El Decorado del Saber

Nuestras verdades no valen más que las de nuestros antepasados. Tras haber sustituido sus mitos y sus símbolos por conceptos, nos creemos más «avanzados»; pero esos mitos y esos símbolos no expresan menos que nuestros conceptos. El Árbol de la vida, la Serpiente, Eva y el Paraíso, significan tanto como: Vida, Conocimiento, Tentación, Inconsciente. Las configuraciones concretas del mal y del bien en la mitología van tan lejos como el Mal y el Bien de la ética. El Saber -en lo que tiene de profundo- no cambia nunca: sólo su decorado varía. Prosigue el amor sin Venus, la guerra sin Marte, y, si los dioses no intervienen ya en los acontecimientos, no por ello tales acontecimientos son más explicables ni menos desconcertantes: solamente, una retahíla de fórmulas reemplaza la pompa de las antiguas leyendas, sin que por ello las constantes de la vida humana se encuentren modificadas, pues la ciencia no las capta más íntimamente que los relatos poéticos.
La suficiencia moderna no tienen límites: nos creemos más ilustrados y más profundos que todos los siglos pasados, olvidando que la enseñanza de un Buda puso a millares de seres ante el problema de la nada, problema que imaginamos haber descubierto porque hemos cambiado sus términos e introducido un poquito de erudición. Pero, ¿qué pensador occidental podría ser comparado con un monje budista? Nos perdemos en textos y en terminologías: la meditación es dato desconocido para la filosofía moderna. Si queremos conservar cierta decencia intelectual, el entusiasmo por la civilización debe ser barrido, lo mismo que la superstición de la Historia. Por lo que respecta a los grandes problemas, no tenemos ninguna ventaja sobre nuestros antepasados o sobre nuestros predecesores más recientes: siempre se ha sabido todo, al menos en lo que concierne a lo Esencial; la filosofía moderna no añade nada a la filosofía china, hindú o griega. Por otra parte, no podría haber un problema nuevo, pese a que nuestra ingenuidad o nuestra infatuación querrían persuadirnos de los contrario. En lo tocante a juego de las ideas, ¿quién igualó jamás a un sofista chino o griego, quién llevó más lejos que él la osadía en la abstracción? Todos los extremos del pensamiento fueron alcanzados desde siempre y en todas la civilizaciones. Seducidos por el demonio de lo Inédito, olvidamos demasiado pronto que somos los epígonos del primer pitecántropo que se puso a reflexionar.

Hegel es el gran responsable del optimismo moderno. ¿Cómo no vio que la conciencia cambia solamente de forma y de modalidades, pero que no progresa en nada? El devenir excluye una realización absoluta, una meta: la aventura temporal se desarrolla sin un objetivo exterior a ella, y acabará cuando sus posibilidades de caminar se hayan agotado. El grado de conciencia varía con las épocas, sin que dicha conciencia aumente con su sucesión. No somos más conscientes que el mundo grecorromano, el Renacimiento o el siglo XVIII; Cada época es perfecta en sí misma., y perecedera. Hay momentos privilegiados en que la conciencia se exaspera, pero jamás hubo eclipse de lucidez tal que el hombre fuera capaz de abordas los problemas esenciales, pues la historia no es más que una perpetua crisis, una quiebra de la ingenuidad. Los estados negativos -que son precisamente los que exasperan la conciencia- se distribuyen diversamente, pero, sin embargo, están presentes en todos los períodos históricos; si son equilibrados y felices, conocen el Hastío -término natural de la felicidad-; si descentrados y tumultuosos, sufren la desesperación, y las crisis religiosas que de ella se derivan. La idea de Paraíso terrenal fue compuesta con todos los elementos incompatibles con la Historia, con el espacio donde florecen los estados negativos.
Todas las vías, todos loa procedimientos de conocer son válidos: razonamiento, intuición, repugnancia, entusiasmo, gemido. Una visión del mundo articulada en conceptos no es más legítima que otra surgida de las lágrimas: argumentos y suspiros son modalidades igualmente concluyentes e igualmente nulas. Construyo una forma de universo: creo en ella, y es el universo, el cual se desploma empero bajo el asalto de otra certeza o de otra duda. El último de los iletrados y Aristóteles son igualmente irrefutables y frágiles. Lo absoluto y la caducidad caracterizan la obra madurada durante años tanto como el poeta surgido del favor del instante. ¿Acaso hay más verdad en la Fenomenología del Espíritu que en el Epipsychidion? La inspiración fulgurante, lo mismo que la profundidad laboriosa, nos presentan resultados definitivos e irrisorios. Hoy prefiero tal escritor a tal otro; mañana le tocará la vez a una obra que antaño abominaba. Las creaciones del espíritu -y los principios que las presiden- se resignan al destino de nuestros humores, de nuestra edad, de nuestras fiebres y de nuestras decepciones. Ponemos en tela de juicio todo lo que antaño amamos, y tenemos siempre razón y siempre estamos equivocados; pues todo es válido y todo carece de importancia. Sonrío: nace un mundo; me entristezco: desaparece, y ya se perfila otro. No hay opinión, sistema o creencia que no sea justa y al mismo tiempo absurda, según nos adhiramos o nos separemos de ella.
No se encuentra más rigor en la filosofía que en la poesía, ni en el espíritu que en el corazón; el rigor no existe más que en la medida que uno se identifique con la cosa que se aborda o se sufre; desde el exterior todo es arbitrario: razones y sentimientos. Lo que llaman verdad es un error insuficientemente vivido, aún no vaciado, pero que no podrá dejar de envejecer pronto, un error nuevo, y que espera comprometer su novedad. El saber florece y se seca a la par que nuestros sentimientos. Y si recorremos todas las verdades, es porque nos hemos agotado juntos, y ya no hay más savia en nosotros que en ellas. La Historia es inconcebible fuera de aquel a quien decepciona. De este modo, se precisa el deseo de dejarnos arrastrar por la melancolía y de morir de ella…
El verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes. ¿Qué idea rica o extraña fue nunca fruto de un durmiente? ¿Es bueno vuestro sueño? ¿Son apacibles vuestros sueños?: engrosáis la turba anónima. El día es hostil a los pensamientos, el sol los obscurece; sólo florecen en plena noche… Conclusión del saber nocturno: quien llega a una conclusión tranquilizadora sobre lo que sea da pruebas de imbecilidad o de falsa caridad. ¿quién halló jamás una sola verdad alegre que fuera válida? ¿Quién salvó el honor del intelecto con propósitos diurnos? Afortunado quien puede decir: «Tengo el saber triste.»

