Vivenciar nuestra espiritualidad inherente

La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes formas religiosas o religiones, como soporte y vehículo de aquella dimensión que pugna por ser vivida. En este sentido, la espiritualidad es una realidad previa a las religiones en cuanto tales.

Cuando se habla de espiritualidad desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior. Al dar por sentada la verdad mayor de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corset de la religión.

La palabra espiritualidad en el mundo contemporáneo ha llegado a convertirse en una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un añadido superfluo o poco significativo a lo que es la vida ordinaria.  Es también, en cierto sentido, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión. Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable. Ambos factores, el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista, condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

En medio de esta cultura, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de espiritual, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones. Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como integral, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la dureza de la situación cotidiana, es tentadora la huida a paraísos narcisistas, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve. Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una espiritualidad rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios. En el primer caso, parece imperar la ley del todo vale, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Con todo este trasfondo, entonces, ¿qué es la espiritualidad? En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de profundidad de lo real.  Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como formas infinitamente variadas, no son sino expresión de aquella profundidad de la que todo emerge. Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber, desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.

El término espiritualidad, en primera instancia nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al espíritu. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una realidad que, no solo trasciende el género (aún cuando nos referimos a él en másculino) sino también lo personal, (en todo caso solo puede ser transpersonal). No es extraño que «espíritu» haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la divinidad, fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida. El espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, pero no como una entidad separada, sino como constituyente de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no dualidad, podemos ver, palpar y saborear al espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias. Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera otra realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por espíritu el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que espiritualidad es la capacidad de ver esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello. En este sentido, no hay conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva preconceptual del misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como inteligencia espiritual. Es ella la que nos permite intuir el misterio y reconocer nuestra identidad más profunda.

Se suele decir que el despertar espiritual consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia. Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que «la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación». Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: «La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él».

A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino modulaciones o formas mentales específicas de aquella intuición original.

(Artículo elaborado a partir de las ideas compartidas en sus conferencias y libros por Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo.)

¿Reencarnación o renacimiento? Lo que Buda no enseñó.

¿Se sorprenderían si les dijera que la reencarnación no es una enseñanza budista? Si es así, sorpréndanse, no lo es.

La reencarnación, normalmente se entiende como la transmigración después de la muerte de un alma a otro cuerpo. En el budismo no hay tal enseñanza. Una de las doctrinas fundamentales del budismo es anatta, no alma o no yo. No hay una esencia permanente de un «yo individual» que sobreviva a la muerte.

No obstante, los budistas hablan frecuentemente del renacimiento. Pero si no hay un alma o un yo permanente, ¿qué es lo que renace?

¿Qué es el Yo? 

El Buda enseñó que lo que pensamos que es nuestro «yo», nuestro ego, la conciencia-yo y personalidad, es una creación de los skandhas o agregados. Nuestros cuerpos, nuestras sensaciones emocionales, conceptualizaciones, ideas, creencias y conciencias, trabajan unidas para crear la ilusión de un yo distintivo y permanente. En cada momento, la ilusión del yo se renueva a sí mismo. No solamente nada se transfiere de una vida a otra, sino que nada se transfiere de un momento al próximo. Todos los fenómenos, incluyendo los seres, están en un estado constante de flujo, siempre cambiando, deviniendo y muriendo. Esta es una de las características de la existencia: anicca, la impermanencia.

¿Qué es renacer?

Según explica el maestro Walpola Rahula en su libro «Lo que el Buda enseñó», si entendemos que en esta vida podemos continuar sin una permanencia de un yo o un alma, ¿por qué no podemos entender que esas fuerzas que nos constituyen pueden continuar sin un yo o  alma luego que el cuerpo deja de funcionar? Las energías no mueren con el cuerpo sino continúan tomando otra figura o forma, que nosotros llamamos otra vida. Las energías físicas y mentales que constituyen el ser, tienen ellas mismas el poder de tomar una nueva forma.

Como no hay permanencia, una sustancia que no cambie, nada pasa de un momento a otro para que exista. Nacer y morir continúan constantemente sin interrupción, pero cambian en cada momento, dice el maestro zen John Daido Loori.

Los maestros nos dicen que «el yo» es una serie de momentos de pensamiento. Cada momento de pensamiento condiciona el próximo momento de pensamiento. Como esto no es fácil de comprender solamente con el intelecto, se enfatiza en la práctica de la meditación para comprender la íntima ilusión del yo.

Karma y renacimiento

La fuerza que propulsa esta continuidad es el karma, lo cual no significa destino (como suele ser interpretado por los occidentales) sino simplemente la acción y la reacción, la causa y el efecto. El budismo enseña que el karma significa «acción volitiva», cualquier pensamiento, palabra o acción condicionada por el deseo, el odio, la pasión o la ilusión crea karma. Cuando los efectos del karma se proyectan en pensamientos, palabras y acciones, el karma trae el renacimiento.

No hay duda que muchos budistas, orientales y occidentales, continúan creyendo en la reencarnación individual debido a su propia capacidad mental y espiritual para comprender. El Buda enseñó para la diversidad de personas y la interpretación literal de las parábolas o mitos pueden no hacer sentido a una mente moderna y por eso es tan importante discernir y diferenciar.

¿Cuál es el punto?

Las personas buscan una religión por las doctrinas que proveen respuestas simples a preguntas difíciles. El budismo no trabaja en esa forma. Simplemente creer en alguna doctrina acerca de la reencarnación o el renacimiento no tiene propósito. El budismo es una práctica que capacita para experimentar la ilusión o el engaño como ilusión o engaño, y la realidad como realidad.

El Buda enseñó que nuestra creencia ilusoria en el yo separado causa muchas frustraciones y pesar en la vida (dukka). Cuando la ilusión se experimenta como ilusión, nos liberamos.

Fuente: Extractado del artículo publicado por Barbara O´Brien para About Religion (http://buddhism.about.com/)

 

 

 

De la desintegración, los mapas y las etiquetas.

¿Son la naturaleza, el ser humano, la vida, la verdad o lo que es, unas realidades que pueden ser vistas como objetos de estudio? No me parece posible objetivar sin fraccionar y distorsionar la realidad. Es inevitable que sucedan controversias en torno a «las etiquetas y los mapas» que definimos en el afán de diferenciar. Así es como confundimos creencia con verdad y nos aferramos al cerco que delimita lo que hay que defender. Así nacen las ideologías que condicionan la interpretación de la realidad.
Es evidente que el pensamiento y su modelo mental consecuente tienen sus límites a la hora de tratar de comprender la naturaleza de lo real. Por eso se vuelve crucial la perspectiva, puesto que el punto de vista cambia el modo de aproximarse y conocer. Conviene reformular las supuestas certezas a la hora de abrir juicios hacia aquello con lo que confrontamos sin sentido: Estamos hablando idiomas diferentes.

En algún sentido, cada perspectiva de la verdad constituye el fruto de un razonamiento influido por las emociones que devienen de estar vivos. No nos damos cuenta de nuestros propios condicionamientos y solo los vemos en los demás. La desintegración y fragmentación que vemos en el mundo en el fruto de nuestras mezquindades, incoherencias y falacias reafirmadas por una mentalidad egoica que cree en sus propias ideas como si de la verdad última se tratara. Creemos vivir la vida que elegimos pero solo lo hacemos en la perspectiva de un parecer limitado que no se enriquece en el otro sino lo confronta en la descalificación. En este escenario todos perdemos. Percibimos la urgencia de un cambio, pero no será cualquier cambio el que materialice una realidad diferente. En lo más profundo de nuestras existencia colectiva, todo lo que conspira contra el bienestar y crecimiento es consecuencia de nuestras inconsciencias individuales. Debe cambiar el paradigma desde el que nos relacionamos, valorando y respetando las diferencias que no constituyen por sí mismas separación excluyente sino complementariedad. En el otro hay un yo que nos espera que no es separado de nosotros: El verdadero cambio es de conciencia.

