La Multitud que nos Habita

Una parte nuestra necesita orden mientras otra pugna por desbordar sobre todo ordenamiento. (Alice White)

Tantas cosas grandes pueden pasar desapercibidas y de tantas nimiedades podemos hacernos un mundo. Coqueteamos con el error cuando nos sentimos ciegos en medio de la luz del día o muertos en la plenitud de la vida. La confianza crece cuando caminamos nuestros días con menos prejuicios. Bendito es el momento en que la mirada se aclara y a pesar de tantas cosas tristes y vulgares, de tanta ingratitud e indiferencia, nos llenamos de inspiración y ganas de crear. Hay momentos que simplemente nos lanzan al mundo.

Permanecer por un instante en esa sucesión encadenada de momentos indeterminados, sentir con intensidad aquella lírica utopía y no vivir en las urgentes imposiciones de este mundo diseñado por otros. El tiempo deja de ser algo físico cuando descansamos en un horizonte abierto donde hay tanto por descubrir. A la memoria le gusta idealizar momentos. Qué sería de nosotros sin ellos…

A veces el hastío puede inflamarse hasta convertirse en asco existencial. ¿Quién no pasó alguna vez por esos momentos en que el vacío en el corazón se combina con el vacío del tiempo? Estos estados siempre han sido terreno fértil para la literatura melancólica que llena bibliotecas enteras y también para la visita al psicólogo. Pero, ¿por qué no tomar con naturalidad la angustia de estar vivo y no saber o las distintas necesidades a lo largo de la vida? Es que en lo más hondo del alma esperamos que algo suceda trayendo respuestas y hay momentos en que necesitamos disolver el pacto con nuestras certezas habituales y significados estáticos. Tras la neblina del hastío el carácter más misterioso de la vida se abre paso, y en ese umbral, puede brotar nuestro lado más entusiasta. Los vientos cambian todo el tiempo.

Nuestra existencia y la del mundo mismo descansa sobre un origen que no conocemos y se dirige a un destino que tampoco conocemos. En el resultado de ponerse a pensar sobre estos temas existenciales siempre hay un componente de angustia. ¿Cómo podría ser de otra manera frente a tamaña incertidumbre? El interés por estos aspectos de la vida sugiere un corazón inclinado a lo religioso, a no dejar que la vida pase de largo absorbidos por el pragmatismo mundano. A veces esta necesidad busca la verdad y suele tropezar largo rato con la creencia disfrazada de tal. Otras, quizá de manera más arrogante, pretende estar en posesión de ella. La religiosidad como dimensión humana es una experiencia de encuentro con el misterio de lo desconocido. En este sentido, soy profundamente religiosa; y el silencio y la naturaleza nutren mi espiritualidad.

El mundo es pura celebración para los sentidos. Un complejo significativo de relaciones se establecen a partir de sus sutilezas para captar matices y texturas. Nuestra vida humana es profundamente sensitiva, lo que sentimos nos expande y también nos restringe. Es un raro privilegio poder captar la desnudez de la simplicidad y al mismo tiempo la desbordante exuberancia para derivar en dilemas sobre los límites de lo aceptable. Nos gusta pensar que estamos en control de lo que sentimos pero nuestros cuerpos no parecen estar tan de acuerdo y lo hacen notar. Toda la belleza y el terror late en la fragilidad de la experiencia humana. Tanta maravilla a veces me deja sin palabras.

Los suburbios del corazón huelen, es fácil detectar que estamos en uno de ellos porque sentimos cierto recelo. Más curioso aún es que sean umbrales a mundos que de otro modo serían inaccesibles. Me gusta pensar que tropecé con lo que se hace visible como si hubiera aparecido de la nada y no que encontré lo que estaba buscando. Los sentimientos íntimos conservan su ritmo lento y prudente como una melodía que poco a poco absorbe toda nuestra atención y parecen compensar esas urgencias emocionales que suelen dominarnos tratando de sacar provecho al instante. Lo inesperado nunca se rinde a nuestro afán de control y cuanto más nos esforzamos, más crece el pelotón de espíritus que no vemos, empeñados ellos en agigantar nuestra sensación de incertidumbre. Irónicamente, la aventura se vuelve intensamente deliciosa frente a tanta ambigüedad, quizá para que no vivamos a medias.
Disfruto merodear por los suburbios del corazón, no les temo. En ellos siento que mi estado de ánimo reposa sobre sí mismo sin reclamar ni esperar nada, en ellos el tiempo se detiene.