La Historia es la ironía en marcha, la risotada del espíritu a través de los hombres y los acontecimientos. Hoy triunfa tal creencia; mañana, vencida, será maldita y reemplazada: los que la creyeron la seguirán en su derrota. Después viene otra generación: la antigua creencia entra de nuevo en vigor; sus demolidos monumentos son reedificados de nuevo…, en espera de que perezcan otra vez. Ningún principio inmutable regula los favores y las severidades de la suerte: su sucesión participa en la inmensa farsa del Espíritu, que confunde, en su juego, los impostores y los fervientes, las astucias y los ardores. Contemplad las polémicas de cada siglo: no parecen motivadas ni necesarias. Sin embargo, fueron la vida de ese siglo. Calvinismo, quietismo, Port-Royal, la Enciclopedia, Revolución, positivismo, etc…, ¡qué sarta de absurdos… que debieron ser, qué derroche inútil, y sin embargo fatal! Desde los concilios ecuménicos hasta las controversias políticas contemporáneas, las ortodoxias y las herejías han asaltado la curiosidad del hombre con su irresistible sinsentido. Bajo disfraces diversos, siempre habrá anti y pro, sea a propósito del Cielo o del Burdel. Millares de hombres sufrirán por sutilezas relativas a la Virgen y a su hijo; otros miles se atormentarán por dogmas menos gratuitos, pero igualmente improbables. Todas las verdades constituyen sectas que acaban por tener un destino tipo Port-Royal, siendo perseguidas y destruidas; después sus ruinas llegan a ser veneradas, y aureoladas por la iniquidad sufrida, se transforman en lugares de peregrinaje…
No es más razonable conceder más interés a las discusiones sobre la democracia y sus formas, que a las que tuvieron lugar, en la Edad Media, sobre el nominalismo y el realismo: cada época se intoxica con un absoluto, menos y fastidioso, pero de apariencia única; no puede evitarse el ser contemporáneo de una fe, de un sistema, de una ideología, el ser, en resumen, de su tiempo. Para emanciparse haría falta tener la frialdad de un dios del desprecio…

Que la Historia no tenga ningún sentido es algo que debería alegrarnos. ¿Nos atormataríamos acaso por una solución feliz del porvenir, por una fiesta final en la que nuestros sudores y desastres corriesen con todos los gastos? ¿A favor de idiotas futuros, exultando sobre nuestras penas y bailoteando sobre nuestras cenizas? La visión de un desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las peores divagaciones de la esperanza. Todo lo que podríamos pretextar en excusa del Tiempo es que se hallan en él momentos más aprovechables que otros, accidentes sin importancia en una intolerable monotonía de perplejidades. El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad…
¿Merced a qué truco lo que parece ser escapó al control de lo que es? Bastó un momento de inatención, de debilidad en el seno de la Nada: las larvas se aprovecharon; una laguna en su vigilancia: y aquí estamos. Igual que la vida suplantó a la nada, fue suplantada, a su vez, por la Historia: así la existencia emprendió un ciclo de herejías que minaron la ortodoxia de la nada.

(Extracto de Breviario de Podredumbre, de Émile M. Cioran)

De la hondura radical y la espiritualidad sin cosmética.

