La Belleza en la Paz Interior

«Es bello lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello será lo que es interiormente bello.» (Vasily Kandinsky)

Las formas que vemos contienen un significado a la medida de cada uno. La luz puede hacer de una escena común algo extraordinario. La apariencia primaria señala una fuerza más profunda y es nuestra sensación el indicador que recibe la mente. Solo algunas veces atravesamos lo que vemos como si de un espejo se tratara para distinguir aquello que no es visible. Se siente como un regalo inesperado. Entonces la imagen se vuelve invocación a nuestra luz interior.

Nuevas situaciones aparecen frente a nosotros constantemente. Cada pequeña y gran muerte cotidiana transforma la realidad dándole espacio a nacimientos que aportan renovación. A veces una imagen nos refleja en ella y otra nos abre una ventana al mundo. Con todo sujeto a la impermanencia incluyendo mis sensaciones, casi siempre descubro que lo que percibo oculta una verdad espiritual que viene a mi encuentro y trasciende lo que veo.

Hay un equilibrio sabio en el corazón de nuestra naturaleza profunda. Es un latido acompasado que no exige ni reclama sino que permanece a la espera. Cada singularidad vive en el más íntimo parentesco con todo lo demás. Entrelazados espiritualmente en el tapiz que conecta las partes nada existe aislado. Una afinidad oculta cobra protagonismo cuando sentimos la presencia del otro.

Al detener el movimiento, la fotografía nos invita a ver detalles que resultan imposibles de captar de otro modo. Me sucedió al comenzar a hacer fotos de aves, no podía creer lo que veía. Pero muy pronto descubrí lo simbólico en lo que me atrae. Disfruto de ser yo misma al invocar el motivo desde la fertilidad del silencio y dejarme llevar por mi estado sin tratar de parecerme a nadie. También resulta muy gratificante cuando otros conectan con la imagen lograda desde su propia necesidad. Y algunas veces, sin intención previa alguna, siento el alma en mis ojos. En esos momentos todo tiene sentido.

El arte le da significado a la alegría y a la tristeza de una forma que no muchos pueden comprender. No está bien ni tampoco mal. Ni en el arte ni en la vida hay un camino correcto. A veces no hay ningún camino y uno tiene que derribar muros y abrirse paso en el oscuro bosque para llegar a donde necesita ir.
Y es que algunas veces vemos en una imagen algo que por primera vez nos encuentra con palabras que tienen tanto sentido que es como si las hubiéramos esperado toda la vida.

«Recordé que el mundo real era grande, y que un diverso campo de esperanzas y miedos, de sensaciones y emociones, esperaba a aquellos que tenían el valor de lanzarse a su vastedad, de buscar el verdadero conocimiento de la vida entre sus peligros.» (Charlotte Brontë)

Meditaciones de estación: La mujer que mira las vías.

El desenfreno de lo cotidiano puede confundirnos pero existe una cordura fundamental que mantiene cada cosa en pie. Por más astutas y elaboradas que sean nuestras respuestas, las preguntas nos trascienden y permanecen intactas. Si logramos atravesar los filtros ambiciosos con los que observamos la realidad y la incomodidad de la falta de explicaciones definitivas, es posible percibir el orden encantador con que la realidad se muestra. La vida es creación y promesa en cada nuevo instante y al mismo tiempo no tiene sentido aferrarse a nada.
El origen de la insatisfacción está en nuestro hábito de apegarnos al placer como si proporcionara algo real y constante. Esto es una verdadera ilusión. Sufrimos de insatisfacción porque atribuimos a nuestros objetos de deseo cualidades que no están en ellos sino en nuestra propia mente. Cultivar una mirada neutra en relación a todo y a todos es otra proyección ilusoria que nos aísla, nos niega a la vida y no resuelve.
Todos tenemos apego en diferente proporción a cosas, a personas, a situaciones y las queremos conservar, a veces con insensatez evidente. Es desde la insatisfacción que vemos el contraste entre lo cierto y lo errado, lo bonito y lo feo, lo que nos gusta y lo que no. Así es como evaluamos y juzgamos el mundo externo como distante del interno, que es «lo verdaderamente espiritual».

