Cotidianamente somos estimulados a vivir desde afuera de nosotros mismos por un modelo social que presiona a ir más rápido y a no detenerse en casi nada. La vida transcurre entre la inmediatez y la superficialidad, apagados a la posibilidad de descubrir la intensidad de ir más lento. Saborear el milagro cotidiano requiere serenidad. ¿Cómo podría desvelarse si somos incapaces de contemplarlo desde una interioridad sin prisas?
«Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido,
una estructura donde fundarlo, también tienen por nostalgia diabólica,
perderse en las apariencias, en la seducción de la imagen.» (Jean Baudrillard)
El estado de presencia es ante todo una experiencia sentida en la hondura del corazón que impregna los sentidos. La belleza en lo bello deja de ser un afuera para transformarse en una chispa que enciende una luz interior difícil de traducir en palabras. Es que a veces, lo que sabe mantenerse incomprensible parece llamarnos.
Lo sublime y lo cotidiano se entrelazan a través de la belleza. Su sola presencia estimula la comprensión intelectual e ilumina el corazón. Captar el hilo invisible aporta esa alegría serena que es más un brote que adquisición. Se suele hablar de la fe como asociada a una creencia, pero cada mañana confirmo que no hay apuesta más empecinada a la vida que cada amanecer. Más allá de mis ideas sobre las mañanas, son pura potencialidad que expresa confianza en el devenir.
A veces es bueno inclinarse ante el abismo, ese misterio que la vida nos regala en lo natural, eso que pasando no cesa en su continuo llegar e irse. Entonces el abismo se vuelve cercano, tanto que renunciamos a todo intento por comprenderlo.
No hay una mañana igual a otra. La naturaleza nos lo recuerda cuando ofrece el paisaje de cada día como algo único. Por un momento, la síntesis: Antes, después y ahora se mecen juntos en su propia desmesura. Un silencio diáfano que es todo para quien aprende a escucharse. Con tanta belleza vibrando a nuestro alrededor me pregunto si seremos capaces de reinventar una forma de convivir en esta tierra sin extinguir el planeta. Una interrogación que no admite el pesimismo extremo o el optimismo simplón en la respuesta sostenida en lo sabido o en lo negado. Pero si la esperanza que en el matiz encontremos la forma.
Nuestro pensamiento sobre la realidad está sutilmente velado por múltiples factores. La realidad está muy lejos de poder ser acotada por un puñado de ideas de las que podamos disponer. El pensar implica poder llevar adelante una labor crítica que nos anime a cuestionar la solidez y consistencia de esas ideas. Pensar es caer en la cuenta que en todo lo que decimos saber hay una interpretación cuya fortaleza intrínseca necesita ser revisada una y otra vez.
Pero es cierto, las preguntas pueden perturbar más de lo tolerable puesto que la duda puede ser verdaderamente inquietante. Tanto o más que la certeza incuestionable de un saber. Es que a veces, el miedo a tener que volver al llano del no saber es un horror que domina. El dogma suele descansar en ese miedo a lo incierto, a lo imponderable, a eso que es justamente, la materia esencial de la vida.
«Si nos dejamos caer en el abismo indicado, no caemos en el vacío. Caemos hacia lo alto. Su altitud abre una profundidad.» (Martin Heidegger)
Todo decae en el tiempo, nada es eterno en su configuración inicial. La reconfiguración del sistema sucede frente a nuestros ojos, lo veamos o no. De tanto espejarnos en similares pensamientos, en afinidades que nos hacen sentir a gusto, perdemos de vista ese mundo mucho más grande que nuestro punto de vista.
Resulta imprescindible distinguir la discontinuidad que se deja entrever en la continuidad. Es la interdependencia de saberes, de lucideces y claridades, lo que nos refleja en un genuino nosotros. El propio conocimiento aislado no enriquece a la totalidad sino a través de la convergencia de matices que conforman una riqueza significativamente más abierta y vitalizada.
«Quien piensa lo más hondo, ama lo más vivo» (Hölderlin)
Me gustan las citas, son como mojones en el camino. No para detenerse sino para orientarse y continuar andando. Porque caminar no es avanzar en línea recta sino en torno a nuestros límites para poder cercarlos y entregarse vibrantemente en cada acontecer.
Un texto tiene riqueza cuando es portador de algo que es punto de partida y no de llegada. Las palabras tienen vida si provocan que te digas algo, si te animan a recrearlas en tu propio mundo interno. En esta época de adhesiones y rechazos veloces a lo que el otro dice, celebro el decir abierto que es estímulo. Un decir logrado es aquel que invita al pensamiento a volar con alas propias.
Después de todo, ¿es el mundo una cosa hecha o un hacerse con nuestra participación?