¿Quién elige lo que pienso? ¿Cuál es el yo a cargo? ¿Soy capaz de darme cuenta o sólo me volví habilidoso para relatar la diferencia? Esta es la gran distinción entre ser consciente, despertar a la dimensión espiritual que me constituye y el sólo haberme identificado con una creencia que le da forma a lo que pienso y me hace sentir la seguridad de la pertenencia. La identificación es una forma que toma el ego para sentir que existe. Lo que hace al ámbito de la espiritualidad tan difícil de acotar es justamente la subjetividad que cobra la experiencia y por eso es espacio propicio para el cocoliche, el todo vale y el mensaje «happy flower». Pero conocerse en profundidad, no es como «ir a la casa de la tía».

La tendencia a quedar atrapado en un punto de vista restringido es muy humana. Nos hace sentir seguros. Parece que la biología ama la simplificación y nos ayuda entonces a sacar conclusiones parciales como si fueran la verdad revelada. Sucede que eso que llamamos «la realidad» es multidimensional y si fragmentamos la mirada solo conectamos con un aspecto de ella, con un nivel. Cada análisis de una situación tiene «algo» de verdad. Y lamentablemente, las mayores atrocidades humanas también se cometen en este nivel de análisis absoluto.
Me parece que la tarea humana fundamental es salir del reino de los opuestos integrando la mirada contemplativa a la vida activa. Disponemos de un recurso absolutamente ilimitado: El territorio fértil de la conciencia, donde cabeza y corazón encuentran cohesión. Allí, lo aparente se disuelve.

La sustancia espiritual que aporta la experiencia directa no admite comparación. Por eso es tan personal y transformadora.

Disfruto poner atención en el brote. Es una experiencia intensa observar cómo, a veces con muy poco a favor, se abre paso buscando aire y cielo. La espiritualidad también es un brote que busca espacio en nuestra humana existencia. Me gusta cultivarla porque crece con bríos y descubro a su ritmo los espejismos que nos dividen de la mano de la percepción errada. A veces tan posicionados en los extremos no nos damos cuenta que sutilmente hay un eje que atraviesa todos los polos y contrastes creando un surco invisible que es invitación a reunirse en la hondura del acuerdo.
A veces nos creemos tan diferentes… Basta con poner la mirada en el final de la vida para ver cómo todas las diferencias pierden entidad y qué tan parecidos somos.

A veces es bueno inclinarse ante el abismo, ese misterio que la vida nos regala en lo natural, eso que pasando no cesa en su continuo llegar e irse. Entonces el abismo se vuelve cercano, tanto que renunciamos a todo intento por comprenderlo.

Ser parte de una ideología política o fe religiosa son acompañadas con demasiada frecuencia de consecuencias negativas similares. Cuanto más intensa la pertenencia menor lucidez, capacidad de discernir y ecuanimidad para opinar.
La necesidad de pertenencia es a veces tan intensa que somos capaces de sacrificar la libertad a cambio de las supuestas ventajas de ser parte y volvernos visibles a través del grupo. Buscamos inconscientemente identificarnos con algo todo el tiempo, mientras esa identificación nos hace sentir seguros, refugiados, como una forma de alivio a ese sustrato de angustia del que es imposible deshacerse porque es inherente al hecho de estar vivo y no saber, solo la certeza que vamos a morir y nos iremos como llegamos: solos y sin nada. Creo que la única pertenencia que no condiciona ni somete es la que acepta la vida tal como es, con sus opuestos y sus matices. Nos hace ser parte sin renunciar a otra cosa que al ego de ser alguien que puede dominar algo. ¿Será tan difícil admitir íntimamente y convivir con la idea de ser individualmente poco necesarios para la vida en su conjunto? ¿Será tan sofisticado, en el mientras tanto, ser compasivo con uno mismo y con los demás como forma de estar en el mundo?

Vivenciar nuestra espiritualidad inherente

La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes formas religiosas o religiones, como soporte y vehículo de aquella dimensión que pugna por ser vivida. En este sentido, la espiritualidad es una realidad previa a las religiones en cuanto tales.

Cuando se habla de espiritualidad desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior. Al dar por sentada la verdad mayor de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corset de la religión.

La palabra espiritualidad en el mundo contemporáneo ha llegado a convertirse en una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un añadido superfluo o poco significativo a lo que es la vida ordinaria.  Es también, en cierto sentido, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión. Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable. Ambos factores, el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista, condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

En medio de esta cultura, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de espiritual, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones. Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como integral, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la dureza de la situación cotidiana, es tentadora la huida a paraísos narcisistas, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve. Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una espiritualidad rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios. En el primer caso, parece imperar la ley del todo vale, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Con todo este trasfondo, entonces, ¿qué es la espiritualidad? En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de profundidad de lo real.  Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como formas infinitamente variadas, no son sino expresión de aquella profundidad de la que todo emerge. Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber, desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.