Vivimos en una cultura del éxito donde ser útil es fundacional. Parecería que sólo se es, si se es para algo y en función de un resultado. Como consecuencia lógica, la muerte es vista como el fracaso final y la vejez una anticipación de eso que es preferible no contemplar. No es casual que el elogio por excelencia al viejo sea «qué joven estás, para vos no pasa el tiempo». La enfermedad, que podría ser un momento para replantearse prioridades y observar la finitud con ojos despojados, fue convertida en un problema técnico a ser resuelto por la medicina. Lo importante es tener un buen seguro o prepaga…
Solemos ver nuestra vida como un camino, pero se asemeja más a una llama que se va gastando y que al consumirse totalmente se transforma en algo diferente. Que ese algo sea incierto parece justificar su negación. Pero la vida es entrega, cada momento morimos al pasado aunque a través de la memoria creamos que lo que fuimos está en algún lugar. El recuerdo entonces, se parece más a un artificio que busca aliviar la impermanencia como algo que se padece.

La renuncia (de la que suele hablarse en las distintas tradiciones espirituales), es una decisión profunda y sincera de salir de la frustración e insatisfacción que nos quita la serenidad y el equilibrio. A lo que hay que renunciar es a la posibilidad de estar satisfechos constantemente y así dejar de esperar de la vida lo no puede darnos.

¿Reencarnación o renacimiento? Lo que Buda no enseñó.

¿Se sorprenderían si les dijera que la reencarnación no es una enseñanza budista? Si es así, sorpréndanse, no lo es.

La reencarnación, normalmente se entiende como la transmigración después de la muerte de un alma a otro cuerpo. En el budismo no hay tal enseñanza. Una de las doctrinas fundamentales del budismo es anatta, no alma o no yo. No hay una esencia permanente de un «yo individual» que sobreviva a la muerte.

No obstante, los budistas hablan frecuentemente del renacimiento. Pero si no hay un alma o un yo permanente, ¿qué es lo que renace?

¿Qué es el Yo? 

El Buda enseñó que lo que pensamos que es nuestro «yo», nuestro ego, la conciencia-yo y personalidad, es una creación de los skandhas o agregados. Nuestros cuerpos, nuestras sensaciones emocionales, conceptualizaciones, ideas, creencias y conciencias, trabajan unidas para crear la ilusión de un yo distintivo y permanente. En cada momento, la ilusión del yo se renueva a sí mismo. No solamente nada se transfiere de una vida a otra, sino que nada se transfiere de un momento al próximo. Todos los fenómenos, incluyendo los seres, están en un estado constante de flujo, siempre cambiando, deviniendo y muriendo. Esta es una de las características de la existencia: anicca, la impermanencia.

¿Qué es renacer?

Según explica el maestro Walpola Rahula en su libro «Lo que el Buda enseñó», si entendemos que en esta vida podemos continuar sin una permanencia de un yo o un alma, ¿por qué no podemos entender que esas fuerzas que nos constituyen pueden continuar sin un yo o  alma luego que el cuerpo deja de funcionar? Las energías no mueren con el cuerpo sino continúan tomando otra figura o forma, que nosotros llamamos otra vida. Las energías físicas y mentales que constituyen el ser, tienen ellas mismas el poder de tomar una nueva forma.

Como no hay permanencia, una sustancia que no cambie, nada pasa de un momento a otro para que exista. Nacer y morir continúan constantemente sin interrupción, pero cambian en cada momento, dice el maestro zen John Daido Loori.

Los maestros nos dicen que «el yo» es una serie de momentos de pensamiento. Cada momento de pensamiento condiciona el próximo momento de pensamiento. Como esto no es fácil de comprender solamente con el intelecto, se enfatiza en la práctica de la meditación para comprender la íntima ilusión del yo.

Karma y renacimiento

La fuerza que propulsa esta continuidad es el karma, lo cual no significa destino (como suele ser interpretado por los occidentales) sino simplemente la acción y la reacción, la causa y el efecto. El budismo enseña que el karma significa «acción volitiva», cualquier pensamiento, palabra o acción condicionada por el deseo, el odio, la pasión o la ilusión crea karma. Cuando los efectos del karma se proyectan en pensamientos, palabras y acciones, el karma trae el renacimiento.

No hay duda que muchos budistas, orientales y occidentales, continúan creyendo en la reencarnación individual debido a su propia capacidad mental y espiritual para comprender. El Buda enseñó para la diversidad de personas y la interpretación literal de las parábolas o mitos pueden no hacer sentido a una mente moderna y por eso es tan importante discernir y diferenciar.

¿Cuál es el punto?