La identificación con las creencias suele ser el mayor obstáculo para distinguir al dios de todas las cosas. Demos la bienvenida a las crisis que hacen tambalear la fe puesto que constituyen una oportunidad para revisar las certezas más cristalizadas que nos alejan de la verdad.

«Lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero.» (Simone Weil)

El ego, la mente y la realidad.

LAS ESTRUCTURAS DE LA MENTE Y SU CONSTRUCCIÓN DE LO REAL BUSCAN PRESERVARSE: EL EGO ES LA FORMA EN LA QUE SE TEJE EL LABERINTO PARA CERCAR AL SER Y EVITAR QUE SE ENFRENTE AL CAOS Y AL VACÍO Y POSIBLEMENTE DISUELVA SU IDENTIDAD EN LA TOTALIDAD

Estar aquí es como una renuncia espiritual. Sólo vemos lo que los otros ven, los miles que estuvieron aquí en el pasado, aquellos que vendrán en el futuro. Hemos acordado ser parte de una percepción colectiva. (Don DeLillo)

La mente humana es un complejo procesador de la realidad que está, a su vez, en perpetuo proceso; juez y parte del mundo. De la misma forma que aquello que percibimos es un conjunto de cosas en un estado cambiante, la mente también está cambiando al percibir. Tal vez es por este caos, por este incesante flujo, por esta naturaleza indetenible o inasible de la realidad es que nos hemos refugiado en que tenemos una mente fija y estable con una identidad inalterable, la cual nos permite separar los objetos que percibimos y llevarlos a un espacio aislado donde podemos medirlos sin que se desvanezcan en su perpetuo devenir.

Esa parte de la mente que nos ayuda a anclar la realidad y a separarnos del mundo fenomenológico es el ego. Es también el ego aquello que al resguardarnos nos hace formar una resistencia al cambio y activa mecanismos de defensa cuando hay algo que amenaza su potestad en la mente como si fuera el monarca y único habitante del reino. Y, sin embargo, la misma existencia de este ego (de este yo individual) es más que dudosa (no es que sea malo o bueno querer cosas para nosotros mismos, es que el yo para quien queremos esas cosas no existe). El rey no sólo está desnudo, es un holograma.

Saul Alinsky escribe en su libro Rules for Radicals: «La vida está por delante y uno puede desafiar su propio ser en el curso de las cosas o puede agazaparse a los opacos valles de la existencia cotidiana cuyo único propósito es la preservación de una seguridad ilusoria». Al alimentar nuestro ego podemos mantenernos en un estado de relativa comodidad, en una seudo-invulnerabilidad pero esto significa también renunciar a toda novedad, a todo suceso que cimbra y cuestiona nuestra existencia.

Steven Pressfield en su libro The War of Art sugiere que el ego se opone al instinto creativo, que sabe moverse en el caos y reaccionar espontáneamente sin ataduras: «El Ser desea crear, evolucionar. Al ego le gustan las cosas tal como están». El ego se inclina siempre al conservadurismo, a una vieja plutocracia, a preservar el statu quo de la mente.

Howard Bloom, autor del libro Global Brain (una estimulante historia de la mente colectiva del planeta), sugiere que existen dos principios (o dos tipos de individuos) que se oponen y a la vez colaboran en el desarrollo de la mente planetaria y de la evolución en general: los encargados de la conformidad («conformity enforcers»), una especie de policía homogeneizadora que hace que los miembros de un grupo hagan las mismas cosas) y los generadores de diversidad («diversity generators»), las personas o características que nos hacen desprendernos del grupo y buscar cosas nuevas. El ego parece operar como una parte del principio que aplica y obliga a la conformidad, la ley de la conservación y la identificación con lo pasado.

El ego es esencialmente identificación a través del deseo, un pegamento etéreo que confundimos con el ser.  No una identificación con la totalidad de la existencia (las plantas, las piedras, los animales, las estrellas); una identificación desde una lógica aristotélica y maniquea de separación entre el ser y el no ser, entre lo lo bueno y lo malo, optando por una selección arbitraria de objetos mentales. El ego nos hace asumir etiquetas e ideas como parte de la definición de nuestro ser, y al ser algo (inteligentes, astrónomos, buenos bailarines, amados por las mujeres, etc.) no somos todo lo demás, nos distinguimos de aquellos que no son lo que somos y obtenemos beneficios de ser lo que creemos que somos. A su vez, en ese acto mental de identificarnos asumimos que las cosas que somos son permanentes y si por alguna razón son desalojadas de nuestro sistema de creencias, rápidamente surge un conflicto –nuestro ser se ahoga en la ambigüedad o se inflama en el deseo de la carencia. La seguridad del ego es a fin de cuentas completamente endeble puesto que se erige sobre la posesión de estas etiquetas u objetos mentales que apuntalan su identidad: nos ocurre luego como a un niño o a un adolescente que cuando se le critica algo (como su ropa, un juguete o su preferencia musical) inmediatamente se deprime.

El ego tiene una importante función: servir como un caparazón psíquico ante la selva de lo desconocido que puede fragmentar nuestra mente para permitir desarrollarnos en una etapa balbuceante. Sin esa protección el caos y la agresión natural de los otros seres humanos y animales con los que competimos puede ser demasiado (en cierta forma el ego es como una burbuja o uno de esos domos que se colocan en ecosistemas simulados). Pero, siguiendo esta definición, es esencialmente una herramienta para la infancia y la adolescencia que debería de ser abandonada ante una eventual crisálida en la maduración (por eso las personas egoístas tienden a cierto infantilismo). Por eso Carl Jung oponía al ego la individuación como destino de la psique madura que ha hecho consciente el contenido inconsciente y ha integrado los aspectos sombríos de la psique. En otras palabras, la individuación es la aceptación de aquellas cosas a las que nuestro ego se resiste (y como reza el dicho: «lo que se resiste, persiste», permanece en la sombra, en el inconsciente, como un gobernante secreto).

Paradójicamente la individuación en los términos de Jung nos acerca al Ser, que tiene su raíz en el Todo, en el inconsciente colectivo, en el mundo de los arquetipos. Al integrar nuestra psique e individuarnos, podemos expresar el pleito auténtico de nuestra alma, con toda su historia personal, pero en esta hondonada el ser individual se disuelve y se convierte también en el vehículo de expresión transparente del mundo; se disuelve la separación que es la ilusión fundamental del ego.

Creo que el ego, aunque suene contradictorio, no es algo individual, es una alucinación colectiva. El identificarnos con una entidad única que se ha postrado en el mando de un organismo humano con ciertas características y una memoria vinculante a un continuum de historia psíquica es algo que no aprendemos siguiendo la voz «individual», sino dejando entrar e identificándonos con la voz de la multitud, la voz de las masas culturalmente programadas.

Jason Horsley, en su excelente exploración de la individuación y el chamanismo, Escritores del Cielo en Hades, sostiene que el ser individuado experimenta «un exilio temporal de la mente colectiva» que «también implica una conexión empática con el inconsciente colectivo»… se mueve de la perspectiva de “primera persona” —aquella del individuo aislado— a la de la «tercera persona del universo completo», de la «realidad subjetiva a la objetiva».

Una importante corriente del budismo sostiene que el yo, el ego, la personalidad, incluso el alma no existen, son meras convenciones lingüísticas atávicas que al repetirlas tanto en nuestro diálogo interno se presentan como realidades contundentes. El universo es anatta (impersonalidad), anicca (impermanencia) y duhkha (desasoiego e insatisfacción). No hay un pensador detrás del pensamiento, sólo hay pensamiento, proceso psicofísico fluctuando; no hay alguien que experimenta algo, sólo hay experiencia. De nuevo Jason Horsley:

Una mentalidad colectiva se mantiene por el reforzamiento constante a través de las palabras: el grupo le dice a sus miembros qué pensar y luego sus pensamientos les dicen la misma cosa que les están diciendo que piensen. Esa es la forma en la que la programación funciona, a través de un comando de autoperpetuación. La realidad se convierte en lo que nos decimos que es real, y qué nos decimos que es real es lo que nos dicen que nos digamos.

