Trazos del Vacío

La naturaleza es un umbral donde el ser humano puede observar con admiración renovada el misterio de la creación continua.

Por sobre la confusión del día a día, en contacto con el silencio siempre podemos observar el mundo de una forma menos parcial. Todo sugiere unidad. La quietud es un umbral hacia la vastedad y al mismo tiempo condición para contemplar lo exorbitante. Cada lugar que posibilita el ensueño se vuelve íntimo y desdibuja los límites. La inmensidad que nos habita se refleja en el simbolismo de lo observado y se convierte en hogar, en mundo propio. Cierto sentido de pertenencia mutua parece armonizar nuestras urgencias y socializamos con algo más que nosotros mismos y los que son como nosotros. En soledad hablamos con una audiencia amplia.

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A veces una imagen nos invita a permanecer en su corazón, a dejarnos ensoñar en ella para reconocernos. Nos sentimos receptivos frente a algo en apariencia común y sutilmente creamos una conexión simbólica. Entonces las palabras nos abandonan dejando espacio a las sensaciones. La poética de la vida se expresa inesperadamente en una imagen que se expande y contrae por fuera de toda lógica. Quizá percibimos un eco. ¿Será que nuestros recuerdos tienen ciertos refugios para esperarnos? Ciertos estados internos nos sobrepasan y la profundidad de la vida se revela en un instante.

 

Del no saber y su sabiduría

Los años jóvenes saben de productividad, nos enseñan de la eficiencia, de la importancia de dividir lo grande en pequeño. La adultez nos encuentra analíticos y con la satisfacción de tomar buenas decisiones posicionados en la fragmentación. Pero es el pensamiento abstracto el que despierta la pasión que proviene del todo y no de sus partes. En ello, la poesía y la matemática son muy parecidas, ambas conectan con lo esencial y necesitan del silencio para brotar. El sentir y el razonar no son opuestos sino complementarios.
Cuando uno se sienta y se siente las partes dejan de tener existencia, la intimidad con la vida que provoca la quietud quizá sea el método por excelencia para conectarnos con la totalidad que todo lo contiene. La atención despojada de finalidad, paradójicamente, se abre a la medida sin medida, al latido de lo contemplado.
La naturaleza del hombre da un “salto de alegría” cuando se supera la ilusión de la finalidad y se percata de que él mismo es el fin y el tiempo del instante, que toda meta es un después y el después una mera cuenta. (Nietzsche)
Probablemente, el síntoma inequívoco de la madurez, sea el recobrar la conexión con la totalidad en su presencia más simple, la conciencia de la intemporalidad del momento. 
Porque lo simple aloja la esencialidad que incluye lo complejo. No le falta nada, se libera de las redes de la razón para explicar lo complejo aunque sin oponerse a ella. La vida parece abrirse a la mirada que no desea ni trata de apropiarse de nada sino que se ofrece en su desnudez.
Disfruto del decir poético porque es flexible, sugiere, señala un sentido siempre abierto sin tratar de definir ni acotar.
En la difusa frontera del día y la noche mora la nostalgia de la duda, la sombra de lo incierto que es umbral a lo desconocido. Las palabras, arquitectas de la trama que incesantemente tejemos, buscan sosiego en el silencio, allí en el olvido donde sólo quedan sus huellas. También necesitan dejarse ir para no perderse. (Alice White)

De la soledad y la delicadeza del descubrimiento.

Soledad es una palabra que se destaca por sí misma con su austera belleza. Se puede sentir como una invitación a la profundidad pero también como un inminente peligro. Puede sonar hasta extraña cuando imaginamos el mundo ineludible que la acompaña.

Probablemente, el primer paso para estar en soledad sea admitir el miedo que sentimos al pensar lo que somos. Si pasar tiempo solos puede ser una decisión difícil, vivir la soledad interna que genera el silencio puede ser atemorizante. Sucede que nos encontramos con la intimidad de la contemplación de lo desconocido, el dolor, la locura, la falta de amor. Para encontrarnos con nosotros mismos debemos admitir que nos asusta.