 

 

La verdadera naturaleza del ser

En mi cuaderno de notas suelo asentar ideas sueltas, alguna percepción y también cosas que leo y me resultan significativas. Llevo tiempo elaborando sobre la verdadera naturaleza que nos constituye, cómo se manifiesta y el terreno fértil que representa el contacto íntimo con el mundo natural. En esta entrada intento expresar el significado de Samadhi.
Samadhi es una antigua palabra en sánscrito que significa unión,  unión de la persona individual con algo más grande, algo incomprensible para la mente. Es también la entrega de la mente individual a la mente universal. El propósito de toda meditación, yoga, alabanza y logro espiritual es Samadhi.
En el lenguaje de los místicos cristianos, es entregarnos a Dios. Samadhi es realizarnos a través de lo que el Buda llamó camino medio o lo que el taoísmo llama balance entre yin y yang.  Cuando el Samadhi es perfecto es la sabiduría de la Gran Realidad, una comprensión de la relación entre la forma y la vacuidad, de lo relativo y lo absoluto. Es entrar en la verdadera naturaleza de ser uno.
Samadhi comienza con un salto hacia lo desconocido, se debe alejar la conciencia de todos los objetos conocidos, de todos los fenómenos externos, de los pensamientos condicionados, de las sensaciones hacia la conciencia misma, hacia la fuente interior, el corazón o la esencia del ser.
La fuente no es una cosa, es la vacuidad o la quietud misma. El gran útero de la creación preñado con todas las posibilidades. Esta unión no puede ser entendida con una mente limitada e individual, solo se realiza en forma directa cuando la mente se aquieta. No hay ningún yo que despierte. Se despierta de la ilusión de ser un yo separado, del sueño de un yo limitado.
Samadhi es tan simple que cuando te dicen lo que es y cómo realizarlo, tu mente no lo comprende porque es justamente lo que necesita ser detenido para ser experimentado. aunque no es un acontecimiento en absoluto sino un estado.
¿Cómo podríamos utilizar palabras o imágenes para transmitir quietud? ¿Cómo podríamos transmitir silencio a través del ruido? Samadhi es un llamado radical a la inacción, a la meditación, al silencio interior. Una invitación a detenernos, a detener todo lo que está siendo impulsado por la mente egoísta. Mantente quieto y conoce. Nadie puede decirte qué va a emerger desde la quietud. Es una invitación a actuar desde el corazón espiritual.
Samadhi no es un estado alterado del ser ni una experiencia mística, es simplemente nuestro estado natural de presencia, de conciencia no mediada por el pensamiento.
La mayoría de la humanidad se encuentra en algún estado alterado todo el tiempo, un estado de identificación egoica con la forma y el pensamiento. Cuando uno está en el estado de presencia natural, libre de resistencia, la energía vital fluye con libertad hacia y desde nuestro mundo interior. Este flujo se convierte en una nueva interfaz con la realidad, literalmente, un nuevo nivel de conciencia o una nueva forma de ser-estar en el mundo.
A través de la antigua enseñanza del Samadhi la humanidad comenzará a entender la fuente común de todas las religiones y a alinearse nuevamente con la espiral de la vida, el gran espíritu, el dhama o el tao.
Samadhi es la puerta sin puerta, el camino sin camino, es el fin de la identificación con la estructura del yo que separa nuestros mundos interno y externo.

De la observación de la incertidumbre.

«Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido, una estructura donde fundarlo, también tienen por nostalgia diabólica, perderse en las apariencias, en la seducción de la imagen.» (Jean Baudrillard)

De la expansión a la contracción, de la intensidad al desvanecimiento. Los ciclos se repiten y dan forma al gran ciclo que todo lo contiene. Todas esas sensaciones tan intensas de las que quisiéramos escapar o aferrarnos dependiendo de tu tono, así como surgen en un momento para persistir, declinan para desaparecer. La forma de hacer las paces con lo que sucede es aceptar que todo tiene un principio y un final. Parece sencillo, pero nuestros dolores nos recuerdan nuestros apegos menos advertidos.