La ilusión del ego –de una personalidad constante– está ligada a nuestra idea del tiempo como una progresión lineal que fluye desde el pasado hacia el futuro. Pero esto parece ser también una ilusión. Según Einstein: «La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión persistente». ¿Existe entonces sólo el instante presente, sólo está percepción? Pero entonces, ¿está percepción de alguna manera contiene la totalidad del tiempo, es una avalancha que comprime toda la historia del universo? La persistencia del ego y del tiempo se deben a nuestra mente que forma un ap-ego con las cosas y las dota de un coeficiente de realidad. En su ensayo sobre la sincronicidad, Carl Jung escribe:

En la visión original del mundo, como la encontramos entre hombres primitivos, el tiempo y el espacio tienen una existencia precaria. Se convierten en conceptos “fijos” sólo en el curso del desarrollo mental, gracias sobre todo a la introducción de la medición. En sí mismos, el espacio y el tiempo consisten en nada. Son conceptos hipostasiados engendrados de la actividad discriminatoria de la mente consciente, y forman coordenadas indispensables para describir el comportamiento de los cuerpos en movimiento. Son, entonces, esencialmente psíquicos de origen.

Jung aquí nos introduce a una relatividad de la mente-tiempo-espacio, un continuum que disuelve las fronteras de nuevo entre el sujeto y el objeto y hace de la realidad una construcción perceptual. El ego, que nos ayudó a construir nuestra «personalidad», a darnos confianza y estructurar nuestro rol en el mundo, es el guardián de nuestra propia Matrix, del edificio mental que hemos construido para protegernos del caos y el vacío.

Lo misterioso aquí es por qué la mente busca preservar las estructuras y jerarquías del pasado; ¿acaso para mantener una arena evolutiva, un escenario de ficción sobre el cual se pueda desdoblar su propia ficción y tomar conciencia de la misma, como el guiño de un ojo que regresa al Sol?

(Fuente: Publicado por Alejandro Martinez Gallardo, PijamaSurf)

Del ser real y la doma del ego.

Cuando se trata de nosotros mismos, todo lo que podemos hacer es aprender a tratarnos compasivamente, abrazar las opciones que nos dejamos abiertas y fertilizar la posibilidad de lo bueno con la apertura nacida en la aceptación. A veces aquello que parece el problema es la bendición que nos conduce hacia un lugar de esperanza. Necesitamos aprender a amar el ser real que somos y dejar de lado el ideal de la perfección que no hace más que bloquearnos a nuestras potencialidades. ¿Cuál es el sentido de utilizar viejas heridas para edificar nuevos sufrimientos que las reafirman?

«Si quieres volverte sabio, primero debes escuchar a los perros salvajes que ladran en tu sótano.» (Nietzsche)

¿Conoces a alguien que haya muerto feliz por una vida en la seguridad de su pequeño mundo egoísta? Si la respuesta es no, ¿para qué insistimos en buscar seguridad en donde no la hay? ¿por qué dejamos que el miedo decida por nosotros haciendo de la estrechez mental un hábito? ¿por qué pretendemos hacer permanente lo que es claramente impermanente? ¿cuál es el sentido de vivir una vida examinada minuciosamente para ganar siempre sin espacio para la imaginación?
Vivir desde el corazón es hacerlo con pasión y rendidos activamente a nuestra vulnerabilidad. Y no es una fantasía romántica. Hay momentos en que ser imprudentes es una necesidad aún a riesgo del error o de poner en evidencia lo poco que sabemos. Todos tenemos un lado oscuro que necesita ser iluminado e integrado cuidadosamente o viviremos en su cono de sombra. Nadie muere orgulloso por la vida egoísta que ha llevado.

«La única opción que tenemos a medida que maduramos es la forma que habitamos nuestra vulnerabilidad. La manera en que nos hacemos más grandes, valientes y compasivos a través de la intimidad con nuestra desaparición.» (David Whyte)

La Espaciosidad del Silencio

(Ponencia de Javier Melloni en el I Foro de Espiritualidad, Zaragoza, 12 de noviembre de 2011)

El silencio, más que ausencia de ruido externo, es ausencia de ruido interno, es decir, ausencia de ego. El ego es esa estructura psíquica y mental que hace que todo gire en torno a nosotros mismos, secuestrando la realidad en nuestra estrecha necesidad. Cuando logramos silenciarnos, se abre espacio en nosotros, lo cual permite percibir de otro modo la realidad. La espiritualidad es precisamente esta espaciosidad posibilitada por el acallamiento de la autorreferencia, un estado de apertura ante lo nuevo que se difracta en las tres dimensiones de lo real: la divina, la humana y la cósmica, que son unificadas en esta silente espaciosidad. Por ello es tan importante aprender a silenciarse: para espaciarse interna y externamente y dejar más lugar a lo Real.

