por delante, por lo tanto, la gran tarea de volver a enraizar a la ética en la religión.

¿Qué quiero decir con esto? No estoy hablando de religiones, sino de Religión. Esta Religión, subyacente a todas las religiones, y a partir de la cual todas las religiones nacen, es la religión del corazón. Primero debemos aclarar qué entendemos por “corazón”. Correctamente entendido, el corazón representa a la persona humana completa, el centro más íntimo de nuestro ser; expresa el todo, no una parte.

Para que puedan comprenderlo, recurro a la experiencia de cada uno de ustedes. Únicamente si lo que estoy diciendo es verdadero según sus experiencias, entonces sí es verdadero. Digo esto porque algo puede ser verdadero para mí, pero si no lo es según la experiencia personal de cada uno, esa verdad se torna irrelevante. Por eso, les pido que constantemente corroboren lo que les voy diciendo con su propia experiencia.

Doy por sentado que todos nosotros hemos tenido la experiencia de vivir esos momentos en los cuales la Religión se cimienta. Noten que hablo de experiencia, no de nociones aprendidas en la iglesia, en la escuela o en casa. La religión se basa en la experiencia.

La experiencia religiosa básica varía mucho entre persona y persona; sin embargo, hay algo en común que siempre está presente: el sentimiento de una pertenencia desbordante. Estoy diciendo en dos palabras algo que necesita ser desarrollado, explorado y explicado. De todos modos, espero que sirva como indicativo para que cada uno descubra las raíces de su propia religiosidad.

Preguntémonos: ¿Acaso nuestra religiosidad no se basa en alguna experiencia que tuvimos? Y esta experiencia, ¿no ha sido sino un sentimiento de pertenencia, de una pertenencia desbordante? No quiero especificarlo más. Para muchas personas profundamente religiosas, el término “Dios” no tiene ninguna relevancia; ¿por qué entonces obligarlas a usar ese término? La religión no comienza cuando aprendemos la noción de Dios, sino que nace de la experiencia personal, del experimentar una pertenencia desbordante y radical.

Ahora bien, algunos de nosotros nos sentimos cómodos, quién más, quién menos, llamando “Dios” a aquella realidad última a la que sentimos que pertenecemos. Otros tienen exactamente la misma experiencia, pero prefieren no llamarla Dios. Personalmente, nunca estoy seguro si me siento cómodo o no con el término “Dios”. Quizás no, dado que este término puede ser tan fácilmente malinterpretado. Sin embargo, pertenezco a una tradición que le da el nombre de Dios a aquella realidad; por eso, al hablar desde esta tradición, me resulta conveniente llamarla Dios.

Debemos ahora preguntarnos: ¿Qué hacemos con esa experiencia? ¿Qué hacemos con esa profunda experiencia religiosa del corazón, esa conciencia de una pertenencia ilimitada? Más allá de que pertenezcamos a tal o cual tradición religiosa (o a ninguna), inevitablemente haremos tres cosas con esa experiencia. Dado que es una experiencia del corazón (es decir, de toda la persona), se ven involucrados en ella la inteligencia, la voluntad y los sentimientos.

En primer lugar, el intelecto interpreta la experiencia. Esto es inevitable; incluso en caso que digamos “en mi religión personal, la experiencia religiosa no puede ser interpretada”, esto ya es una interpretación. Al negar que pueda ser interpretada, ya la estamos interpretando en un sentido negativo. Esto ya sería suficiente; sin embargo, la mayoría de las personas, y todas las tradiciones religiosas, van más allá. De la interpretación de la experiencia nace la doctrina religiosa. Debemos evitar que la doctrina devenga en dogmatismo; de todos modos, siempre se tiene una doctrina, un dogma en el sentido amplio del término. Siempre se da una interpretación intelectual de la experiencia religiosa básica.

Lo siguiente que hacemos con la experiencia es aceptar, de algún modo, nuestra pertenencia. Éste es el papel que juega la voluntad. Sin embargo, el intelecto suele ponerle límites. A pesar de que sentimos una pertenencia ilimitada, no actuamos en consecuencia. Por ejemplo, actuamos como si perteneciéramos solo a quienes sostienen nuestros mismos dogmas. La pertenencia que experimentamos es ilimitada, y no se reduce a los seres humanos; por el contrario, se abre a los animales, las plantas, el planeta, todo el universo.