El término espiritualidad, en primera instancia nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al espíritu. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una realidad que, no solo trasciende el género (aún cuando nos referimos a él en másculino) sino también lo personal, (en todo caso solo puede ser transpersonal). No es extraño que «espíritu» haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la divinidad, fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida. El espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, pero no como una entidad separada, sino como constituyente de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no dualidad, podemos ver, palpar y saborear al espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias. Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera otra realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por espíritu el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que espiritualidad es la capacidad de ver esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello. En este sentido, no hay conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva preconceptual del misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como inteligencia espiritual. Es ella la que nos permite intuir el misterio y reconocer nuestra identidad más profunda.

Se suele decir que el despertar espiritual consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia. Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que «la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación». Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: «La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él».

A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino modulaciones o formas mentales específicas de aquella intuición original.

(Artículo elaborado a partir de las ideas compartidas en sus conferencias y libros por Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo.)

De los riesgos de la pertenencia y la vulnerabilidad

Algunas comunidades religiosas suelen usar el concepto de «familia espiritual» como si se tratara de un halo luminoso y benévolo para crear pertenencia. Esta clase de pertenencia suele verse acompañada solapadamente por la despersonalización y la pérdida del valor de la individualidad, creando con ello dependencia emocional y adormeciendo la capacidad para tomar decisiones. Generalmente, la realidad de estas organizaciones deja ver que son cerradas, carentes de pluralismo y lentamente van dándole forma a una nueva identidad a los miembros a través de la pertenencia. No solo construyen identidad sino que constituyen y organizan el pensamiento: Lo que es correcto sentir, la vida interior y las necesidades del alma.
Es un proceso sutil que con el tiempo es fuente de decepción y sufrimiento. Si bien este tipo de «colectivos sociales» aparentan en primera instancia ofrecer protección y aportar sentido, es al precio de la libertad individual y el desarrollo de la espiritualidad inherente de cada uno como ser humano.
Todo aquello de lo que el ego se apropia, se pervierte. Y cuanto más elevado sea el objeto de apropiación, más alto es el riesgo de provocar daño. Así sucede con todos los espacios de poder y su expresión más perniciosa se deja ver cuando al poder se le atribuye un origen divino. Ese supuesto origen lo vuelve incuestionable y es causa de abuso por parte de quienes detentan jerarquía y sumisión de los creyentes en el campo de las religiones.
Hace a la dignidad humana cultivar el poder de discernir puesto que todos somos vulnerables y tenemos necesidades emocionales que demandan atención. Debemos asumir la responsabilidad  de comprender que el camino perfecto no existe y que la vida está sembrada de situaciones difíciles que debemos atravesar. Si no ponemos atención no es difícil caer en las redes de falsos profetas sostenidos por su propio ego espiritualizado o sectas religiosas disfrazadas de comunidades espirituales.
Las religiones deben estar al servicio de las personas y no al revés. Es un derecho no negociable vivir nuestra espiritualidad con total libertad sin ponerla en manos de nadie, sin condicionarla a nada sino compartirla a través de lazos fraternos que nos acerquen en nuestras humanas vulnerabilidades.

«La vulnerabilidad no es una debilidad o una condición pasajera de la que podemos prescindir sino una corriente subyacente, que como una marea, siempre está presente acompañando el viaje de la vida. El intento de ser invulnerables es el vano intento  de llegar a ser  algo  que  no  somos y cerrarnos  a la aceptación del dolor  que   podemos sentir. Somos ciudadanos de  la  pérdida  y solo tenemos la opción de habitar con integridad   esa  sensación o actuar como quejosos   y  temerosos negadores de una angustia que nos  deja siempre  en el umbral.» (Alice White)

Cuando vengas, no te olvides la vida,
mantenida caliente entre tus brazos.
No seas espectador que a retazos
la desparrama por la avenida.

Tráela tal cual es, vida vivida:
doblegada por el viento y de zarpazos
arañada; tiesa también con lazos
de paz, de amor, de júbilo prendida.

Ven sin maquillarte. Porta la duda,
el desencanto, el grito de protesta.
Vístete de todo aquello que hoy se lleva.

Pero llegue vuestra alma bien desnuda,
con hambre de banquete, ansia de fiesta,
de par en par abierta a la vida nueva.

(Jorge Blajot)

¿Reencarnación o renacimiento? Lo que Buda no enseñó.

¿Se sorprenderían si les dijera que la reencarnación no es una enseñanza budista? Si es así, sorpréndanse, no lo es.

La reencarnación, normalmente se entiende como la transmigración después de la muerte de un alma a otro cuerpo. En el budismo no hay tal enseñanza. Una de las doctrinas fundamentales del budismo es anatta, no alma o no yo. No hay una esencia permanente de un «yo individual» que sobreviva a la muerte.

No obstante, los budistas hablan frecuentemente del renacimiento. Pero si no hay un alma o un yo permanente, ¿qué es lo que renace?

¿Qué es el Yo? 