Las personas buscan una religión por las doctrinas que proveen respuestas simples a preguntas difíciles. El budismo no trabaja en esa forma. Simplemente creer en alguna doctrina acerca de la reencarnación o el renacimiento no tiene propósito. El budismo es una práctica que capacita para experimentar la ilusión o el engaño como ilusión o engaño, y la realidad como realidad.

El Buda enseñó que nuestra creencia ilusoria en el yo separado causa muchas frustraciones y pesar en la vida (dukka). Cuando la ilusión se experimenta como ilusión, nos liberamos.

Fuente: Extractado del artículo publicado por Barbara O´Brien para About Religion (http://buddhism.about.com/)

 

 

 

El ego, la mente y la realidad.

LAS ESTRUCTURAS DE LA MENTE Y SU CONSTRUCCIÓN DE LO REAL BUSCAN PRESERVARSE: EL EGO ES LA FORMA EN LA QUE SE TEJE EL LABERINTO PARA CERCAR AL SER Y EVITAR QUE SE ENFRENTE AL CAOS Y AL VACÍO Y POSIBLEMENTE DISUELVA SU IDENTIDAD EN LA TOTALIDAD

Estar aquí es como una renuncia espiritual. Sólo vemos lo que los otros ven, los miles que estuvieron aquí en el pasado, aquellos que vendrán en el futuro. Hemos acordado ser parte de una percepción colectiva. (Don DeLillo)

La mente humana es un complejo procesador de la realidad que está, a su vez, en perpetuo proceso; juez y parte del mundo. De la misma forma que aquello que percibimos es un conjunto de cosas en un estado cambiante, la mente también está cambiando al percibir. Tal vez es por este caos, por este incesante flujo, por esta naturaleza indetenible o inasible de la realidad es que nos hemos refugiado en que tenemos una mente fija y estable con una identidad inalterable, la cual nos permite separar los objetos que percibimos y llevarlos a un espacio aislado donde podemos medirlos sin que se desvanezcan en su perpetuo devenir.

Esa parte de la mente que nos ayuda a anclar la realidad y a separarnos del mundo fenomenológico es el ego. Es también el ego aquello que al resguardarnos nos hace formar una resistencia al cambio y activa mecanismos de defensa cuando hay algo que amenaza su potestad en la mente como si fuera el monarca y único habitante del reino. Y, sin embargo, la misma existencia de este ego (de este yo individual) es más que dudosa (no es que sea malo o bueno querer cosas para nosotros mismos, es que el yo para quien queremos esas cosas no existe). El rey no sólo está desnudo, es un holograma.

Saul Alinsky escribe en su libro Rules for Radicals: «La vida está por delante y uno puede desafiar su propio ser en el curso de las cosas o puede agazaparse a los opacos valles de la existencia cotidiana cuyo único propósito es la preservación de una seguridad ilusoria». Al alimentar nuestro ego podemos mantenernos en un estado de relativa comodidad, en una seudo-invulnerabilidad pero esto significa también renunciar a toda novedad, a todo suceso que cimbra y cuestiona nuestra existencia.

Steven Pressfield en su libro The War of Art sugiere que el ego se opone al instinto creativo, que sabe moverse en el caos y reaccionar espontáneamente sin ataduras: «El Ser desea crear, evolucionar. Al ego le gustan las cosas tal como están». El ego se inclina siempre al conservadurismo, a una vieja plutocracia, a preservar el statu quo de la mente.

Howard Bloom, autor del libro Global Brain (una estimulante historia de la mente colectiva del planeta), sugiere que existen dos principios (o dos tipos de individuos) que se oponen y a la vez colaboran en el desarrollo de la mente planetaria y de la evolución en general: los encargados de la conformidad («conformity enforcers»), una especie de policía homogeneizadora que hace que los miembros de un grupo hagan las mismas cosas) y los generadores de diversidad («diversity generators»), las personas o características que nos hacen desprendernos del grupo y buscar cosas nuevas. El ego parece operar como una parte del principio que aplica y obliga a la conformidad, la ley de la conservación y la identificación con lo pasado.