Aquí es donde la ética entra en juego. Nuestra voluntad actúa ante la experiencia religiosa, y es allí donde la moral tiene sus raíces. Si pertenecemos, debemos actuar en consecuencia; y es de este modo en que la ética se constituye en parte de la religión. La moral es un aspecto importante de la religión, es cierto; pero no por ello deja de ser un aspecto menor. Debemos recordar esto constantemente, ya que la mayoría de las religiones con las que estamos familiarizados en Occidente acentúan demasiado el aspecto ético de la religión; son exageradamente moralistas. La moral a veces parece haberse tragado sus raíces religiosas; de aquí que constantemente escuchemos sermones diciendo “haz esto – no hagas esto otro”. Nadie puede sentirse particularmente atraído por este tipo de sermones. Podemos aceptarlos, pero solo si tenemos razones para ello; y las razones religiosas son las únicas razones de peso como para hacerlo. Si somos honestos con nosotros mismos, reconoceremos que estamos dispuestos a aceptar nuestros códigos éticos como las implicaciones morales de nuestra experiencia religiosa.

Hemos visto entonces que esa experiencia religiosa primordial, en la que experimentamos una pertenencia universal, encuentra su expresión en la doctrina, la moral y los rituales. Ahora bien, debemos evitar que la doctrina devenga en dogmatismo, la moral en moralismo, los ritos en ritualismo. ¿Cómo lograrlo?Hay un tercer aspecto. Nuestros sentimientos también actúan ante la experiencia de pertenencia universal; la celebran. Podemos celebrar nuestra experiencia religiosa de diversas formas, y de aquí nacen los rituales. No pensemos solo en los rituales de las grandes religiones; cada uno de nosotros puede tener rituales de los que quizás nunca hemos dicho nada a nadie. Pese a ser rituales propios, no compartidos con nadie, son rituales genuinos. Si de niños evitábamos religiosamente pisar las grietas en la acera*, quizás esto se remonta a nuestra experiencia religiosa primordial; quizás era parte de nuestro ritual. Los adultos a veces complicamos los rituales, haciéndolos prácticamente equiparables a episodios psicóticos en miniatura. De todos modos, todos necesitamos tener rituales, y si no los recibimos de una tradición religiosa, terminamos inventando nuestros propios ritos.

En toda religión sana, la moral, la doctrina y los rituales están arraigados en la autoridad del corazón (y recordemos que el corazón representa la persona en su totalidad). La doctrina interpreta intelectualmente la experiencia religiosa, lo cual es importante; sin embargo, somos mucho más que puro intelecto: solo el corazón puede dar una respuesta completa a la experiencia religiosa. Si a la doctrina en que creemos la analizamos constantemente desde el corazón, evitaremos que nuestra religión caiga en el dogmatismo. Si a nuestras convicciones éticas las confrontamos constantemente con el corazón, evitaremos el moralismo religioso. Y si a nuestros rituales los referimos constantemente al corazón y a aquella experiencia original de pertenencia desbordante, evitaremos que nuestra religión caiga en el ritualismo. En síntesis: la persona en su totalidad debe dar una respuesta religiosa; no el intelecto solo, ni la voluntad sola, ni los sentimientos solos.

La pregunta básica es: “¿Cuál es la autoridad máxima que rige la religiosidad de cada uno de nosotros?” Si uno responde, por ejemplo, “la Biblia”, entonces debe preguntarse: “¿Y quién me convence que la Biblia tiene esa autoridad?” (Para otras personas, la autoridad máxima estará en el Corán o en otras escrituras sagradas). ¿Quién le confiere autoridad a la Biblia? ¿Acaso no es mi propio corazón el que libremente reconoce esa autoridad como válida? Si continuamos preguntándonos, arribaremos a la conclusión de que la autoridad última en materia religiosa reside en cada uno de nosotros.