Vivir conscientes de nuestra finitud e incorporar la muerte como parte de la vida implica contemplar la incertidumbre como un principio. La muerte no nos arrebata nada, es simplemente el final de un ciclo. Es profundamente liberador pensar en el tiempo en sentido amplio, considerando intensidades y no sólo su paso. Si nos detenemos a observar nuestro mundo interno comprobaremos que tan atemporal en términos cronológicos es el ser espiritual. Observar la muerte resignifica y revitaliza, nos abre a la posibilidad de disfrutar en plenitud el milagro de estar vivos.

«Uno de los grandes regalos de la práctica contemplativa es que al calmar la mente y suavizar el corazón, vemos el misterio que nos rodea. Meditar, de alguna manera, es ser capaz de detenerse y escuchar la música de la vida con un sentido de reverencia, conexión y asombro.» (Jack Kornfield)

Vivir en la incertidumbre consciente es una actitud. No es resignarse, conformarse ni estar a la deriva. Es un estado de serena confianza en la aventura de vivir. Algo así como dejarse caer a un vacío sabio, un ofrecerse y entregarse a la vida que vivo y me vive. Es el abrazo voluntario a una verdad que nos contiene en su propio seno.

La naturaleza, a través de su entramado lleno de símbolos, nos invita a acariciar el misterio y vislumbrar el milagro. Al observar, explorar con ansias y reconocer a través de los sentidos el singular equilibrio en que todo se mueve, es posible contemplar la gracia en que la armonía se deja ver. Al volver a uno mismo, se percibe con facilidad la real dimensión espiritual de la vida.

El mundo natural ofrece una sorprendente combinación de poder y sutileza, el extremo de la fuerza en la tormenta y la gentil invitación de la brisa en la mañana. La vida se abre paso con persistencia y optimismo. Todo parece latir en una dulce espera acompasada. Observar el equilibrio que hay en su esencia remite a un lugar dentro de uno mismo. Imposible sentirse solo al intimar con este entorno. Es un privilegio tener la oportunidad de estar aquí, en este universo sensorial. Es que a veces, eso que supo permanecer inexplicable parece llamarnos.

El estado de presencia es ante todo una experiencia sentida que impregna los sentidos. La belleza en lo bello deja de ser un afuera para transformarse en una chispa que enciende una luz interior difícil de traducir en palabras. (Alice White)

Disfruto visitar las reservas ecológicas de la zona donde vivo. Temprano en la mañana hay garantía de intimidad y puedo sentir una especial conexión con ese entorno de verdes y troncos que se abren paso hacia el cielo. Las ramas más delgadas se mueven al compás del viento dando ejemplo de adaptación. Los árboles parecen observarlo todo desde su quietud. Nunca estoy sola cuando camino a través de los senderos, siento que soy reconocida y abrazada por algo grande que es consciente de mi presencia. Creo que nos agradamos mutuamente.

 

De las expectativas y las humanas ansiedades.

A veces es muy útil meditar sobre un tema en particular para explorar hasta que punto estamos condicionados por lo que sentimos y la manera en que la respuesta que damos en el presente está influida por ello. Es el caso de la sutil sensación de expectación. Tenemos expectativa porque creemos que recibiremos algo que nos completará, que nos hará sentir plenos, algo que terminará con la incomodidad, con esa inquietud vital que nos acompaña sin invitación. Al anticiparnos al futuro a través de las expectativas perdemos la experiencia actual y viajamos con la imaginación a un futuro donde esperamos recibir «un algo» que satisfará aquello que deseamos intensamente. No advertimos que todo aquello que nos sea dado en el futuro también nos será arrebatado en algún momento, de modo que no puede ser fuente de paz y plenitud duradera. La presencia de expectativas en nuestra mente delata nuestras creencias sobre la existencia de algo por conseguir, que el bienestar es un objeto más que podemos adquirir. Pero la plenitud no tiene nada que ver con algo que no está presente en cierto momento y sí en otro. Es un estado completamente atemporal vinculado al hecho de estar presente.