Cuando habitamos nuestros cuerpos en soledad sentimos diferente a cuando estamos con otros. Vivimos la pregunta en lugar de la urgencia del mensaje.

Aún así, la soledad no necesita un desierto, un amplio océano ni una montaña tranquila para darnos su mensaje. En compañía de otros y aún en las circunstancias más íntimas de un cuarto o alrededor de una pequeña mesa en la cocina podemos sentir la singularidad de la existencia humana al mismo tiempo que experimentamos la unión profunda con quienes nos rodean. La intensidad de la soledad puede inclusive convertirla en la medida del vínculo.

Pasar un tiempo solos nos hace permeables para escuchar pacientemente los relatos forzados y las interpretaciones de sus causas. Pero la soledad nos pide para florecer, hacernos amigos del silencio, cultivar ese vínculo que nos vuelve abiertos y comprensivos. La soledad nos desnuda exhibiendo con crudeza toda nuestra vulnerabilidad con la simpleza del miedo. Cuando la soledad florece nos volvemos autocompasivos y encontramos nuestro propio camino a través del espejo silencioso.

La soledad puede no estar de moda en este tiempo e inclusive ser vista como un índice de falta de integración social o de aprecio por los demás. Enorme es el error de creer que el entretenimiento social es cultivar las relaciones puesto que solo se mantendrán en el límite de la superficialidad. Una superficialidad confortable para nuestro miedo de intimidad.

«Luego de haber cortado todos los brazos que se tendían hacia mí; luego de haber tapiado todas las ventanas y puertas; luego de haber inundado con agua envenenada los fosos; luego de haber edificado mi casa en la roca de un No inaccesible a los halagos y al miedo; luego de haberme cortado la lengua y luego de haberla devorado; luego de haber arrojado puñados de silencio y monosílabos de desprecio a mis amores; luego de haber olvidado mi nombre y el nombre de mi lugar natal y el nombre de mi estirpe; luego de haberme juzgado y haberme sentenciado a perpetua espera ya soledad perpetua, oí contra las piedras de mi calabozo de silogismos la embestida húmeda, tierna, insistente, de la primavera.» (Octavio Paz)

De los recuerdos como postales del pasado

El camino de regreso a uno mismo está sembrado de soledad y silencio. La quietud cala hondo señalando la dirección. Las palabras y las imágenes se vuelven recuerdo que evoca una vida que ya no existe pero está impregnada de lo que nos constituye.

A veces aparece cierta melancolía o alguna nostalgia de la mano de un recuerdo de lo que fue y de cómo debería ser hoy en consecuencia, pero enseguida uno siente la compensación de la vida a través de la lucidez natural y cierta claridad sobre lo que ya no es para uno. Como un recordatorio de nuestros apegos nos vemos en el espejo y podemos distinguir que ya no somos ese protagonista del recuerdo sino otra edición. Cierta ficción en el relato, se convierte entonces, en el filtro imprescindible para suavizar las luces con las que vemos los recuerdos de la vida propia.
Algo de madurez se deja ver cuando ya no somos todo lo innecesariamente rigurosos que alguna vez fuimos.

Que tengas la sabiduría de evitar la falsa resistencia.
Que cuando el dolor toque tu puerta seas capaz de vislumbrar sus frutos.
Que la gracia de la aceptación cure tus heridas.
Que una luz oblicua entrando por la ventana siempre te sorprenda.
Que despiertes al misterio de estar aquí y comprendas la silenciosa inmensidad de tu presencia.

De la paz de las preguntas y la soledad habitada.