Notemos bien que digo “reside en nosotros”. No estoy diciendo que nosotros “somos” la autoridad religiosa; sostenerlo sería un disparate. Únicamente si la autoridad reside en nosotros puede ser reconocida fuera nuestro. El corazón “reconoce” a la autoridad en un triple sentido de la palabra. El intelecto reconoce a la autoridad identificándola como tal. La voluntad la reconoce aceptando sus exigencias. Los sentimientos reconocen a la autoridad en el sentido que la captan como algo que merece ser honrado y celebrado. Únicamente entrando en juego la inteligencia, la voluntad y los sentimientos es que la autoridad es reconocida de todo corazón.

En el momento en que aceptamos la responsabilidad de reconocer a la autoridad religiosa con el corazón, entonces nuestra fe se hace adulta. Es entonces cuando pasamos de una religiosidad irresponsable a una fe responsable. Dar este paso trae consecuencias importantísimas.

Fuente: BroDavid Steindl-Rast, extractado de http://www.viviragradecidos.org/

De nuestras elecciones, los velos y lo genuino.

Cuando nos iniciamos en las prácticas que proponen las tradiciones orientales solemos fascinarnos y hasta llegamos a creer que por fin encontramos lo que buscábamos. Todas las respuestas nos hacen sentido. En cada explicación encontramos coherencia y vamos reconstruyendo casi inadvertidamente un nuevo sentido que reemplaza al anterior. Porque como adultos, todos llegamos con nuestro propio equipaje de creencias culturales y hábitos arraigados que condicionan nuestras interpretaciones.

Pero la realidad dista mucho de ser tan fácil como tamizarla con un nuevo sistema de creencias que reemplace al maltratado racionalismo occidental. Hace falta desarrollar un criterio propio que nos permita distinguir aquellos principios que son de aplicación universal de enseñanzas asociadas a una doctrina que trae novedad y frescura a nuestras argumentaciones pero sigue siendo una explicación parcial influida por una cosmovisión diferente.

Tomemos como ejemplo el extraordinario valor que se le da a «la experiencia» en el marco oriental  en contraposición al «pensamiento racional» en occidente. Buda dijo: No creas en nada porque otros lo digan, porque lo digan las tradiciones o te lo enseñen. Solo cree en aquello que hayas experimentado, verificado y aceptado después de someterlo al dictamen del discernimiento y a la voz de la conciencia.

Es fundamental no caer en el reduccionismo de creer que la experiencia personal y subjetiva valida con el peso de la verdad evidente a todo aquello que sentimos. Que algo sea vivido como una verdad que da sentido no significa que sea auténtica para todos ni le da el valor de principio o verdad universal. No olvidemos que la experiencia es también un método científico válido que no se refiere a esta clase de vivencias. Por otra parte, la afirmación atribuida a Buda señala el experimentar y luego filtrar a través del discernimiento y la conciencia como evidencia categórica de la necesidad de cultivar la capacidad de discernir y una conciencia clara. Y no es un tema menor, puesto que todos podemos experimentar algo que reafirma lo que creemos verdad y nubla nuestra claridad para discernirlo como verdadero o falso.

  “Identificarse con los propios estados mentales es la condición natural del ser humano; 

observarlos no es propio de esa condición, es el resultado de un entrenamiento,

algo así como un ejercicio de esquizofrenia controlada” (Chantal Maillard)

Zambullirse en lo nuevo y diferente puede ser una muy buena práctica espiritual para desarrollar la apertura y reconocer nuestros condicionamientos pero luego hace falta apelar a la integración con nuestros propios valores y «logros occidentales» en materia de conocimiento. No somos la mitad de un cerebro que ve solo racionalmente o solo emocionalmente sino un todo que busca la unidad para descansar y sostenerse en su equilibrio vital.