1. EL SER HUMANO COMO CARENCIA Y OBERTURA BÁSICAS

Hay en el ser humano una carencia básica, y esa carencia es una posibilidad y una capacidad. Capax Dei, decían los antiguos, “capaces de Dios”. Somos receptáculos, concavidades creados para colmarnos de una inmensidad que sólo podemos contener en la medida que nos abrimos. Ahora bien, continuamente experimentamos que existen dos dinamismos muy diferentes de colmar esta carencia: uno es intoxicante y otro plenificante. Esto lo han señalado todas las tradiciones espirituales.
La manera tóxica de colmar nuestra carencia está narrada en el relato del Génesis: cuando, incapaces de conteneros, arrebatados por la ansiedad que proviene de nuestra sensación de vacío, arrancamos el fruto del Árbol de la Vida. Este arrebatamiento ciego, que no sabe ni puede sostenerse en el don, supone la desmembración, la atomización del Paraíso. Acallamos el ruido de nuestra necesidad con más ruido todavía, un ruido que no se puede ya detener y que acaba convirtiéndose en grito, gemido o alarido. El vacío sigue ahí, intacto y cada vez mayor. Atrapados por nuestros propios deseos vamos aumentando el círculo de nuestro confinamiento y la perspectiva egoica va construyendo su propia prisión.
Por el contrario, hay un modo de habérselas con nuestro vacío esencial, un modo de acogerlo, de acallarlo y de colmarlo que nos regenera y nos dirige hacia nuestro Centro. Esta disposición a recibir es a lo que llamamossilenciamiento. Nos va la vida personal y colectiva en cómo colmamos nuestra concavidad esencial.
Por el primer modo, tenemos todos los medios para exterminarnos los unos a los otros; por el segundo modo, disponemos también de los medios para hacer de la Tierra un paraíso. Un Paraíso que nunca ha estado atrás sino adelante, como un horizonte de posibilidad y una llamada presentes desde el principio. Una de las vías de acceso es el silenciamiento, el cual comprendemos como una práctica iniciática. Iniciática por dos razones. En primer lugar, porque el silencio nos conduce a nuestros Orígenes, a nuestros inicios. En palabras de Chögyan Trungpa, un maestro tibetano:
Fundamentalmente sólo existe el espacio abierto, el fundamento único, lo que somos realmente. Nuestro estado mental más fundamental, antes de la creación del ego, es de tal naturaleza que se da en él una apertura básica o prístina, una libertad básica, cierta cualidad de espaciosidad. Aun ahora y desde siempre hemos tenido esta cualidad abierta[1].
Se trata, pues, de descubrir y consolidar las prácticas que permitan reestablecer este estado original de apertura que nos permite acoger cada momento en estado de transparencia y de receptividad.
En segundo lugar, hablo de práctica iniciática porque el silenciamiento es un camino que sólo se puede recorrer de comienzo en comienzo. Inacabable es el misterio que se abre a través de esta espaciosidad cuando sabemos adentrarnos en ella.
Al practicar el silencio se despliega lo que está en el comienzo como posibilidad de cada instante. Cada cual debe decidir si va a seguir arrancando el fruto del Árbol de la Vida o si va disponerse para recibirlo.
2. EL APRENDIZAJE DEL SILENCIO
El silencio es, de entrada, sustracción de ruidos y sonidos, de imágenes y conceptos que crea el deseo. Esta sustracción es la que permite el desenganche. Al desapegarnos, se abre un espacio nuevo. ¿Por qué nuevo? Porque deja de ser la repetición de las necesidades del ego. El ego es hijo del instinto de supervivencia. Construye todo un mundo en torno suyo para asegurar su pervivencia. Pero a costa de hacer trizas la gratuidad. Todo existe en función de la propia necesidad, de modo que no ve rostros ni cosas, sino presas para calmar ese vacío esencial.
Nuestra cultura optó en un momento dado por extrovertir el deseo en lugar de ir a su origen para interrogarlo y dirigirlo en otra dirección. Trabajar el silencio implica recorrer el camino inverso, lo cual significa ir contracorriente, no sólo de nuestro medio cultural sino de nosotros mismos, de nuestros hábitos e inercias. Por ello el silencio es infrecuente, aunque hay anhelo y urgencia civilizatorios por alcanzarlo.
Callar significa acallar, apaciguar los imperativos del yo de modo que dejen espacio a lo Otro, a los otros y a lo otro. Todos sabemos de las dificultades para lograr este acallamiento y de las estrategias que despliega el ego para eludirlo. Nuestra compulsión existe hasta que somos capaces de entrar en otro ámbito de nosotros mismos. Entonces, el aferramiento a esa desorganización interna se disuelve. Ya no necesitamos su función. Al proceso de desprendimiento del ego es a lo que llamamos silenciamiento, en cuanto que su disolución o desalojo dan pie a una nueva espaciosidad. Ésta consiste en dejar ser a la realidad tal como es. En este dejar ser, se descubre una nueva relación con las personas, con el mundo y con Dios mismo. Nuestro entorno deja de estar autorreferrido, dejamos de estar pendientes de ganarlo o de perderlo, sino que simple y puramente está ahí, ofrecido, como posibilidad. Cuando desaparece la necesidad, ya no existe la atracción o la repulsión, la selección o el rechazo. La vida está ante uno ofreciéndose, a la vez que uno también se siente llamado a entregarse.
Se abre así la trascendencia, todo Aquello que está siempre disponible y que se resiste a ser encerrado en los contornos de ningún yo. Acontece entonces la experiencia de ser y del Ser y el camino hacia la transparencia plena. Pero para que la trascendencia y la transparencia advengan, ha de darse la abstención y cesión del mundo que continuamente construimos desde nosotros para atacar o para defendernos. He aquí unas sorprendentes palabras del escritor checo Franz Kafka:
No hace falta que salgas de la habitación. Quédate sentado a la mesa y escucha. Ni siquiera escuches, simplemente espera. Ni siquiera esperes. Quédate en silencio, en quietud y en solitario. El mundo se ofrecerá libremente a ti. Será desenmascarado, no tiene elección. Se desplegará en éxtasis a tus pies[2].
Ahora bien, el reto que tenemos es que esta obertura no suceda en una habitación cerrada, sino en el corazón de la vida, en medio de la cotidianidad. No basta con que se nos dé en el silencio de la meditación, en quietud y en solitario, sino en medio de la plaza del mercado, en el autobús, en el lugar de trabajo, en el trajinar doméstico.
Hemos de alcanzar el silenciamiento en el mismo terreno donde se produce el ruido. Las diversas tradiciones espirituales han propuesto a lo largo de su historia múltiples caminos para adentrarse en la profundidad de lo Real. Pero todas ellas comienzan por el más básico de los soportes, que es común no sólo a los seres humanos sino a todos los seres vivos: la respiración. En ella está inscrita el ritmo básico de la vida: con la inspiración recibimos la existencia y con la exhalación la entregamos, devolviéndole a la vida aquello que se nos ha confiado. Participar de este flujo continuo de acogida y de desprendimiento permite ir abriendo un espacio nuevo que dispone para recibir todas las cosas de un modo diferente.
Vamos a ver con un poco más de detenimiento cómo el silencio espacia cada uno de los tres grandes ámbitos a los que me he referido al comienzo: nuestra relación con Dios, con los demás y con las cosas, y cómo ello transforma nuestro modo de actuar.
3. ÁMBITOS DEL SILENCIAMIENTO
3.1. El espaciacimiento de nuestra relación con Dios
Las religiones nos dotan de un lenguaje sobre la Realidad última y lo nutren con relatos, textos, creencias, dogmas, pautas de comprensión y de comportamiento. Todo ello es necesario, pero tiene el peligro de saturar la mente con palabras y conceptos sobre aquella Profundidad que ninguna palabra ni ningún concepto pueden agotar. El silencio introduce una oquedad en cada palabra y texto sagrados remitiéndolos a ese Fondo del que emergen. Sin este silencio, tenemos el peligro de confundir nuestras palabras y nuestros conceptos sobre Dios con Dios mismo. El silencio de la oración permite ir tras lo que subyace a la misma oración. En palabras de una Upanishad:
Aquello es distinto de lo conocido y está más allá de lo desconocido. Esto es lo que escuchamos a los antiguos maestros (rishis) que nos lo explicaron.
Lo que no puede expresarse en palabras y sin embargo es por lo que las palabras se expresan, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede pensar con el pensamiento y sin embargo es por lo que el pensamiento piensa, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede ver con los ojos y sin embargo es por lo que los ojos ven, eso es en verdad el Absoluto, y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede oír con el oído y, sin embargo, es por lo que el oído oye, eso es en verdad el Absoluto y no lo que las gentes adoran.
Lo que no se puede respirar con el aliento de la vida y, sin embargo, es por lo que ese aliento respira, eso es en verdad el Absoluto, y no lo que las gentes adoran[3].