El Buda enseñó que lo que pensamos que es nuestro «yo», nuestro ego, la conciencia-yo y personalidad, es una creación de los skandhas o agregados. Nuestros cuerpos, nuestras sensaciones emocionales, conceptualizaciones, ideas, creencias y conciencias, trabajan unidas para crear la ilusión de un yo distintivo y permanente. En cada momento, la ilusión del yo se renueva a sí mismo. No solamente nada se transfiere de una vida a otra, sino que nada se transfiere de un momento al próximo. Todos los fenómenos, incluyendo los seres, están en un estado constante de flujo, siempre cambiando, deviniendo y muriendo. Esta es una de las características de la existencia: anicca, la impermanencia.

¿Qué es renacer?

Según explica el maestro Walpola Rahula en su libro «Lo que el Buda enseñó», si entendemos que en esta vida podemos continuar sin una permanencia de un yo o un alma, ¿por qué no podemos entender que esas fuerzas que nos constituyen pueden continuar sin un yo o  alma luego que el cuerpo deja de funcionar? Las energías no mueren con el cuerpo sino continúan tomando otra figura o forma, que nosotros llamamos otra vida. Las energías físicas y mentales que constituyen el ser, tienen ellas mismas el poder de tomar una nueva forma.

Como no hay permanencia, una sustancia que no cambie, nada pasa de un momento a otro para que exista. Nacer y morir continúan constantemente sin interrupción, pero cambian en cada momento, dice el maestro zen John Daido Loori.

Los maestros nos dicen que «el yo» es una serie de momentos de pensamiento. Cada momento de pensamiento condiciona el próximo momento de pensamiento. Como esto no es fácil de comprender solamente con el intelecto, se enfatiza en la práctica de la meditación para comprender la íntima ilusión del yo.

Karma y renacimiento

La fuerza que propulsa esta continuidad es el karma, lo cual no significa destino (como suele ser interpretado por los occidentales) sino simplemente la acción y la reacción, la causa y el efecto. El budismo enseña que el karma significa «acción volitiva», cualquier pensamiento, palabra o acción condicionada por el deseo, el odio, la pasión o la ilusión crea karma. Cuando los efectos del karma se proyectan en pensamientos, palabras y acciones, el karma trae el renacimiento.

No hay duda que muchos budistas, orientales y occidentales, continúan creyendo en la reencarnación individual debido a su propia capacidad mental y espiritual para comprender. El Buda enseñó para la diversidad de personas y la interpretación literal de las parábolas o mitos pueden no hacer sentido a una mente moderna y por eso es tan importante discernir y diferenciar.

¿Cuál es el punto?

Las personas buscan una religión por las doctrinas que proveen respuestas simples a preguntas difíciles. El budismo no trabaja en esa forma. Simplemente creer en alguna doctrina acerca de la reencarnación o el renacimiento no tiene propósito. El budismo es una práctica que capacita para experimentar la ilusión o el engaño como ilusión o engaño, y la realidad como realidad.

El Buda enseñó que nuestra creencia ilusoria en el yo separado causa muchas frustraciones y pesar en la vida (dukka). Cuando la ilusión se experimenta como ilusión, nos liberamos.

Fuente: Extractado del artículo publicado por Barbara O´Brien para About Religion (http://buddhism.about.com/)

 

 

 

De los refugios, sus engaños y la verdad que libera.

Visto en perspectiva, sorprende como a lo largo de la vida buscamos refugio en algo. En los primeros tiempos nuestra madre, si algo iba mal, corríamos hacia ella ya que parecía tener todas las soluciones. Luego nos dimos cuenta que quizá no podía resolver todas nuestras inquietudes y acudimos a los amigos que fuimos encontrando por ahí. Más tarde, al hacernos mayores fuimos por otros refugios: el poder, en particular a través del dinero, pensamos que podría darnos alivio al sufrimiento, seguridad y felicidad. Las drogas socialmente aceptadas como el alcohol y los ansiolíticos, quizá fueron el complemento en esa necesidad de alivio y protección. Para otras personas quizá el sexo o la comida o una combinación de todas ellas. Pero con el tiempo nos damos cuenta que nada de eso resuelve la angustia que provoca la incertidumbre de estar vivo, que son solo soluciones parciales brindando un bienestar temporal.

Con la ayuda del silencio, la observación y la experiencia descubrí una respuesta que me aporta coherencia al día a día: Una conciencia pura, libre de error y que posea todas las virtudes es el verdadero refugio. Se puede confiar por completo en ella y tiene solución para todo. La convertí en mi religión y trabajo cada día para alimentar su sabiduría original y sanar la manera en que pienso.

La espiritualidad es una necesidad humana con la que, si ponemos atención, conectaremos naturalmente atrayendo a nuestra vida un conjunto de recursos para afrontar lo inevitable desde nuestro ser esencial.  Es en la hondura del significado de nacer, enfermar, envejecer y morir que uno llega a entender la naturaleza inevitablemente transitoria, trágica e impersonal de la existencia humana y sentir alivio. No es negando lo que sentimos ni reprimiendo lo que deseamos que vamos a cambiar hacia algo mejor. La lógica del deseo se desvanece y la ansiedad, el miedo y la resistencia se van disipando a medida que realizamos esta comprensión en toda la amplitud de sus términos.