El ego es esencialmente identificación a través del deseo, un pegamento etéreo que confundimos con el ser.  No una identificación con la totalidad de la existencia (las plantas, las piedras, los animales, las estrellas); una identificación desde una lógica aristotélica y maniquea de separación entre el ser y el no ser, entre lo lo bueno y lo malo, optando por una selección arbitraria de objetos mentales. El ego nos hace asumir etiquetas e ideas como parte de la definición de nuestro ser, y al ser algo (inteligentes, astrónomos, buenos bailarines, amados por las mujeres, etc.) no somos todo lo demás, nos distinguimos de aquellos que no son lo que somos y obtenemos beneficios de ser lo que creemos que somos. A su vez, en ese acto mental de identificarnos asumimos que las cosas que somos son permanentes y si por alguna razón son desalojadas de nuestro sistema de creencias, rápidamente surge un conflicto –nuestro ser se ahoga en la ambigüedad o se inflama en el deseo de la carencia. La seguridad del ego es a fin de cuentas completamente endeble puesto que se erige sobre la posesión de estas etiquetas u objetos mentales que apuntalan su identidad: nos ocurre luego como a un niño o a un adolescente que cuando se le critica algo (como su ropa, un juguete o su preferencia musical) inmediatamente se deprime.

El ego tiene una importante función: servir como un caparazón psíquico ante la selva de lo desconocido que puede fragmentar nuestra mente para permitir desarrollarnos en una etapa balbuceante. Sin esa protección el caos y la agresión natural de los otros seres humanos y animales con los que competimos puede ser demasiado (en cierta forma el ego es como una burbuja o uno de esos domos que se colocan en ecosistemas simulados). Pero, siguiendo esta definición, es esencialmente una herramienta para la infancia y la adolescencia que debería de ser abandonada ante una eventual crisálida en la maduración (por eso las personas egoístas tienden a cierto infantilismo). Por eso Carl Jung oponía al ego la individuación como destino de la psique madura que ha hecho consciente el contenido inconsciente y ha integrado los aspectos sombríos de la psique. En otras palabras, la individuación es la aceptación de aquellas cosas a las que nuestro ego se resiste (y como reza el dicho: «lo que se resiste, persiste», permanece en la sombra, en el inconsciente, como un gobernante secreto).

Paradójicamente la individuación en los términos de Jung nos acerca al Ser, que tiene su raíz en el Todo, en el inconsciente colectivo, en el mundo de los arquetipos. Al integrar nuestra psique e individuarnos, podemos expresar el pleito auténtico de nuestra alma, con toda su historia personal, pero en esta hondonada el ser individual se disuelve y se convierte también en el vehículo de expresión transparente del mundo; se disuelve la separación que es la ilusión fundamental del ego.

Creo que el ego, aunque suene contradictorio, no es algo individual, es una alucinación colectiva. El identificarnos con una entidad única que se ha postrado en el mando de un organismo humano con ciertas características y una memoria vinculante a un continuum de historia psíquica es algo que no aprendemos siguiendo la voz «individual», sino dejando entrar e identificándonos con la voz de la multitud, la voz de las masas culturalmente programadas.

Jason Horsley, en su excelente exploración de la individuación y el chamanismo, Escritores del Cielo en Hades, sostiene que el ser individuado experimenta «un exilio temporal de la mente colectiva» que «también implica una conexión empática con el inconsciente colectivo»… se mueve de la perspectiva de “primera persona” —aquella del individuo aislado— a la de la «tercera persona del universo completo», de la «realidad subjetiva a la objetiva».

Una importante corriente del budismo sostiene que el yo, el ego, la personalidad, incluso el alma no existen, son meras convenciones lingüísticas atávicas que al repetirlas tanto en nuestro diálogo interno se presentan como realidades contundentes. El universo es anatta (impersonalidad), anicca (impermanencia) y duhkha (desasoiego e insatisfacción). No hay un pensador detrás del pensamiento, sólo hay pensamiento, proceso psicofísico fluctuando; no hay alguien que experimenta algo, sólo hay experiencia. De nuevo Jason Horsley:

Una mentalidad colectiva se mantiene por el reforzamiento constante a través de las palabras: el grupo le dice a sus miembros qué pensar y luego sus pensamientos les dicen la misma cosa que les están diciendo que piensen. Esa es la forma en la que la programación funciona, a través de un comando de autoperpetuación. La realidad se convierte en lo que nos decimos que es real, y qué nos decimos que es real es lo que nos dicen que nos digamos.