Incorporar el silencio interno a nuestra vida es un ofrecerse y confiar pero sin idealizar la experiencia. La espiritualidad que indaga la verdad y no se resigna al falso refugio de las respuestas preconcebidas es un viaje hacia la hondura de nuestro propio centro. Si no estamos en contacto con el eje de la vida que reside en ese mundo interno tomaremos como auténtico una simple interpretación que puede carecer de valor para el resto de las personas. La espiritualidad está impregnada de realidad o se convierte en otra forma dogmática de dominación y control pero con olor a incienso e iluminada por velas.
La vida desde el centro habita en la percepción de lo simple. Pero no hay ninguna lógica en afirmar que sea fácil.

 

El discípulo (que ya tenía su propio grupo a cargo) estaba preocupado y acudió al viejo maestro para plantear su dilema:

– Maestro, llevo tiempo en el camino, ¿tiene sentido seguir en el estudio y la duda?
Luego de un silencio que parecía no tener fin, el maestro respondió:
– La persona espiritualmente madura lee y sigue estudiando para desafiar sus certezas dejando un espacio llano para dudar y habitar en la pregunta. El espacio del no saber (que no es nihilismo ni ignorancia) es el ámbito abierto y receptivo que viabiliza la opción que trae novedad a su reflexión. El diferente y sus ideas son bienvenidos a ese espacio.
La persona que transita la etapa infantil de la espiritualidad (que no tiene que ver con el tiempo sino con el estado de su conciencia) habla con otros, se informa y lee para autoconfirmarse en sus certezas. Su seguridad reside en la uniformidad de pensamiento, le teme al diferente y ve como una amenaza angustiante que el distinto lo provoque en sus certidumbres.
Ya es tiempo para que saques tus propias conclusiones.

De la libertad de elegir y el discernimiento.

El que algo sea normal no significa que sea lo correcto. El que la mayoría lo haga no significa que sea la mejor opción. Muchas veces adoptamos un modo de proceder por costumbre, seguimos un dogma porque otros lo hacen o por la comodidad que la vía ofrece el dejar en manos de terceros la necesidad de tomar decisiones.

Cuando nuestro compromiso espiritual es fuerte se vuelve sólida la necesidad de tomar de decisiones por nosotros mismos y volvernos más claros para distinguir lo apropiado para nuestra propia empresa de vivir. Pero desmantelar el conjunto de creencias e ilusiones que dieron forma a nuestra identidad y que ya no nos sirven, lleva tiempo y dedicación consciente para atender los sentimientos que descubrimos y las emociones que emergen con descontrol: «Simple, pero no fácil», dicen los maestros de todas las tradiciones.

Con la comprensión nos volvemos receptivos y permeables al cambio abriéndonos a la posibilidad de asistir a nuestras pequeñas grandes muertes cotidianas: al autoengaño, a la falsa identidad, a las creencias que dieron forma a nuestra relación con la realidad. Pero digámoslo sin dar vueltas: Morir al ego de lo que no somos causa mucho dolor y angustia, a veces acompañado de una sensación de estar cerca de un final macabro. Y es por eso que resulta fundamental recuperar la dignidad de quienes somos, integrando la verdad olvidada a nuestra experiencia vital más profunda, con el fin de posibilitar el despliegue de nuestra capacidad de discernir frente a las escenas y nuestro tránsito por ellas.

Las crisis vitales que inevitablemente atravesamos en el camino son una poderosa enseñanza que estimulan el discernimiento espiritual auténtico. Cuando nos animamos a abrir la ventana de la plenitud y reconocer los rincones del miedo y la desesperanza se inicia el verdadero proceso de vivir haciendo la opción consciente de morar en la verdad. La claridad al percibir los hechos nos vuelve más sutiles y permite transitar el agudo filo de la transformación de adentro hacia afuera. No hay atajos, necesitamos conocernos.

El gato del monasterio (cuento zen)

El maestro y sus discípulos comenzaron su meditación de la tarde. 
El gato que vivía en el monasterio hacía tanto ruido que distrajo los monjes de su práctica,
así que el maestro dio órdenes de atar al gato durante toda la práctica de la tarde.
Cuando el profesor murió años más tarde, el gato continuó siendo atado durante la sesión de meditación. Y cuando, a la larga, el gato murió, otro gato fue traído al monasterio y siendo atado durante las sesiones de práctica.
Siglos más tarde, eruditos descendientes del maestro escribieron tratados sobre la significación espiritual
de atar un gato para la práctica de la meditación.