En el actual encuentro entre las religiones, practicar este silenciamiento es fundamental para poder ir más allá de la diversidad de nombres con los que nos referimos a la Realidad Última y para comprender el horizonte común que señalan. Las religiones están más que nunca necesitadas de este acallamiento para que abran en lugar de cerrar el espacio que delimitan. El Maestro Eckhart tiene una contundente expresión: “Pidamos a Dios que nos libre de Dios y alcancemos la verdad plena”[4]. Por “liberarse de Dios” entiende desprenderse de las imágenes que nos hacemos de Él. Cuando se produce el silenciamiento quedamos liberados de todo concepto, imagen o idea y entonces puede revelarse en lugar de quedar confinado a las proyecciones o anticipaciones que continuamente nos estamos haciendo de Él.
La Palabra sagrada brota como éxtasis del silencio y retorna a ese silencio como a su lugar matricial. En un momento de crisis del lenguaje religioso, este camino apofático es fundamental no sólo para la teología sino también para la liturgia. Por liturgia me refiero a la celebración comunitaria del Misterio. El exceso frecuente de palabras discursivas y exhortativas de muchos encuentros religiosos tiene que encontrar en el silencio su medio regenerador. Hay que ser valiente y disciplinado para callar en lugar de hablar. Sólo este silencio es capaz de abrir ámbitos nuevos de significación.
3.2. El espaciamiento en nuestras relaciones con los demás
También nuestras relaciones humanas están llenas de ruido, saturadas de prejuicios, convencidos de que ya conocemos o sabemos todo de los demás, empezando por los que convivimos más de cerca. Ello nos impide abrirnos al misterio de cada persona. Silenciarse significa dejar que el otro irrumpa en su alteridad radical, permitir que nos sorprenda con su misterio inalcanzable. Toda palabra que pronunciemos debería nacer de esta capacidad de escucha. Nuestros diálogos deberían estar hechos de esta atención al otro. De este modo, cada encuentro sería un nacimiento porque algo nuevo aparecería entre los que han hablado. Dialogar es intercambiar semillas para que germinen en cada cual. De hecho, no deberíamos decir más que lo que el otro puede recibir como gestación de ulteriores comprensiones.
El silenciamiento trata de acallar las palabras y posibilita acceder a una comunicación que es anterior y posterior al lenguaje. Hijos del verbo y de los discursos, nos cuesta imaginar unas relaciones que no pasen la palabra. Hablamos para comunicarnos pero todos tenemos experiencia de la calidad de comunicación que se establece por medio del silencio, en el cual se produce muchas veces una comprensión mucho mayor.
En una ocasión, un anciano indígena norteamericano fue entrevistado por un antropólogo. A cada pregunta de éste, el nativo tardaba en contestar. Impaciente por la lentitud de sus respuestas, el entrevistador acabó inquiriéndole porqué tardaba tanto en responder. El anciano le respondió que trataba de escuchar de dónde nacían sus preguntas. Sólo así sus respuestas podían salir al encuentro de las preguntas que le hacía.
El silencio permite identificar el origen de las palabras que intercambiamos. Más allá de su adecuación o inadecuación, la sabiduría consiste en llegar hasta su fuente y calmar la sed. Alcanzada esa lejanía, esas palabras entran en nuestra profundidad y nos tocan. Acogiéndolas en nuestro centro, somos capaces entonces de responder fecundando al otro tal como él o ella nos ha fecundado por su hablar. El arte de hablar es pues, inseparablemente y al mismo tiempo, el arte del escuchar. Para ambas cosas se requiere silenciamiento.
3.3. El espaciamiento de nuestras relaciones con las cosas
Entramos en contacto con el mundo a través de los sentidos. Son cinco aperturas con las que nos relacionamos con nuestro entorno y con las cosas. Esta relación puede ser depredadora y violentadora o receptiva y profundamente respetuosa.
La tentación de nuestra cultura es acumular sin tener tiempo ni para agradecer ni para disfrutar. La inmediatez de la satisfacción que nos proporciona nuestra sociedad de la abundancia nos hace incapaces de contenernos y también incapaces de compartir. Silenciar el deseo implica el ejercicio de la austeridad que a la vez posibilita la solidaridad. “Tener menos para tenerse más” decía el cantoautor Facundo Cabral.
Bombardeados y capturados por la cultura publicitaria en la civilización urbana, la saturación de los sentidos encuentra un efecto sanador en el éxodo a la naturaleza durante los fines de semana. Estar ante el mar o en las montañas sin ningún interés específico como no sea la misma contemplación es uno de los caminos de silenciamiento a los que nos venimos refiriendo. En el Zen se habla de la diferencia entre la “mirada flecha” y la “mirada copa”. La primera es capturadota y discriminadora; la segunda es abierta y espaciosa. Lo mismo se puede decir de los demás sentidos: escuchar, en lugar de simplemente oír; palpar, oler y gustar con calidad de atención y de conciencia en vez de compulsivamente. La persona recibe el hálito vivificador y regenerador del goce de los sentidos sin ego. Vale la pena traer aquí el testimonio de un filósofo contemporáneo, André Compte-Sponville, autor de [5], que se declara ateo pero que no niega para nada la dimensión espiritual del ser humano. A los veinticinco años tuvo la siguiente experiencia caminando por unos bosques del norte de Francia, al terminar su jornada docente:
Después de cenar, salí a pasear con algunos amigos por un bosque al que amábamos. Estaba oscuro. Caminábamos. Poco a poco las risas se apagaron; las palabras escaseaban. Quedaba la amistad, la confianza, la presencia compartida, la dulzura de esa noche y de todo… No pensaba en nada. Miraba. Escuchaba. Rodeado por la oscuridad del sotobosque. La asombrosa luminosidad del cielo. El silencio ruidoso del bosque: algunos crujidos de las ramas, algunos gritos de animales, el ruido más sordo de nuestros pasos… Todo eso hacía que el silencio fuera más audible. Y de pronto, ¿Qué? ¡Nada! Es decir, ¡todo! Ningún discurso. Ningún sentido. Ninguna interrogación. Sólo una sorpresa. Sólo una evidencia. Sólo una felicidad que parecía infinita. Sólo una paz que parecía eterna. EL cielo estrellado sobre mi cabeza, inmenso, insondable, luminoso, y ninguna otra cosa en mí que ese cielo, del que yo formaba parte, ninguna otra cosa en mí que ese silencio, que esa luz, como una vibración feliz, como una alegría sin sujeto, sin objeto (sin otro objeto que todo, sin otro sujeto que ella misma), ¡ninguna otra cosa en mí, en la noche oscura, que la presencia deslumbrante de todo! (…). Ya no había palabras, ni carencia ni espera: puro presente de la presencia. Apenas puedo decir que paseara: sólo estaba el paseo, el bosque, las estrellas, nuestro grupo de amigos… Ya no había ego, únicamente la presentación silenciosa de todo[6].
No siempre estamos tan abiertos, ni internamente tan disponibles para que se dé una experiencia de este tipo. Sin embargo, todos hemos tenido, en algún momento, atisbos de ella. El goce estético puede llegar a ser una variante de esto mismo, a través de formas creadas por el ser humano, como son las obras de arte. Los sentidos, en lugar de capturar, se dejan tomar, y en esta pasiva capturación liberan a la conciencia egoica de su confinamiento en su naturaleza escindida. Cuando la espaciosidad de la experiencia estética se da, abre a la comunión con determinadas formas del mundo y esa comunión no sólo ensancha sino que trasciende. El yo que regresa después de haberse trascendido ya no es tan estrecho como antes. En ello reconocemos si hemos tenido una verdadera experiencia estética. En cambio, cuando los sentidos sólo atrapan en lugar de ser capturados, no hay silenciamiento ni experiencia espiritual, que es la culminación de la experiencia estética. Por el contrario, cuando nos dejamos tomar por lo que contemplamos, regresamos a un lugar distinto del que partimos.
Por otro lado, La calidad de lo que tenemos ante nosotros influye en la capacidad de silenciarnos. No todos los lugares de la naturaleza tienen la misma capacidad de afectarnos así como hay diversas calidades en las obras de arte. La belleza consiste precisamente en ese poder que tiene de trascendernos, de elevarnos por encima de nosotros mismos a regiones de otro orden.
3.4. El camino de la acción
Estas tres actitudes –ante Dios, ante los demás y ante la naturaleza- repercuten en nuestro modo de actuar en el mundo. En todas las tradiciones, la acción aparece como el criterio de verificación definitivo que acredita el proceso de transformación. Sentidos, afectos y conocimiento se concentran en la acción y son dinamizados por ella en nuestra manera de estar en el mundo. Se trata del retorno al mercado de los cuadros clásicos Zen sobre el pastor de bueyes: el proceso no se termina en el octavo cuadro -un círculo vacío en el que la mente ha entrado en samadhi o se ha producido la iluminación-, sino en el décimo: en la imagen del sabio que es capaz de estar en el ajetreo de la plaza pública con la misma serenidad y lucidez que cuando está meditando en su celda o en el silencio de la naturaleza.
La acción es superior a la pasividad de la contemplación porque participa del acto creador de Dios. En el mismo sentido habla el Bhagavad Gita
Haz tu tarea en la vida, porque la acción es superior a la inacción. Ni siquiera el cuerpo podría subsistir si no hubiese actividad vital en él (3,8).