La verdad proveniente de nuestra verdadera naturaleza nos libera. Pero no es suficiente con captarla sino que hay que cultivar las virtudes imprescindibles para comprender sus implicancias y tener el coraje de cambiar de rumbo.

«Un león recién nacido se quedó rezagado y se perdió, pero un grupo de ovejas se cruzó en su camino y lo adoptó como un miembro más de su rebaño. El animal creció convencido de que era una oveja, aunque, por más que tratara de berrear como tal, solo lograba emitir débiles y extraños rugidos; por más que se alimentara de hierba, cada vez que veía a otros animales sentía el deseo de devorar su carne. Por ello, a diferencia del resto de ovejas, que pastaban plácidamente, el felino solía estar angustiado y triste.
Los años pasaron y el animal se convirtió en un león fuerte y corpulento. Una mañana, mientras el rebaño descansaba a orillas de un lago, apareció un león adulto y todas las ovejas huyeron despavoridas. Lo mismo hizo el león que creía ser una oveja y enseguida quedó a merced del león adulto. Nada más verlo, el león cazador no pudo evitar su sorpresa al reconocer a uno de los suyos. Y sorprendido, le preguntó: «¿Qué haces tú aquí?». Y el otro, aterrorizado, le contestó: «Por favor, ten piedad de mí, no me comas, te lo suplico, solo soy una simple oveja». «¿Una oveja? Pero ¿qué dices?». El león adulto arrastró a su camarada a orillas del lago y le dijo: «¡Mira!». El león que creía ser una oveja miró, y por primera vez en toda su vida se vio a sí mismo tal como era. Sus ojos se empaparon en lágrimas y soltó un poderoso rugido. Acababa de comprender quién era verdaderamente. Y nunca más volvió a sentirse triste.»

De la religiosidad irresponsable a la fe responsable: La religión del corazón.

¿Por qué nuestras respuestas a los problemas éticos de la actualidad son tan ineficaces y anémicas? Muchas veces me lo he preguntado: ¿por qué respondemos así? Me viene a la mente por lo menos una explicación, y es la que quisiera compartir con ustedes aquí.

Nuestros parámetros éticos actualmente están desarraigados de sus raíces religiosas; han quedado separados de su fuente original. Tenemos por delante, por lo tanto, la gran tarea de volver a enraizar a la ética en la religión.

¿Qué quiero decir con esto? No estoy hablando de religiones, sino de Religión. Esta Religión, subyacente a todas las religiones, y a partir de la cual todas las religiones nacen, es la religión del corazón. Primero debemos aclarar qué entendemos por “corazón”. Correctamente entendido, el corazón representa a la persona humana completa, el centro más íntimo de nuestro ser; expresa el todo, no una parte.

Para que puedan comprenderlo, recurro a la experiencia de cada uno de ustedes. Únicamente si lo que estoy diciendo es verdadero según sus experiencias, entonces sí es verdadero. Digo esto porque algo puede ser verdadero para mí, pero si no lo es según la experiencia personal de cada uno, esa verdad se torna irrelevante. Por eso, les pido que constantemente corroboren lo que les voy diciendo con su propia experiencia.

Doy por sentado que todos nosotros hemos tenido la experiencia de vivir esos momentos en los cuales la Religión se cimienta. Noten que hablo de experiencia, no de nociones aprendidas en la iglesia, en la escuela o en casa. La religión se basa en la experiencia.

La experiencia religiosa básica varía mucho entre persona y persona; sin embargo, hay algo en común que siempre está presente: el sentimiento de una pertenencia desbordante. Estoy diciendo en dos palabras algo que necesita ser desarrollado, explorado y explicado. De todos modos, espero que sirva como indicativo para que cada uno descubra las raíces de su propia religiosidad.

Preguntémonos: ¿Acaso nuestra religiosidad no se basa en alguna experiencia que tuvimos? Y esta experiencia, ¿no ha sido sino un sentimiento de pertenencia, de una pertenencia desbordante? No quiero especificarlo más. Para muchas personas profundamente religiosas, el término “Dios” no tiene ninguna relevancia; ¿por qué entonces obligarlas a usar ese término? La religión no comienza cuando aprendemos la noción de Dios, sino que nace de la experiencia personal, del experimentar una pertenencia desbordante y radical.

Ahora bien, algunos de nosotros nos sentimos cómodos, quién más, quién menos, llamando “Dios” a aquella realidad última a la que sentimos que pertenecemos. Otros tienen exactamente la misma experiencia, pero prefieren no llamarla Dios. Personalmente, nunca estoy seguro si me siento cómodo o no con el término “Dios”. Quizás no, dado que este término puede ser tan fácilmente malinterpretado. Sin embargo, pertenezco a una tradición que le da el nombre de Dios a aquella realidad; por eso, al hablar desde esta tradición, me resulta conveniente llamarla Dios.