Al vivir en la expectación sobre lo que vendrá en un futuro negamos justamente lo que estamos esperando.  Cuando adviertas su compañía sutil puedes preguntarte, ¿qué estoy esperando? Una respuesta honesta contendrá la descripción de algún objeto o estado de la mente. Recuérdate que cualquier cosa que llegue en algún momento también se irá, de modo que no puede ser fuente de paz duradera. Nuestra naturaleza esencial e inmutable yace en el origen de lo que somos y no en algo por venir.

No se trata de detener o modificar las expectativas sino de orientarnos a la comprensión de su naturaleza, aparición y forma. Descansar silenciosamente en esa comprensión nos aquieta. Necesitamos advertir los impulsos emocionales que nos dominan llevándonos hacia el futuro o el pasado como una forma de resistirnos a lo que está presente. No nos damos cuenta hasta el punto en que nos convertimos en la mismísima actividad de resistir. La resistencia se volvió casi una norma de tanto practicarla y la no aceptación que la acompaña condiciona lo que pensamos y sentimos de forma prerracional. Necesitamos evaluar nuestros impulsos.

La mecánica de la expectación queda expuesta en la contemplación silenciosa. Observarla y comprenderla es ver con discernimiento. La conciencia atenta distingue que, aquello que anhelamos profundamente, no tiene nada que ver con la ansiedad tan común que se renueva todo el tiempo con nuevos deseos. Cuando descansamos en esta comprensión las expectativas se deshacen con naturalidad, sin esfuerzo, no es algo que hacemos sino algo que sucede. Es entonces cuando podemos recobrar nuestra naturaleza esencial e inmutable y el estado de plenitud que la constituye.

 

Del no saber y su sabiduría

Los años jóvenes saben de productividad, nos enseñan de la eficiencia, de la importancia de dividir lo grande en pequeño. La adultez nos encuentra analíticos y con la satisfacción de tomar buenas decisiones posicionados en la fragmentación. Pero es el pensamiento abstracto el que despierta la pasión que proviene del todo y no de sus partes. En ello, la poesía y la matemática son muy parecidas, ambas conectan con lo esencial y necesitan del silencio para brotar. El sentir y el razonar no son opuestos sino complementarios.
Cuando uno se sienta y se siente las partes dejan de tener existencia, la intimidad con la vida que provoca la quietud quizá sea el método por excelencia para conectarnos con la totalidad que todo lo contiene. La atención despojada de finalidad, paradójicamente, se abre a la medida sin medida, al latido de lo contemplado.
La naturaleza del hombre da un “salto de alegría” cuando se supera la ilusión de la finalidad y se percata de que él mismo es el fin y el tiempo del instante, que toda meta es un después y el después una mera cuenta. (Nietzsche)
Probablemente, el síntoma inequívoco de la madurez, sea el recobrar la conexión con la totalidad en su presencia más simple, la conciencia de la intemporalidad del momento. 
Porque lo simple aloja la esencialidad que incluye lo complejo. No le falta nada, se libera de las redes de la razón para explicar lo complejo aunque sin oponerse a ella. La vida parece abrirse a la mirada que no desea ni trata de apropiarse de nada sino que se ofrece en su desnudez.
Disfruto del decir poético porque es flexible, sugiere, señala un sentido siempre abierto sin tratar de definir ni acotar.
En la difusa frontera del día y la noche mora la nostalgia de la duda, la sombra de lo incierto que es umbral a lo desconocido. Las palabras, arquitectas de la trama que incesantemente tejemos, buscan sosiego en el silencio, allí en el olvido donde sólo quedan sus huellas. También necesitan dejarse ir para no perderse. (Alice White)

De los recuerdos como postales del pasado

El camino de regreso a uno mismo está sembrado de soledad y silencio. La quietud cala hondo señalando la dirección. Las palabras y las imágenes se vuelven recuerdo que evoca una vida que ya no existe pero está impregnada de lo que nos constituye.