Este modo de regresar al mercado no es el mismo que antes de hacer el camino ni es el mismo de los que no han hecho silencio antes de llegar a la plaza. La manera de estar en ella está exenta de avidez o de engaño. La acción brota como compasión y servicio a una causa común que supera los intereses cortos y autocentrados de la propia perspectiva. Todo se juega en no buscar los frutos inmediatos de la acción como tantas veces dice el Bhagavad Gita
Concentra tu mente en tu trabajo pero nunca permitas que tu corazón se apegue a los resultados. Nunca trabajes por amor a la recompensa y realiza tu trabajo con constancia y regularidad (BG 2,47)
Realiza tu trabajo en la paz del yoga, lejos de todo deseo egoísta; desapegado del éxito tanto como del fracaso. La paz del Yoga es estable y permanente pues trae equilibrio a tu mente (BG 2,48).
Este silenciamiento es fundamental y urgente para que nuestro paso por la tierra no provoque un ruido molesto o ensordecedor. De una presencia sin ego brota una acción que no es mero hacer, sino actuar personal y consciente por el que se manifiesta la transformación que opera en nosotros el camino interior. El Maestro Eckhart también habla de esta prevalencia de la acción en la interpretación que hace del pasaje de Marta y María. María y no Marta es la incompleta, porque su necesidad de silencio y contemplación la incapacitan para el servicio. Marta está más avanzada en el camino espiritual porque su estado contemplativo incluye la actividad: “Marta conocía mejor a María que María a Marta, pues había vivido más y mejor; pues la vida proporciona el conocimiento más noble”[7]. Marta entiende mejor que María que lo único necesario no le será arrebatado en la acción, porque no hay nada que perder, nada en lo que detenerse, nada en lo que ensimismarse cuando se está en el corazón de la Vida, sino que “quienes ordenan todas sus actividades según el modelo de la luz eterna están libres de trabas; y éstos están junto a las cosas, pero no en las cosas. Están muy cerca de ellas y por eso mismo no tienen menos que si estuviesen allí arriba en el círculo de la eternidad”[8]. Con todo, Marta todavía tiene que crecer, porque en su acción aun había una queja. No está todavía unificada en ella la acción y la contemplación. ¿Cuál es, en cambio, ese “círculo de la eternidad” al que refiere el Maestro Eckhart que está “ahí arriba”? No es otro que el flujo continuo de vida que está saliendo y regresando permanentemente, entregándose y recibiéndose continuamente de la Profundidad de lo que es. Ese “ahí arriba” no está en otro lugar que la mismidad de cada acto y de cada momento cuando se realizan íntegra e integralmente desde la hondura del Ser.
Una persona con un ego silenciado trabaja para la totalidad, más allá de las perspectivas parciales. En definitiva, el silenciamiento que se pretende es ausencia del sentimiento del yo y de lo mío, como dice el Bhagavad Gita
“La persona que abandona el orgullo de la posesión y de la pretensión, libre del “yo” y de “lo mío”, alcanza la paz suprema” (2,71).
Tal persona realiza acciones completas, no fragmentadas ni escindidas. Vive en un estado unificado, con una mirada capaz de percibir el todo en la parte y la parte en el todo. Esta doble perspectiva no surge como un esfuerzo ni es resultado de una conquista sino que brota de la percepción del Fondo que subyace a todo.
4. EL FRUTO DEL SILENCIAMIENTO
En definitiva, el silenciamiento crea las condiciones para que se abra ese espacio nuevo que posibilita la transformación, el trascendimiento. Esta presencia triádica –silenciamiento, espaciosidad y trascendimiento- se puede dar en cada uno de los ámbitos que hemos mencionado. Cuando esto sucede, se produce entonces la experiencia de no-dualidad, que es la conciencia de que todo existe en la Presencia que todo lo abarca: “En Él somos, nos movemos y existimos”, con palabras de San Pablo (Hech 17,28).
La no-dualidad surge como resultado de la extinción de la conciencia de un yo separado de su entorno, en cualquier de las cuatro direcciones que hemos visto. La percepción no-dual del mundo es un retorno a la espaciosidad del Paraíso, que no es un lugar sino un estado que está latente en todos los lugares. Se da entonces el estar en el mundo sin interpretarlo, percibiendo el rostro original de las cosas, inmediato y sin velo. Entonces se descubre que Él es todas las formas, directa e inmediatamente, y el que Él es Sin Forma. Los sentidos, los afectos, la razón y la acción pueden guiar hasta el umbral, pero no pueden entrar. Han de silenciarse para que dejen de construir y puedan recibir.
El centro de la persona se sitúa en esa Potencia primera, de la que todo emerge antes de difractarse en formas. Como dice el Maestro Eckhart, antes de que el Hijo sea engendrado, no hay Dios ni criaturas, un estado de plenitud vacuizante:
“En esta Potencia, Dios se halla dentro, floreciendo y reverdeciendo con toda su deidad, y en esa misma Potencia engendra a su Hijo unigénito (…). Esa Potencia está libre de todo nombre y desnuda de toda forma, totalmente vacía y libre, como vacío y libre es Dios en sí mismo. Es tan completamente una y simple como uno y simple es Dios, de manera que no se puede mirar en su interior”[9].
Como criaturas, somos el resultado de la expansión de esa Potencia, de este engendrarse del Padre en el Hijo, apareciendo en la dualidad y en la diversidad[10]. Nuestro modo de regresar a la Unidad es por medio del atravesar, dejando de aferrarnos a las cosas, ideas o personas. No se trata de dejar de existir, como si ese momento anterior a la dualidad fuera desintegrador, sino que se trata de un nuevo modo de estar en el mundo sin chocar con cada obstáculo.
Todo ello conduce a un estado de entrega cada vez más total. El doble movimiento en Eckhart del engendrar y elatravesar está presente en la respiración a la que me he referido anteriormente. Uno se siente participar de este flujo continuo que brota del engendrar –lo cual se corresponde con el tiempo de la inspiración- y del atravesar –que se corresponde con el tiempo de la exhalación-, en un recibir y entregarse permanentes, sin retener nada. Nos descubrimos entonces que originalmente somos este espacio abierto que toma en nosotros la forma concreta de quienes somos: el contorno de una espaciosidad sin límites. Toda la Realidad es la que está continuamente brotando desde el Fondo de sí misma hacia el Fondo de sí misma a través de cada individuación. Cuando el contorno que somos se hace consciente de ello y se entrega, entonces tiene ante sí toda la realidad abierta, virgen, por explorar.
Nuestra cultura tiene más que nunca necesidad de cultivar este silencio. Un jesuita, que vivió durante años entre los aymaras de los Andes bolivianos, buscaba un día a don Genaro, un hombre sabio de la región. Se acercó a su poblado y los vecinos le dijeron que se había ido a lo alto de un cerro –señalándolo se le podía ver a distancia- y que volvería más tarde. Al cabo de unas horas el jesuita volvió a preguntar por él y le dijeron que don Genaro seguía en lo alto del cerro. Avanzaba el día y volvió a preguntar por él y le volvieron a responder que el anciano seguía en lo alto del cerro. Entre extrañado e impaciente, el jesuita preguntó a los aldeanos: – ¿Y qué hace tanto tiempo allí arriba? Le contestaron: – Está llenándose de luz.
De esto se trata precisamente: de que dediquemos y cuidemos tiempos diarios y prolongados para tomar distancia respecto del llano y llenarnos de luz. Cuando vivimos así, dejamos que las personas, cosas y acontecimientos sean y fluyan por sí mismos, sin violentarlos según nuestras expectativas y deseos, y de este modo se revela el Fondo que lo sostiene todo. En palabras de una tradición cercana a aquella, el pueblo lakota de los indígenas norteamericanos:
Cada paso que des en la tierra debe ser una plegaria.
La fuerza de un alma pura y buena
está en el corazón de cada persona
y crecerá como una semilla
cuando camines de forma sagrada.
Y si cada paso que das es una plegaria,
entonces caminarás siempre de forma sagrada[11].
¿Y dónde habrá de acontecer esto si no es en la más cercana y palpable cotidianidad, espaciada ahora y en cada momento por el cultivo humilde pero tenaz del silenciamiento?
[1] Más allá del materialismo espiritual, Ed. Estaciones, Buenos Aires, 1998, p.122.
[2] “Consideraciones acerca del pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero” en: FRANZ KAFKA, Aforismos, visiones y sueños, Librodot, p.14.
[3] Kena Upanishad, I,4-9, en: La sabiduría del Bosque, Trotta, Madrid, 2003, p.88.
[4] El fruto de la nada, Siruela, Madrid 1998, p.77 y 80.
[5] Paidós, Barcelona, 2006.
[6] Ib., pp.164-165.
[7] El fruto de la nada, Siruela, Madrid, 1998, p.104.
[8] Ib., p.106.
[9] El fruto de la nada, p.45.
[10] El autor que ha analizado con mayor agudeza este doble movimiento es el filósofo japonés SHIZUTERU UEDA, Zen y filosofía, Herder, Barcelona, 2004, pp.51-134.
[11] JOSEPH BRUCHAC, La sabiduría del indio americano. Antología, Ed José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 1997, p.80.
(Fuente: Asociación Aletheia Zaragoza)