Debemos ahora preguntarnos: ¿Qué hacemos con esa experiencia? ¿Qué hacemos con esa profunda experiencia religiosa del corazón, esa conciencia de una pertenencia ilimitada? Más allá de que pertenezcamos a tal o cual tradición religiosa (o a ninguna), inevitablemente haremos tres cosas con esa experiencia. Dado que es una experiencia del corazón (es decir, de toda la persona), se ven involucrados en ella la inteligencia, la voluntad y los sentimientos.

En primer lugar, el intelecto interpreta la experiencia. Esto es inevitable; incluso en caso que digamos “en mi religión personal, la experiencia religiosa no puede ser interpretada”, esto ya es una interpretación. Al negar que pueda ser interpretada, ya la estamos interpretando en un sentido negativo. Esto ya sería suficiente; sin embargo, la mayoría de las personas, y todas las tradiciones religiosas, van más allá. De la interpretación de la experiencia nace la doctrina religiosa. Debemos evitar que la doctrina devenga en dogmatismo; de todos modos, siempre se tiene una doctrina, un dogma en el sentido amplio del término. Siempre se da una interpretación intelectual de la experiencia religiosa básica.

Lo siguiente que hacemos con la experiencia es aceptar, de algún modo, nuestra pertenencia. Éste es el papel que juega la voluntad. Sin embargo, el intelecto suele ponerle límites. A pesar de que sentimos una pertenencia ilimitada, no actuamos en consecuencia. Por ejemplo, actuamos como si perteneciéramos solo a quienes sostienen nuestros mismos dogmas. La pertenencia que experimentamos es ilimitada, y no se reduce a los seres humanos; por el contrario, se abre a los animales, las plantas, el planeta, todo el universo.

Aquí es donde la ética entra en juego. Nuestra voluntad actúa ante la experiencia religiosa, y es allí donde la moral tiene sus raíces. Si pertenecemos, debemos actuar en consecuencia; y es de este modo en que la ética se constituye en parte de la religión. La moral es un aspecto importante de la religión, es cierto; pero no por ello deja de ser un aspecto menor. Debemos recordar esto constantemente, ya que la mayoría de las religiones con las que estamos familiarizados en Occidente acentúan demasiado el aspecto ético de la religión; son exageradamente moralistas. La moral a veces parece haberse tragado sus raíces religiosas; de aquí que constantemente escuchemos sermones diciendo “haz esto – no hagas esto otro”. Nadie puede sentirse particularmente atraído por este tipo de sermones. Podemos aceptarlos, pero solo si tenemos razones para ello; y las razones religiosas son las únicas razones de peso como para hacerlo. Si somos honestos con nosotros mismos, reconoceremos que estamos dispuestos a aceptar nuestros códigos éticos como las implicaciones morales de nuestra experiencia religiosa.

Hemos visto entonces que esa experiencia religiosa primordial, en la que experimentamos una pertenencia universal, encuentra su expresión en la doctrina, la moral y los rituales. Ahora bien, debemos evitar que la doctrina devenga en dogmatismo, la moral en moralismo, los ritos en ritualismo. ¿Cómo lograrlo?Hay un tercer aspecto. Nuestros sentimientos también actúan ante la experiencia de pertenencia universal; la celebran. Podemos celebrar nuestra experiencia religiosa de diversas formas, y de aquí nacen los rituales. No pensemos solo en los rituales de las grandes religiones; cada uno de nosotros puede tener rituales de los que quizás nunca hemos dicho nada a nadie. Pese a ser rituales propios, no compartidos con nadie, son rituales genuinos. Si de niños evitábamos religiosamente pisar las grietas en la acera*, quizás esto se remonta a nuestra experiencia religiosa primordial; quizás era parte de nuestro ritual. Los adultos a veces complicamos los rituales, haciéndolos prácticamente equiparables a episodios psicóticos en miniatura. De todos modos, todos necesitamos tener rituales, y si no los recibimos de una tradición religiosa, terminamos inventando nuestros propios ritos.

En toda religión sana, la moral, la doctrina y los rituales están arraigados en la autoridad del corazón (y recordemos que el corazón representa la persona en su totalidad). La doctrina interpreta intelectualmente la experiencia religiosa, lo cual es importante; sin embargo, somos mucho más que puro intelecto: solo el corazón puede dar una respuesta completa a la experiencia religiosa. Si a la doctrina en que creemos la analizamos constantemente desde el corazón, evitaremos que nuestra religión caiga en el dogmatismo. Si a nuestras convicciones éticas las confrontamos constantemente con el corazón, evitaremos el moralismo religioso. Y si a nuestros rituales los referimos constantemente al corazón y a aquella experiencia original de pertenencia desbordante, evitaremos que nuestra religión caiga en el ritualismo. En síntesis: la persona en su totalidad debe dar una respuesta religiosa; no el intelecto solo, ni la voluntad sola, ni los sentimientos solos.