La ilusión del ego –de una personalidad constante– está ligada a nuestra idea del tiempo como una progresión lineal que fluye desde el pasado hacia el futuro. Pero esto parece ser también una ilusión. Según Einstein: «La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión persistente». ¿Existe entonces sólo el instante presente, sólo está percepción? Pero entonces, ¿está percepción de alguna manera contiene la totalidad del tiempo, es una avalancha que comprime toda la historia del universo? La persistencia del ego y del tiempo se deben a nuestra mente que forma un ap-ego con las cosas y las dota de un coeficiente de realidad. En su ensayo sobre la sincronicidad, Carl Jung escribe:

En la visión original del mundo, como la encontramos entre hombres primitivos, el tiempo y el espacio tienen una existencia precaria. Se convierten en conceptos “fijos” sólo en el curso del desarrollo mental, gracias sobre todo a la introducción de la medición. En sí mismos, el espacio y el tiempo consisten en nada. Son conceptos hipostasiados engendrados de la actividad discriminatoria de la mente consciente, y forman coordenadas indispensables para describir el comportamiento de los cuerpos en movimiento. Son, entonces, esencialmente psíquicos de origen.

Jung aquí nos introduce a una relatividad de la mente-tiempo-espacio, un continuum que disuelve las fronteras de nuevo entre el sujeto y el objeto y hace de la realidad una construcción perceptual. El ego, que nos ayudó a construir nuestra «personalidad», a darnos confianza y estructurar nuestro rol en el mundo, es el guardián de nuestra propia Matrix, del edificio mental que hemos construido para protegernos del caos y el vacío.

Lo misterioso aquí es por qué la mente busca preservar las estructuras y jerarquías del pasado; ¿acaso para mantener una arena evolutiva, un escenario de ficción sobre el cual se pueda desdoblar su propia ficción y tomar conciencia de la misma, como el guiño de un ojo que regresa al Sol?

(Fuente: Publicado por Alejandro Martinez Gallardo, PijamaSurf)

La teoría de los dhammas y los planos de existencia.

En la Teoría de los Dhammas se expone que los dhammas o también llamados realidades últimas se formula que son cuatro: La materia, los factores mentales, la conciencia y el Nibbāna.
En lo que respecta a la conciencia, identificada como la actividad de conocer, es un fenómeno único, pero en sí mismo es como un espectro que puede tomar tonalidades distintas, a cada una de las cuales se le designa como un tipo de conciencia, así que se postula que pueden ser en total 89 tipos de conciencia (bajo otro análisis también se puede postular que pueden ser 121).
Los seres humanos estamos ubicados en un plano de existencia donde el común de los seres humanos emplea prácticamente alrededor de 45 de estas conciencias, que están bien explicadas y definidas en el Abhidhamma (una de las secciones del Canon Pali o Tipiṭaka); por lo general estas 45 conciencias se dividen en conciencias sanas, conciencias insanas, y sus respectivas conciencias resultantes.

Las conciencias siempre están acompañadas de los factores mentales (que pueden ser de 52 tipos), las conciencias no pueden surgir solas, siempre están asociadas con los factores mentales, que son justamente, los que les dan las “tonalidades” a cada conciencia según la combinación e intensidad de los factores mentales.

En el plano humano, el ser siempre está viviendo, eligiendo y usando tipos de conciencias dentro de un rango de 45 tipos de conciencia, las que pueden ser conciencias sanas, conciencias insanas y conciencias resultantes de las dos primeras; lo que ocurra en el momento de su muerte determina el destino en el que ese ser humano va a volver a reconectar o a renacer (se usa el término reconectar, porque justamente es la conciencia y no “un ser” lo que reconecta en determinado plano) según el tipo de conciencia que él está habituado a usar o según la conciencia que él tome en ese preciso momento. Las conciencias que él está habituado a usar vienen determinadas por el kamma, que en este contexto se puede resumir como las acciones que habitualmente realiza, entonces el kamma puede ser un kamma sano si actúa con conciencias sanas (o mente sana) y puede ser un kamma insano si actúa empleando conciencias insanas (o mente insana), y estas son las que prácticamente determinaran el siguiente plano de existencia donde ese ser va a reconectar.

Así ese ser puede reconectar nuevamente en el plano humano, renaciendo como un ser humano, puede reconectar en planos inferiores al plano humano (como animal, como espíritu, como demonio, o en el infierno) o puede también reconectar en un plano de existencia superior al del ser humano como deva (palabra pali que se suele traducir como dioses o seres superiores al ser humano, este plano se divide en 6 subplanos donde es posible renacer).
Así es que un ser humano común puede volver a reconectar en 11 planos de existencia distintos: 6 planos superiores de los devas, mas 4 planos inferiores, más el plano humano mismo.