Habita en la naturaleza una delicada soledad. Una sabiduría amable que es afín a nuestra discreta timidez. La costa del mar con su sincronizado movimiento deleita la mirada humana. Nos seduce y atrapa. A la mente desconcertada le agrada pasear por la playa e impregnarse de ese ritmo con el que el mar llega y retrocede. Libera los nudos que crea el pensamiento. Los suelta y armoniza para que ocupen su lugar. Es la paz invisible que se hace visible y nos renueva cuando tomamos conciencia de lo eterno y lo impermanente, de la profunda afinidad que existe en el reflejo del silencio.

No se trata de convertirse en alguien solitario sino de aprender a vivir dentro del silencio de la propia soledad. De renunciar a los mundos que no nos pertenecen y estar en paz. La soledad no es un peso, es el umbral de una conexión profunda con todas las cosas.
El error es sentirse aislado. Todo espera por nosotros. Incluso en el momento más inesperado podemos captar la grandiosa diversidad, la extraordinaria presencia que acompaña y acoge nuestro propio tono. La atención se convierte entonces en la disciplina oculta de la familiaridad.

» Sentirte abandonado es negar la intimidad de tu entorno.» (David Whyte)

La vida adquiere la forma en que habitamos nuestros días, horas y momentos. La vida es movimiento y el despliegue de nuestros anhelos más íntimos le ponen el ritmo. Si vivimos replegados en algún confín del alma, no es raro que la vida se convierta en pura hostilidad. Es nuestra tarea reconocernos y reconvertir las formas en que nos vinculamos para notar lo asombroso de este mundo que constituimos y nos constituye. Nadie puede hacernos el favor de hacerlo por nosotros.

Podemos formularnos muchas clases de preguntas. Las hay estériles y fértiles, para eruditos y para gorriones. Las hay estimulantes e inútiles, están las retóricas que patean tachos y las que demandan respuesta con su urgencia. Pero hay algunas que son un despertador convertidas en poesía.
Los Gansos Salvajes
¿Quién hizo al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién hizo a la langosta?
Esta langosta, quiero decir-
la que acaba de lanzarse desde el pasto
la que come azúcar de mi mano,
la que mueve sus mandíbulas
hacia atrás y hacia adelante,
en vez de arriba y abajo-
la que mira a su alrededor con sus ojos
enormes y complicados.
Ahora levanta sus pálidos antebrazos
y se lava la cara meticulosamente.
Ahora abre las alas de un brinco, y se va flotando.
Yo no sé qué es exactamente un rezo.
Sí sé prestar atención, sé cómo caerme
sobre el pasto, cómo arrodillarme en el pasto,
cómo ser ociosa y bendita, cómo pasear por los prados
que es lo que he estado haciendo todo el día,
Dime, ¿qué debiera haber hecho?
¿No es que todo muere al fin, y demasiado pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer tú
con tu vida única,
salvaje, preciosa?
(Mary Oliver)

Del centro de la soledad y su naturaleza.

Cada alma tiene una sed espiritual que le es única y una hondura singular que le va dando forma a sus necesidades. Pero el misterio de la vida es equidistante a todos y resplandece en la soledad de la naturaleza. La palabra es a veces un umbral a través del que intentamos vislumbrar esa belleza que nos inunda cuando logramos ver a través de la fachada exterior. Son esos momentos en que estamos en consonancia con su ritmo y lo que sentimos se convierte en la puerta a lo trascendente. Al mundo invisible del espíritu de todas las cosas.

El paisaje es la expresión última del dónde. Contiene el misterio y nuestras ansias de libertad y hogar. Un mundo invisible materializado en la sutileza de lo visible. El universo entra en resonancia consigo mismo en una mente serena y la contemplación quizá sea la vía óptima para salir del laberinto.
El alma no se limita a estar oculta en algún recoveco del cuerpo. Probablemente, lo sensorial sea inseparable de lo místico.