La pregunta básica es: “¿Cuál es la autoridad máxima que rige la religiosidad de cada uno de nosotros?” Si uno responde, por ejemplo, “la Biblia”, entonces debe preguntarse: “¿Y quién me convence que la Biblia tiene esa autoridad?” (Para otras personas, la autoridad máxima estará en el Corán o en otras escrituras sagradas). ¿Quién le confiere autoridad a la Biblia? ¿Acaso no es mi propio corazón el que libremente reconoce esa autoridad como válida? Si continuamos preguntándonos, arribaremos a la conclusión de que la autoridad última en materia religiosa reside en cada uno de nosotros.

Notemos bien que digo “reside en nosotros”. No estoy diciendo que nosotros “somos” la autoridad religiosa; sostenerlo sería un disparate. Únicamente si la autoridad reside en nosotros puede ser reconocida fuera nuestro. El corazón “reconoce” a la autoridad en un triple sentido de la palabra. El intelecto reconoce a la autoridad identificándola como tal. La voluntad la reconoce aceptando sus exigencias. Los sentimientos reconocen a la autoridad en el sentido que la captan como algo que merece ser honrado y celebrado. Únicamente entrando en juego la inteligencia, la voluntad y los sentimientos es que la autoridad es reconocida de todo corazón.

En el momento en que aceptamos la responsabilidad de reconocer a la autoridad religiosa con el corazón, entonces nuestra fe se hace adulta. Es entonces cuando pasamos de una religiosidad irresponsable a una fe responsable. Dar este paso trae consecuencias importantísimas.

Fuente: BroDavid Steindl-Rast, extractado de http://www.viviragradecidos.org/

Del beneficio de cada cosa y la búsqueda.

La vida tiene sus formas personalizadas para enseñarnos lo que necesitamos saber. Son formas diferentes para cada uno porque son vividas e interpretadas por cada uno de acuerdo a sus posibilidades y necesidades. En el proceso de cobrar conciencia y encontrar sentido a veces buscamos en lugares que ni siquiera sabíamos que eran lugares. Pero es así como podemos «hacer la experiencia» que nos permite corroborar que hay beneficio en todo lo que sucede.

Si nos negamos a la posibilidad de experimentar lo nuevo, solo queda revolver las ideas que ya tenemos sobre las cosas o quedarnos en lo que ya se transformó en la superficie de nuestra conciencia y no nos puede decir más. Es en la frontera que linda con lo desconocido, en el borde de la conciencia donde podemos captar lo nuevo que viene a nosotros con algo por decir.

El compromiso espiritual con la búsqueda demanda estar disponibles y abiertos a todas las opciones sin abrazar una opción con el fanatismo de haber encontrado la verdad porque inevitablemente se producirá el cierre a toda chance de captar el propósito del cambio e inclusive puede surgir el posterior rechazo visceral al darse cuenta que lo que parecía la verdad es en realidad una versión.

Hay gente que adhiere a una religión tradicional, una doctrina, un culto o a prácticas religiosas minoritarias y se siente bien y salvo. Encontró el sentido en el refugio de pertenecer y tener un marco. Prefiere consciente o inconscientemente que le digan, que le cuenten lo que está bien, cuál es la verdad, qué es lo correcto para incorporarlo como propio y experimentarlo como las respuestas que cobijan el desamparo de existir. A otras personas no les satisface y prefieren buscar respuestas espirituales en un marco ético y moral que aunque humano y limitado abraza la diversidad y la comparte con la humildad del aprendiz.

Acertar y equivocarse es parte del viaje que emprende quien está dispuesto a tomar el riesgo de lo nuevo. A medida que ascendemos algún peldaño en la escalera de la conciencia, vamos refinando la mirada y la capacidad de discernir. Los recursos con los que cuenta el alma son ilimitados pero están inactivos. Con cada aprendizaje capitalizamos la energía invertida en la elección si nos mantenemos humildes en el no saber aunque atentos a las señales que nos dicen por aquí sí o por aquí no.

La vida es un misterio, la experiencia espiritual por excelencia y los seres humanos somos vulnerables frente a la grandeza de lo conocido. Tenemos que estar atentos a nuestras propias dualidades para lograr distinguir lo valioso de cada experiencia y no caer en la descripción que califica desde nuestros viejos parámetros sin que implique aceptar y tolerar el disparate para nuestro propio camino por venir. Cuando la conciencia se agudiza distingue más rápido y claro lo que sirve y lo que no al propósito que nos impulsa a buscar más allá de las ideas preconcebidas y los prejuicios.

El camino del buscador de la verdad es por demás interesante, valioso y recomendable emprender aunque los errores, el sufrimiento, la angustia y la sensación de sentirse burlado e inapropiado serán parte del viaje como de la vida. Y siempre conviene recordar que lo que pensamos que somos es solo una idea mental a la que nos aferramos a pesar de la evidencia que nos dice a gritos que el cambio en nuestra manera de percibir el mundo es permanente. Ese que fuimos ayer, hoy es otro y el límite está dado por el miedo que nos da sentirlo.