¿Qué determina en cuál de ellos surgirá nuevamente? Prácticamente el tipo de conciencias que mayoritariamente viene empleando el ser, si usualmente emplea las conciencias sanas en su diario existir, y es capaz de mantener esa conciencia sana en el momento de su muerte, reconectara en un plano superior de existencia. Si habitualmente y mayoritariamente emplea conciencias insanas en su diario vivir y es el tipo de conciencia que hace surgir en el momento de su muerte, reconectara en los planos inferiores de existencia. Y si en promedio se mueve de manera oscilante entre ambos tipos de conciencia, lo más probable es que reconecte nuevamente en el plano humano, como un ser humano. Ahora claro está la relación de correspondencia no es así tan lineal, pero este es un bosquejo simple, aproximado de correspondencia entre los tipos de conciencia usados y el destino próximo de reconexión.
Se describe que los planos inferiores de existencia, son planos donde el sufrimiento es mayor; en los planos superiores más bien predomina los estados de gozo y plenitud en la existencia, y el plano humano es la combinación de ambos; pero ninguno de estos destinos es un resultado definitivo, porque en cualquiera de ellos se tiene un tiempo de vida, ya sea más corto o más largo, pero existe un periodo de vida limitado, luego del cual se pasa nuevamente por la experiencia de la muerte y se vuelve a reconectar en algún otro destino con una probabilidad casi azarosa.

Estos once planos de existencia es lo que se conoce como La Esfera Sensorial (kāmāvacara, en pali), donde predominan los seis sentidos, se percibe la realidad a través de los seis sentidos, y se es recurrente en el apego a los objetos de los sentidos, a los deseos sensoriales y a las concepciones erróneas sobre la naturaleza de la mente y la materia.
¿Qué pasa si ese ser humano común del que hablábamos al inicio decide incursionar en el mundo de la meditación? Actualmente existen muchas formas y estilos de meditación disponibles, pero todos los tipos de meditación existentes se pueden reducir solamente a dos grandes grupos: el primer llamado el tipo de meditación samatha y el segundo tipo llamado meditación vipassanā. En la meditación samatha, se obtiene con la práctica, estados de tranquilidad, de paz, de felicidad y en su máximo desarrollo se obtienen elevados niveles de concentración. Con la práctica de la meditación vipassanā, lo que se obtiene es entendimiento cada vez más fino y exacto de la realidad del fenómeno mente-materia y en su nivel más desarrollado, se obtiene la total erradicación de las impurezas mentales y el conocimiento directo del elemento incondicionado de la mente, también conocido como Nibbāna.
Entonces si nuestro ser humano común incursiona en la práctica de la meditación samatha y avanza y progresa hasta alcanzar altos niveles de concentración, donde la mente llega a unificarse de manera completa con su objeto de meditación, donde nada lo distrae ni perturba de su establecida concentración, entonces en ese momento ese ser entra en un estado que se conoce como “absorción meditativa” (jhāna en pali); en dependencia de cuántos factores mentales estén presentes acompañando cada uno de esos estados mentales, se dice que pueden surgir cinco tipos de jhānas o cinco tipos de absorciones meditativas, cada una de las cuales tiene un tipo específico de conciencia. Así, este ser humano llega a conocer y a experimentar de manera directa cinco nuevos tipos de conciencia que no había conocido antes dentro de la Esfera Sensorial. Aún puede profundizar en la práctica, en el dominio y en la maestría de cada uno de esos jhānas, llegando a familiarizarse tanto con ellos como para entrar y salir de cada uno cuando así lo desee. Estas cinco nuevas conciencias son también un nuevo tipo de conciencias sanas. Cuando le llegue la hora de su muerte, si es capaz de sostener alguna de estas conciencias en ese preciso momento de su muerte, la conciencia reconectará en una nueva esfera de existencia denominada La Esfera de La Materia Sutil (rūpāvacara, en pali) donde estos tipos de conciencias jhanicas son lo habitual, lo común; es una esfera superior a la esfera sensorial, en el sentido de que aquí la materia es muy fina y sutil y las capacidades mentales son elevadamente agudas; a los seres aquí existentes se les denomina brahmas , este Esfera de La Materia Sutil, se divide en 16 planos de existencia, así este ser en dependencia del tipo de conciencia jhanica que alcanzó y sostuvo puede reconectar en cualquiera de estos nuevos 16 planos de existencia.