De las ideas amontonadas, de aquellas que provocan y de esas otras que despistan.

Mi cuaderno de notas desborda, hay bastante para desarrollar y profundizar. Pero también amo la síntesis que invita a pensar, que provoca la duda y el replanteo. El lenguaje ha alcanzado tal precisión y sutileza como para poder nombrarlo casi todo, desde la minúscula pieza de un instrumento musical hasta el más volátil estado de ánimo, desde el más intrincado concepto científico hasta el más inexplicable estado metafísico. Y aún para vislumbrar lo incompresible ellas no nos abandonan. Pero (porque el pero tiene asistencia perfecta en el pensamiento que no se convence a sí mismo), entre lo pensado, lo vivido y lo contado siempre está la versión. Una versión que marida lo que es con lo que nos gustaría, lo que fue real con nuestro recuerdo de aquello. ¿Es que acaso puede alguien poner las manos en el fuego por la autenticidad de un recuerdo?

Cuando uno mira hacia el interior de sí mismo en inevitable y previsible tropezar con esos personajes que nos habitan, esos múltiples yoes que interpretan la realidad, opinan y compiten entre sí para prevalecer. Construimos ficciones en base a lo que nos parece, a veces apoyados en la imaginación emitimos una catarata de palabras y en otras editamos conscientemente el relato para justificar aquello en que creemos.

Pero también hay momentos de honda comprensión en donde sentimos esa conexión y repercusión que cala profundo. Suele ser un estado impreciso, difícil de describir y definitivamente provisional e inestable. Creo que mi vida no es un cuento idílico, un relato armonioso, equilibrado y exitoso del estilo de esas historias inventadas y convertidas en míticas. Mi historia tiene gusto a insensatez y a confusión, a desconcierto y a errores repetidos. Es la historia de ser humano común que elige no mentirse y comprar engaños para ver el sol cuando llueve a cántaros. La meditación es importante porque te devuelve a este mismísimo momento, el único que existe, un lugar donde casi nadie quiere estar pero del que no se puede escapar.

Cuando decidimos acercarnos de manera radical a la realidad desnuda de interpretaciones es necesario no perder de vista que eligir significa también saber renunciar. Cada horizonte de sentido organiza sus propios referentes. Recorrer a fondo un camino implica el compromiso de ir más allá de la mera aproximación. Probablemente, la última puerta sea aquella que nos invita a rendir el punto de vista del ego, que se resiste y se atrinchera en sus argumentos y falsas identificaciones cada vez más sutiles y espiritualizadas. Las fascinantes aguas de lo intangible merecen el esfuerzo.

Van aquí algunas ideas amontonadas:

– La paz del sabio es su silencio interior. Cuando nos liberamos de creer que las ideas y opiniones que construye la mente son la verdad, se abre un espacio sereno, creativo y relevante. La mente nos somete y retroalimenta nuestra fe en ella. Si fuéramos capaces de observar la vida desde nuestro centro verdadero, la mayor parte de nuestros padecimientos dejarían de existir.

– Con el tiempo y la práctica nos volvemos hábiles en el arte de disimular nuestros vicios y debilidades. No es difícil ver cómo el uso de una virtud es solo un escudo para que no se vea todo eso que somos incapaces de abordar y transformar. El cielo y el infierno están dentro de nosotros mismos y sus puertas están muy cerca una de la otra. La atención y la conciencia sobre nuestras acciones determinan que puerta elegimos abrir. Bienaventurados aquellos que ofrecen una parte de su alma al mundo, aceptan a los demás como son y viven su naturaleza humana sin creerse santos.

– Hay sentido en cultivar la lucidez que mira y descubre para atravesar con paz interna el dolor que nos toque transitar. El conocerse internamente nos ayuda a aprender y a superar la insatisfacción, a sobreponernos a los obstáculos y a potenciar las cualidades que nos distinguen. Cuando uno comprende que no se trata de «mi dolor o mi sufrimiento» sino ese que todos sentimos, podemos transformar la angustia en compasión. La experiencia negativa se transforma con compasión y es algo que se puede aprender y cultivar.
– Cuestionar qué hacemos y para qué es fundamental para cambiar e integrar; pero para cuestionar hay que conocer. La capacidad de cuestionar y crecer es directamente proporcional a la capacidad para ser honesto con nosotros mismos y los demás. Desde la perspectiva del progreso y la evolución, siempre es preferible una verdad incómoda que una mentira útil. Solo con creatividad y renovación se puede ser fiel a los valores que dan origen a las formas. Sin incomodidad no hay transformación. Sin honestidad radical no hay paraíso.

– Siempre que reaccionamos al escuchar una perspectiva diferente sobre un tema sobre el que tenemos tomada una posición, es el sentido del yo el que se siente amenazado, busca protección y desea defenderse. Lo que suele sentirse es una amenaza sobre la propia identidad. Hay una íntima sensación de desafío a lo que sentimos ser y de allí nace la urgencia por tener la razón. Cuando vemos como un conflicto el simple hecho que el otro piense diferente ponemos en evidencia la importancia que tiene el miedo en nuestras vidas. ¡Qué difícil se hace debatir ideas atrapados en el cerebro emocional! Un punto de vista puede ser ofrecido al mismo tiempo que podemos acoger otros sin convertirlos en una amenaza. No hay lucha si no hay partes tratando de defenderse. El gran desafío es «ver a través» para distinguir qué clase de verdad tratamos de defender cuando vivimos estas escenas como un conflicto.

– Llega un punto en que se vuelve imprescindible diferenciar la vida del ego de la vida interior. Podemos autoengañarnos en la ilusión de estar pensando bien y haciendo acciones elevadas cuando en realidad, solo estamos cultivando el ego, que atrincherado en sus propios confines y entretenido con lo que le gusta, ve al mundo como un error, juzga a los demás y solo valida desde su propia perspectiva lo correcto y lo incorrecto.
Para cultivar la interioridad hay que ser muy honesto y el resultado debe llevarnos a actuar con sabiduría y compasión en cada pequeña decisión. Ir al encuentro del otro desde la plenitud de nuestro ser ofreciéndonos en un vínculo creativo y complementario. De lo contrario, lo más probable es que el personaje termine desdibujando al yo real y el resultado sea más de lo falso para maquillar una identidad mezquina y carente que desde la necesidad dependiente busca gratificación.

La misteriosa naturaleza de la realidad puede ser analizada en una escala mucho más fina que la convencional.
«La realidad es aquella que, cuando dejas de creer en ella, no desaparece.» (Phillip K. Dick)

De las gloriosas interpretaciones y cómo pensamos.