La única distancia que nos separa de distinguir la belleza es interior. Nadie está desprovisto de la hondura y la luz que la hace visible. La belleza resplandece en la soledad de los recovecos del silencio. Allí la luz dignifica la naturaleza de cada cosa creando afinidad y comunión.
Cuando superamos el miedo que construyó prejuicios y nos aventuramos a la recorrer los extremos de nuestra propia soledad con sus experiencias de vacío y abandono encontraremos su centro. Una vez allí, es natural que habitemos su intimidad y refugio. Las cosas más significativas que necesitamos están en ese centro y no en algún otro lugar.

No me interesa si hay un Dios o muchos dioses.
Quiero saber si perteneces o te sientes abandonado.
Si conoces la desesperación o la puedes ver en los demás.
Quiero saber si estás preparado para vivir en el mundo con su áspera necesidad de cambiarte.
Si puedes mirar hacia atrás con ojos firmes diciendo aquí es donde me encuentro.
Quiero saber si sabes cómo fundirte en ese feroz calor de vivir cayendo hacia el centro de tu anhelo.
Quiero saber si estás dispuesto a vivir, día a día, con la consecuencia del amor y la amarga pasión no deseada de una derrota segura.
Me han dicho, que en ese feroz abrazo, incluso los dioses hablan de Dios.
(David Whyte)

De la acción y la trampa de vivir ocupado.

Es muy común escuchar a la gente decir lo ocupada que está. Se ha vuelto casi una respuesta predeterminada el «no tengo tiempo, estoy muy ocupado o tengo que revisar mi agenda» casi como una jactancia. Lo que aparenta ser una queja es realidad un estilo de vida y generalmente recibe una respuesta del interlocutor de turno del tipo «es un buen problema para tener, mejor que estar desocupado» que no hace más que reafirmar la idea. Es indudable que el estar ocupado es un estilo ansioso que hace sentir a la gente valiosa y codiciada pero esconde un cierto miedo al vacío de no tener nada que hacer y encontrarse relajado. Estar ocupado es una elección, casi una forma de reafirmación existencial, una cobertura frente al vacío que causa el no encontrarse a sí mismo más allá de la acción. Es así como el hacer crea dependencia y luego una forma de adicción como manera de mantenerse estimulado para retroalimentar un círculo carente de virtud.

En un absurdo agotamiento histriónico transcurre la vida de los «very busy» como una manera de encubrir que la mayor parte de lo que hacen, no tiene ninguna importancia. ¡Pero siempre tienen algo que hacer! ¡Son alguien porque están haciendo!

Prefiero vivir de otra manera, a un ritmo más sano, agradable, que me permita disfrutar del sol, de andar en bicicleta, de meditar en compañía de mi gata o de simplemente sentarme en el jardín a escuchar las conversaciones de los pájaros. El ocio no es un lujo, solo para vacaciones o un vicio. No. Me di cuenta que puedo convivir con mis propios pensamientos negativos sin que se vuelvan intrusivos. Que elijo no hacer el esfuerzo cognitivo insostenible de evadir mis emociones porque soy un ser humano, vulnerable. Y eso también es normal. Que cuanto más estoy en contacto con mis propios sentimientos y experiencias, más ricos y precisos se vuelven mis vínculos con los demás. La tranquilidad y el silencio nos devuelven a la vida real para ver con otros ojos, para renovar nuestra creatividad y deseos de hacer con sentido. Es el tiempo en soledad, el de estar con uno mismo lo que le da un marco a la vida.

Hay un punto medio entre el ajetreo frenético y la indolencia desafiante, no hace falta vivir en los extremos para construir identidad porque lo que somos debería ser una expresión a través del hacer y no lo que hacemos construir nuestra identidad como personas.

Se trata de tomar más decisiones conscientes apoyadas en la reflexión honesta acerca de la real dimensión del vínculo entre el tiempo y el dinero para concluir que lo parecía un lujo es en realidad un derecho humano y una forma de estar en el mundo.

 

«En cada muerte, un mundo ocupado llega a su fin.» (Mason Cooley)