Entonces aparte de los 11 planos que se encuentran en la Esfera Sensorial, hay también 16 planos de existencias adicionales en la Esfera de La Materia Sutil disponibles para el ser.
Ahora, si volvemos a este ser humano que aún habita en la tierra y que luego de conocer la conciencia de la quinta jhāna  se entrena en ésta a un nivel de maestría tal que puede soltar todo objeto de meditación para entrar en absorción meditativa, en este punto él comienza a conocer otros cuatro nuevos tipo de conciencias; al haber soltado todo objeto de meditación experimenta un espacio infinito, sin bordes, ni limites, posteriormente una conciencia infinita, luego la nada y luego un estado de ni percepción ni no percepción, estos cuatro nuevo tipos de conciencia están asociados a esos conocimientos directos; si él puede sostener alguna de esas conciencias en el momento de su muerte, esa conciencia reconectará en una nueva esfera de existencia denominada Esfera Inmaterial, aquí ya no hay materia solo los componentes mentales, conciencia y factores mentales.. Esta esfera de La Materia Sutil está compuesta de 4 planos de existencia, así ese ser que practica meditación samatha y alcanza la maestría en ella, puede llegar a obtener estos nuevos cuatro destinos para reconectar.

Entonces resumiendo un ser humano tiene disponible 31 planos de existencia donde puede reconectar de una existencia a otra (11 en la Esfera Sensorial, 16 en la Esfera de La Materia Sutil y 4 de La Esfera Inmaterial). Cualquiera de estos 31 planos, son planos de existencia condicionada, es decir en cualquier plano se puede surgir y existir, para luego desaparecer y dejar de existir, en términos cotidianos, se puede “nacer” en cualquiera de ellos para luego de un determinado lapso de vida, relativamente corto o relativamente extenso llegar a morir. Por ello son planos condicionados donde se experimentan las tres características universales de los fenómenos condicionados: la Impermanencia (anicca), la Insatisfactoriedad (dukkha) y la Impersonalidad (anatta), porque se carece del control absoluto de lo que ocurre en cada uno de esos planos.

El constante surgir y desaparecer en esos planos de existencia es lo que se conoce como el ciclo continuado del nacer y morir, el girar de la rueda interminable del saṃsara. Aquí los seres pasan de existencia en existencia en un numero casi interminable de veces, hasta que puedan conocer un medio que les haga conocer y entender el cómo trascender este ciclo interminable de nacimiento y muerte continuado. Estas tres esferas en conjunto se denominan esferas mundanas (lokiya). Estas tres esferas en realidad están explicando lo que el ser experimenta y lo que él llega a conceptualizar como realidad objetiva, si nace como humano tiene una conceptualización de que ha surgido en un planeta con ciertas características y entorno, dentro de universo que califica está compuesto de materia y energía, pero debido al no desarrollo de su conciencia se le pasa el entendimiento, que solo es “una realidad” dependiente del tipo de conciencia al que está habituado a usar; pues de haber conseguido un tipo distinto de conciencia, tendría una “realidad” experimentable de una materia más sutil o de una “realidad” carente totalmente de materialidad. Entonces por aquí habría una ventana distinta para entender lo que conocemos como realidad fenoménica en el plano humano, el entendimiento de los fenómenos en general relacionados con él.
Bueno y que pasa si ese ser humano común del que hablamos en el principio no solo practicó meditación samatha y obtuvo los logros mencionados y el conocimiento de los distintos y nuevos tipos de conciencias pertenecientes a la mente condicionada, sino que además aprendió a practicar meditación vipassanā, ¿qué pasa con él?, si ese ser humano llego a conocer la meditación vipassanā y la llega a desarrollar, perfeccionar y dominar hasta su nivel último, ese ser llega a conocer el elemento incondicionado de la mente (Nibbāna) y por lo mismo ya no reconecta más en ninguno de esos 31 planos o de esas tres esferas, simple y sencillamente sale de la rueda del nacimiento y muerte, trasciende el samsara y ya no reconecta más.

(Fuente: Instituto de Estudios Buddhistas Hispano)

Del arte de contemplar y sus verdades eternas.

El privilegio de caminar rodeada de naturaleza me invita al disfrute de conectar con el alma de lo que me rodea. ¡Hay tanto silencio lleno de sentido cuando la mente deja de hacer ruido! El sereno equilibrio de la mirada que aprecia puede ver la maravilla en la transcurre la vida que lleva nuestro cuerpo.