Del apego, de creer y ver.

Muchas veces vivimos creyendo que «tenemos los ojos abiertos», «que estamos despiertos» y por eso a nuestra conciencia no se le escapa nada de lo que sucede. Cabría preguntarse cuánto de válido tiene esa confianza en estar comprendiendo. Las formas que toma el apego a las ideas y las explicaciones que nos damos para fundamentar aquello que nos hace sentido o satisface las necesidades básicas de afecto, cuidado, pertenencia se vuelven sutiles para saltear cualquier filtro primario. Pero una mente que vive obsesionada por las cosas que obtiene y la vivencia de logro no puede ver incluso lo obvio. Lo aparente confunde y transforma en ilusión lo que percibimos como real.

Es inclusive en la búsqueda legítima de paz o amor que nos apegamos al identificarnos con la idea que tenemos de lo que significan y cómo se manifiestan. Nos relacionamos con la idea o con el concepto de la paz o el amor como algo que construimos o hacemos pero no con su sentido consciente que solo es accesible a través la experiencia cuando el «yo chiquito» no está allí. Incluso llegamos al absurdo de buscar la experiencia para unirnos al «club de los experimentadores de paz y amor». Podemos vivir ciegos a esa verdad y sentir felicidad. Y es válido como forma de seguir adelante en la vida sin derrumbarse al no tener de donde sostenerse o tomar soporte. Aunque en absoluto es la representación de la pureza de la paz o el amor sino formas de apego a esos conceptos. Confiarse en una percepción subjetiva con el peso de la verdad es garantía de conflicto seguro con otros que no acuerden con ella. Casi sin darnos cuenta podemos construir nuestro propio dogma personal, ese que provoca que todo lo que se aparte al sistema de creencias propio, moldeado con rigurosa meticulosidad a lo largo de la búsqueda de respuestas, sea erróneo o simple ignorancia.

Los seres humanos somos entidades psicosomáticas complejas, individuos únicos y diferentes, vulnerables desde distintos ángulos y aspectos. Aceptarlo es una forma de comenzar a conocernos verdaderamente y no como manera de tapar otras necesidades psicológicas. Las necesidades del alma fluyen en el movimiento de la vida sin forzar las formas ni maneras y se expresan sin esperar ser validadas por ninguna pertenencia.

El individuo que ha logrado independizar su capacidad de elegir de cualquier forma de apego vive consciente, en libertad, se observa imparcialmente para discernir, no juzga a los otros sino los abraza con compasión desde su propia vulnerabilidad. El amor hacia sí mismo se expresa al respetar a los demás en sus propias necesidades aunque no las viva como tales.

Y como dice nuestro querido Pedro, el silencioso maratonista de la vida desde su costado más pragmático: «Porque no es suficiente hacer esfuerzos, pasarla mal y sufrir con resignación. No es cuestión de pasarse la vida chupando limones porque uno ama la sabiduría, la verdad y desea ser honesto. Estamos en esta vida para estudiarnos a nosotros mismos pero solo es posible mirando nuestro corazón con bondad dentro de nuestra horrible y deprimente confusión. Sin bondad, humor y compasión hacia lo que vemos la honestidad se vuelve un lugar sórdido y nos sentimos desgraciados.
Por eso, coraje pero con cordura, firmeza pero con suavidad. Siempre con delicadeza y cordialidad hacia lo que vemos en nuestro corazón para hacernos amigos de eso que vemos con altas dosis de compasión y cuidado.»

De dogmas y verdades espirituales

En la necesidad de respuestas espirituales a la existencia del mundo que vivimos, el ser humano dispone de alternativas: Elegir las respuestas preconcebidas de «arriba hacia abajo» a partir de un dogma de fe religioso o elaborar sus propias respuestas a partir de los descubrimientos que la propia conciencia vaya logrando en un proceso de «abajo hacia arriba». 