Admitámoslo, a todos nos pasa.

– Aceptamos sin vueltas las pruebas que apoyan nuestras ideas mientras que nos mostramos escépticos con las que son contrarias: Los demás no entienden, no logran verlo.
– Vemos patrones donde no los hay correlacionando un conjunto de hechos: Nosotros somos más lúcidos que los demás, estamos sintonizados con el cosmos.
– Tendemos a creer que un suceso es más probable cuando lleva tiempo sin haber ocurrido o menos probable porque lleva mucho tiempo ocurriendo: Y apostamos al colorado y al 21 porque nacieron los mellizos de Ofelia.
– Asumimos que hay relación entre dos variables porque suceden una a continuación de la otra y nos inventamos causas que confirmen la ilusión: El canto de los grillos provocará altas temperaturas mañana. Es así, ellos no fallan.
– Tratamos las descripciones vagas y generales como si fueran descripciones específicas y detalladas y de ahí inferimos generalizaciones: ¡Caramba, esto parece dirigido para mí! ¡Es que parece que me hablara a mí!
– Decidimos ilógicamente con el afán de la inmediatez aún sin tener los suficientes datos para emitir un juicio: ¿Argentino y porteño? Es fanfarrón.
– Reconstruimos el pasado con la información y el conocimiento de hoy: El Dr. Ravan no podría haber sido otra cosa que médico.
– Mezclamos recuerdos con imaginación editando los recuerdos cada vez que los relatamos a nosotros mismos o a los demás: Y así aquel lejano viaje me cambió la vida y se convirtió en el origen de mi sabiduría de hoy.
– Seleccionamos datos o información que confirmen las expectativas de aquello en lo que creemos: En lo que creemos no hay incoherencias, no hay espacio para la duda.
– Partimos de un concepto falso sobre una situación, seguimos un comportamiento que se adecue a esa idea y lo convertimos en realidad: Somos profetas.
– Valoramos la opinión de un experto aún cuando no ofrezca argumentos porque apreciamos su autoridad: Y caemos en la tontería calificada.
– Sobrestimamos la veracidad de nuestras creencias cuando obtenemos consenso a nuestro alrededor: Somos pequeños dioses sabelotodo.

– Creemos que todo lo anterior le pasa a los demás pero no a nosotros: Somos geniales.

Sí, sí. Decidimos por motivos emocionales que luego justificamos racionalmente. Cometemos errores monumentales debido a los sesgos cognitivos y eso no nos hace más espirituales ni sutiles. Solo nos demuestra que somos vulnerables, cometemos errores y generalmente tratamos de hacerlo tan bien como podemos. ¡En el fondo somos bienintencionados. solo un poco inconscientes!

De la libertad de elegir y el discernimiento.

El que algo sea normal no significa que sea lo correcto. El que la mayoría lo haga no significa que sea la mejor opción. Muchas veces adoptamos un modo de proceder por costumbre, seguimos un dogma porque otros lo hacen o por la comodidad que la vía ofrece el dejar en manos de terceros la necesidad de tomar decisiones.

Cuando nuestro compromiso espiritual es fuerte se vuelve sólida la necesidad de tomar de decisiones por nosotros mismos y volvernos más claros para distinguir lo apropiado para nuestra propia empresa de vivir. Pero desmantelar el conjunto de creencias e ilusiones que dieron forma a nuestra identidad y que ya no nos sirven, lleva tiempo y dedicación consciente para atender los sentimientos que descubrimos y las emociones que emergen con descontrol: «Simple, pero no fácil», dicen los maestros de todas las tradiciones.

Con la comprensión nos volvemos receptivos y permeables al cambio abriéndonos a la posibilidad de asistir a nuestras pequeñas grandes muertes cotidianas: al autoengaño, a la falsa identidad, a las creencias que dieron forma a nuestra relación con la realidad. Pero digámoslo sin dar vueltas: Morir al ego de lo que no somos causa mucho dolor y angustia, a veces acompañado de una sensación de estar cerca de un final macabro. Y es por eso que resulta fundamental recuperar la dignidad de quienes somos, integrando la verdad olvidada a nuestra experiencia vital más profunda, con el fin de posibilitar el despliegue de nuestra capacidad de discernir frente a las escenas y nuestro tránsito por ellas.

Las crisis vitales que inevitablemente atravesamos en el camino son una poderosa enseñanza que estimulan el discernimiento espiritual auténtico. Cuando nos animamos a abrir la ventana de la plenitud y reconocer los rincones del miedo y la desesperanza se inicia el verdadero proceso de vivir haciendo la opción consciente de morar en la verdad. La claridad al percibir los hechos nos vuelve más sutiles y permite transitar el agudo filo de la transformación de adentro hacia afuera. No hay atajos, necesitamos conocernos.

El gato del monasterio (cuento zen)

El maestro y sus discípulos comenzaron su meditación de la tarde. 
El gato que vivía en el monasterio hacía tanto ruido que distrajo los monjes de su práctica,
así que el maestro dio órdenes de atar al gato durante toda la práctica de la tarde.
Cuando el profesor murió años más tarde, el gato continuó siendo atado durante la sesión de meditación. Y cuando, a la larga, el gato murió, otro gato fue traído al monasterio y siendo atado durante las sesiones de práctica.
Siglos más tarde, eruditos descendientes del maestro escribieron tratados sobre la significación espiritual
de atar un gato para la práctica de la meditación.

Del discurso espiritual y el florido ego.

Con el tiempo nos podemos volver expertos en expresar principios universales incuestionables con diferente grado de precisión pero siempre con gran colorido retórico. Es una dramática verdad que transitamos la vida siendo víctimas de trampas y engaños variados, conscientes e inconscientes del florido ego y no es difícil escucharnos hablar con destreza sobre aquello que no comprendemos demasiado pero sobre lo que abrimos juicios rimbombantes y pontificamos con ligereza. El ego suele tener la costumbre de apropiarse ilícitamente de todo, incluida la espiritualidad para satisfacer sus propios fines.

Podemos vivir la vida como una sucesión de accidentes o hacernos responsables por nuestras decisiones. Pero hace falta ponerle la cara a la naturaleza de nuestros condicionamientos y dejar de dar vueltas en torno a ideas generales del ego, el karma o la predestinación para vivir un verdadero proceso de transformación espiritual.
El psiquismo humano es un entramado complejo y hay que familiarizarse con su dinámica para salir de la ceguera que distorsiona nuestra visión espiritual. Cultivar la claridad y el discernimiento, practicar y actuar conscientemente instante tras instante es el camino para dejar de entretenernos en la superficialidad de las palabras y retórica espiritualizada que solo describe pero no protagoniza ningún cambio más allá del cambio de ropas para salir a escena.

Es una expectativa bastante común e insensata creer que meditar por mucho tiempo o hacerlo desde hace años resolverá por sí mismo los condicionamientos variados en que vivimos confinados a experimentar la realidad cotidiana. Las heridas emocionales son una barrera que impide una visión espiritual más profunda y quien esté comprometido en un camino auténtico de transformación tiene que abordarlas y sanarlas porque de lo contrario no habrá liberación posible. El ego adopta formas que le permitan sobrevivir, formas más complejas que sus manifestaciones evidentes dado que es parte de la naturaleza humana y crea falsos refugios que nos cobijan con amabilidad, que son un consuelo pero solo dilatan toda posibilidad de transcendencia. Nuestra tarea es cambiar la relación que sostenemos con el ego y ponerle luz a nuestras oscuridades para lograr decidir con conciencia y libertad momento a momento, o al menos, con la mayor frecuencia posible de acuerdo a la etapa del camino.

«Bendito seas tú, que a cada instante, abres una puerta para entrar en la verdad o quedarte en el infierno.» (Leonard Cohen)