A veces aparece cierta melancolía o alguna nostalgia de la mano de un recuerdo de lo que fue y de cómo debería ser hoy en consecuencia, pero enseguida uno siente la compensación de la vida a través de la lucidez natural y cierta claridad sobre lo que ya no es para uno. Como un recordatorio de nuestros apegos nos vemos en el espejo y podemos distinguir que ya no somos ese protagonista del recuerdo sino otra edición. Cierta ficción en el relato, se convierte entonces, en el filtro imprescindible para suavizar las luces con las que vemos los recuerdos de la vida propia.
Algo de madurez se deja ver cuando ya no somos todo lo innecesariamente rigurosos que alguna vez fuimos.

Que tengas la sabiduría de evitar la falsa resistencia.
Que cuando el dolor toque tu puerta seas capaz de vislumbrar sus frutos.
Que la gracia de la aceptación cure tus heridas.
Que una luz oblicua entrando por la ventana siempre te sorprenda.
Que despiertes al misterio de estar aquí y comprendas la silenciosa inmensidad de tu presencia.

De la intimidad del vínculo con la naturaleza, el camino y sus curvas.

La memoria es ese lugar donde nuestros recuerdos se reúnen secretamente a darle forma a nuestros días presentes y reconocen que un corazón abierto al asombro nunca envejece. El tiempo entonces se convierte en eternidad que vive en el ritmo de la vida. Cada día tiene ese potencial de crear nuevos espacios en nuestro corazón y terminar con el exilio de uno mismo. Como una paradoja más, la eternidad desolada nos apremia para que la habitemos.

El arte de la contemplación me conecta con la vida. Creo en la magia que se expresa en la verdad de un árbol. La atención profunda a la naturaleza del cambio nos conduce a la comprensión de lo que somos. Cuando contemplamos atentamente un árbol, vemos en él todos los elementos que no lo componen: la tierra, el sol, los minerales o el jardinero que lo plantó y lo cuida. Pero si la mirada es lo suficientemente profunda, podemos percibir que está saturado de todo lo que se manifiesta en la forma de ese árbol: el tiempo, el espacio, el sol, la lluvia, incluso la conciencia que lo capta. El árbol existe en relación a todas las cosas, no es separado de lo demás. Al mismo tiempo es único. Nosotros somos como ese árbol, cada uno de nosotros es un retoño del jardín de la humanidad. Y asomados a nuestro interior más profundo no es difícil descubrir que lo poseemos todo y nada a la vez. En esa impermanencia se esconde el secreto de la aceptación.

Hay explicaciones que simplemente chocan con las limitaciones del lenguaje. Otras con el propio pensamiento que trata de razonar lo que se resiste a ser sometido a análisis. Lo que las palabras no alcanzan a decir lo dice el viento al rozarnos la cara y el sonido de las olas al romper en la playa; lo dice el murmullo del río bajo y la quietud de las piedras que contemplan los infinitos pasos. Casi todo lo que las palabras no alcanzan a decir lo expresa el corazón en sus latidos y lo confirma la respiración sin causa. Pero, probablemente sea el silencio de todos los silencios el que finalmente explique los detalles. Porque allí vibra la vida. Medito porque no me alcanza con lo evidente. Porque cada momento nos exhorta y la realidad nos interpela cuando respiramos profundo el rocío de la mañana.

Existe un gran poder que acompaña el darse cuenta y entender los mecanismos del pensamiento. Al percibir que los pensamientos no son todo lo que somos y volvernos conscientes de los patrones que nos llevan al sufrimiento, la frustración o a la confusión, podemos ser menos reactivos y tomar decisiones más lúcidamente. En el zen se dice que solo hay dos cosas: Sentarse y barrer el jardín. No importa lo grande que sea el jardín. Se aprende a aquietar la mente, abrir el corazón y recordar, en esa quietud, lo que realmente importa: Los valores del corazón y quiénes somos para descubrir la amorosa conciencia de sí mismo encarnada en este misterio. Y mientras uno lo hace, el sentido de conexión con la vida se manifiesta. Ni siquiera hay que cultivarla. Este es uno de los resultados visibles del hábito de meditar y cultivar una actitud meditativa: transforman la experiencia de esta vida, aquí mismo.Y cada día se vuelve un regalo en el que solo cabe reverencia y gratitud.

Si no puedes encontrar la verdad en el lugar donde estás, ¿dónde esperas encontrarla?