Las verdades espirituales no buscan convencer a nadie, están allí para ser descubiertas a través del trabajo interno silencioso, sistemático y comprometido. El camino de descubrirlas puede resultar amenazador para las personas necesitadas de certezas urgentes que proporcionen la seguridad de un mundo estructurado. No obstante, la dicha de ir construyendo sentido a partir de la progresiva e incesante escalada de la conciencia es inmensamente superador.

Un camino espiritual implica la aplicación de métodos cuya validez deberá ser probada a través de la propia experiencia y no implica doctrina alguna a seguir. La eficacia del método y la dedicación personal quedarán determinadas a través de la comprensión y realización que vaya experimentando el viajero en su derrotero.

La tentación de seguir a alguien que «sabe más» o «ya comprendió» puede resultar orientadora en principio pero una trampa que delimita la frontera del pensamiento propio y el análisis de las situaciones de quien se para en sus propios pies. El descubrimiento interior definitivamente se torna imposible cuando el límite está establecido por un dogma que activa el miedo a la incertidumbre de no saber o no encontrar respuestas. Las diversas religiones ofrecen un entorno de protección a la semilla para crecer al amparo de las respuestas correctas. El enfoque teísta ofrece una perspectiva de la espiritualidad humana. Pero es solo al reconocer los miedos e iluminarlos con exploración personal que será posible seguir en el camino de la conciencia que se abre paso descubriendo por sí misma las respuestas que se validan en la propia comprensión silenciosa. En este proceso consiste el autoconocimiento que crea autoconciencia y nos vuelve responsables de nuestras acciones.

Requiere paciencia y compasión hacia uno mismo. Y amor por la verdad.

 

Para reflexionar:
Incapaces de explorar la realidad por nosotros mismos y de juzgarla con criterios propios, nos aferramos a las verdades que nos suministra la autoridad, nuestro gran punto de referencia.
Educados desde pequeños para rechazar la duda y la indefinición en nosotros y en los demás, corremos a ser clasificados y etiquetados por la sociedad y como los anticuerpos de un organismo, atacamos visceralmente al que no sea debidamente clasificable, pues pone en duda nuestras confortables estructuras mentales.
Abrazamos colores y banderas y firmamos convencidos el contrato de las creencias y las ideologías, aquel que nos garantiza que la “verdad” está de nuestra parte y que ya no es necesario que volvamos a pensar o juzgar caso por caso, pues es la propia creencia adquirida la que hará el trabajo por nosotros.
Dividimos así el mundo en buenos y malos, con la tranquilidad que nuestro rebaño es el que sigue el camino correcto y que nuestro pastor es el único que tiene buenas intenciones.
Es muy cómodo vivir así: las cadenas instaladas en nuestra psique impiden que nada se remueva en nuestro interior y que el escalofrío recorra nuestras espaldas por hacernos demasiadas preguntas.
Y abandonados a este agarrotamiento de nuestra mente y de nuestros instintos, podemos sentarnos en nuestro sofá y disfrutar de la rutina hipnótica diaria: el bombardeo incesante de impulsos que desfilan ante nosotros en forma de millones de imágenes, noticias y datos que ingerimos y regurgitamos sin parar, sin llegar a digerir ni su contenido ni su mensaje, sin tiempo para asimilar o juzgar lo que implican, ni oportunidad de asociarles la debida carga emocional. Así caemos en la apatía y finalmente nada nos importa.

Aturdidos e insensibilizados, acabamos estando tan vivos como un espejo, que solo refleja la vida procedente del exterior, rebotando sin pensar las imágenes que le son suministradas.
Y así nace nuestro gran sueño social: ser reflejados por los demás espejos, aunque sea devolviendo una imagen grotesca y distorsionada de lo que somos; pero poco nos importa: somos capaces de humillarnos por nuestro minuto de fama, de rebajarnos hasta el esperpento con el fin de conseguir ser reflejados por los demás ni que sea solo una vez.
Eso nos hace sentir “vivos”.
En eso se ha convertido nuestro mundo: en algo superficial, sin profundidad, donde la anécdota y la apariencia nos sirven de excusa para no afrontar nuestra triste realidad.
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De búsquedas, de espiritualidad, de preguntas, de misterios.

Pedro, mi amigo el Gurú del Gym, es un sujeto cercano, sensato, muy aterrizado. Solemos mantener conversaciones amenas alrededor de cuestiones cotidianas sobre las que generalmente encontramos puntos de encuentro. La ventaja de dialogar con él es que no tiene la necesidad imperiosa de imponer su punto de vista ni de tener razón. Como buen pensador y buscador de la verdad siempre está atento a aquello que llega a su presente para enriquecerlo y volverlo más sabio.

Café mediante, en el improvisado bar del Templo de los Fierros, solemos hablar sobre la dimensión espiritual de la existencia humana con apasionamiento y encontrando profundidad en la reflexión para demostrarnos que no es el lugar, ni el ambiente, ni las condiciones sino la intención y el deseo profundo de vivir la espiritualidad compartida, lo que nos lleva a estar más allá del desafío de la música y  la superficialidad aparente.

Hoy compartíamos miradas sobre religión y espiritualidad, por estos días, uno de mis temas favoritos. Luego del segundo café expresso, mi retórica se afirmó en el relato de mi exploración: «Casi sin darnos cuenta podemos construir nuestro propio dogma personal, ese que provoca que todo lo que se aparte al sistema de creencias propio, construido con rigurosa meticulosidad a lo largo de la búsqueda de respuestas sea erróneo o simple ignorancia. Porque parece increíble cómo cambiamos el traje mundano por el espiritual para teñir nuestras afirmaciones con falsas certezas disfrazadas de verdades. Son muchas las veces que nos sorprendemos diciendo que algo es indiscutible simplemente porque deseamos que no se cuestione, amparándonos en una evidencia no existente, casi olvidando que lo evidente debería ser el resultado de algo. Es muy humano contar con algunas certezas para vivir, pero esa necesidad descontrolada nos lleva a veces a reducir un testimonio a la categoría de verdadero cuando solo nos parece. Aún con la intención más honesta, conviene no presumir de la presunción disfrazada de auténtica verdad. Somos influidos de múltiples formas por nuestras convicciones y concepciones de la realidad para construir el pensamiento que da amparo a aquello que nos parece. Siendo estos temas tan difíciles de abordar y explicar con claridad a través de limitación del lenguaje, se suele esgrimir como garantía de legitimidad la experiencia espiritual, cuando en realidad, se trata de un relato que nos reafirma y nos da seguridad. Pretender que los demás acuerden porque para nosotros no admite dudas es tan inapropiado como considerar que los otros no lo ven por su propia ceguera. Influir emocionalmente en el otro, es también un recurso muy humano para lograr el rápido consenso que evite debatir ideas y reducir a indiscutible una inquietante visión que carece certeza.»

Pedro suele dejarme sin palabras (algo no muy frecuente ni sencillo…) y hoy fue contundente y hasta casi poético: «Amiga querida, aún no hay persona que tenga La Gran Respuesta ni tampoco ninguna doctrina se volvió la única posible como verdad definitiva. La vida misma no es una pregunta que sea necesario responder o una idea pensada a ser transmitida sino un misterio para ser vivido por el único protagonista posible para cada uno: ese que somos. La espiritualidad viable en este tiempo deberá ser necesariamente inclusiva, integrativa, sin ataduras a dogmas o idiologías, que invite a hacerse preguntas, a la investigación que traiga transparencia sin verdades incuestionables ni basada en algún tipo de información de privilegio o clasificada. Una espiritualidad honesta que reúna en comunidad a almas encarnadas que sufren, tienen miedo, que viven su humanidad sin negar sus emociones, que no excluya ni divida entre «ellos y nosotros». Una espiritualidad sin fundamentalismos, sin interpretaciones cegadoras de nuestra naturaleza y que abrace la necesidad de amor sin condicionamientos. Una espiritualidad que, con la humildad del aprendiz acepte, tolere y conviva con la falta de comprensión y el misterio, para el estado de conciencia del hoy, orientando la búsqueda a un amanecer que nos hermane.»

Casi de inmediato, terminó su vaso de agua sin gas, se puso sus anteojos de sol y se marchó rumbo al ascensor…

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