El otoño es propicio para la contemplación, ese declive lleno de colores rojizos y amarillos infinitos que anuncian el descanso invernal. Me dejo invadir por el asombro de la transformación que todo lo envuelve. Me dejo llevar por el mensaje de las sutilezas que se despliegan cada año en esta estación. Con profunda gratitud me siento arrobada por la silenciosa nutrición que hay en el contemplar. “Los árboles me han dado siempre los sermones más profundos”, escribió Hermann Hesse en su obra El Caminante.

Disfruto del encuentro con ese sueño de impermanencia y eternidad en que la vida se expresa, gozo del instante de ese cielo único y de ese perfume húmedo que como una caricia también se irá como vino. Y ahí seguirán los bendecidos árboles con la sencillez de su sabiduría esperando a los corazones humanos abiertos a la vida.

«Los respeto cuando viven en poblaciones o en familias, en bosques o en arboledas. Pero aún los respeto más cuando viven apartados. Son como individuos solitarios. No como ermitaños que se hubieran recluidos a causa de una debilidad, sino como seres grandes y aislados, como Beethoven o Nietzsche. En sus ramas más alta susurra el mundo y sus raíces descansan en lo infinito; pero no se abandonan ahí, luchan con toda su fuerza vital por una única cosa: cumplir con ellos mismos según sus propias leyes, desarrollando su propia forma, representándose a sí mismos. Nada es más sagrado, nada es más ejemplar que un árbol fuerte y hermoso. Cuando se tala un árbol y se muestra desnuda al sol su herida mortal, puede leerse toda su historia en el tosco y lapidario disco de su tronco: en sus anillos anuales y en sus cicatrices están descritos con exactitud toda lucha, todo sufrimiento, toda enfermedad, toda fortuna, toda recompensa. Años flacos y años abundantes, agresiones soportadas y tormentas sobrevividas. Y cualquier hijo de campesino sabe que la madera más dura y noble es la que tiene los anillos más estrechos, y que arriba en la montaña, en constante peligro, crecen las ramas más inquebrantables, las más fuertes y ejemplares.

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos, descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al detalle, la originaria ley de la vida.

El árbol dice: en mí hay escondido un núcleo, una luz, un pensamiento. Soy vida de la vida eterna. Único es el propósito y el experimento que la madre eterna ha hecho conmigo. Únicos son mi forma y los pliegues de mi piel, así como único es el más humilde juego de hojas de mis ramas y la más pequeña herida de mi corteza. Fui hecho para formar y revelar lo eterno en mis más pequeñas marcas.

El árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres y no sé nada de los miles de hijos que cada año nacen de mí. Vivo, hasta el final, el secreto de mi semilla y de nada más me ocupo. Confío que Dios está en mí. Confío que mi misión es sagrada. Y de esta confianza vivo.

Cuando estamos heridos y apenas podemos resistir más la vida, el árbol puede hablarnos: ¡Detente! ¡Detente! ¡Mírame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Esas son ideas infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y tus pensamientos crecerán en silencio. Te sientes ansioso porque tu trayecto te conduce lejos de la madre y la patria. Pero cada paso y cada día, te encaminan de regreso a la madre. Tu patria no está ni aquí ni allí. Tu patria está en tu interior o en ningún lugar.

El deseo de caminar rasga mi corazón cuando escucho a los árboles susurrar con el viento del crepúsculo. Si se le presta atención largamente y en silencio, esta añoranza revela su origen y su destino. No es tanto una cuestión de escapar del sufrimiento, aunque pueda parecerlo, es nostalgia de la tierra, de recuerdos de la madre y de nuevas enseñanzas para la vida. Nos guía a casa. Cada travesía nos conduce al camino de vuelta a casa, cada paso es nacimiento, cada paso es muerte, cada tumba es la madre.

Así susurra el árbol al atardecer cuando nos inquietamos con nuestros pensamientos infantiles. Los árboles tienen un razonamiento más extenso, más apacible y de largo aliento, igual que tienen vidas más largas que las nuestras. Son más sabios que nosotros mientras no les escuchemos. Pero cuando hemos aprendido a prestarles atención, la brevedad, la rapidez y el apresuramiento pueril de nuestro juicio, alcanza una alegría incomparable. Quien haya aprendido a escuchar a los árboles no busca más ser un árbol. No querrá ser distinto de lo que es. Ésa es la patria. Eso es la felicidad». (Hermann Hesse, El Caminante).

Del miedo, los mandatos y otros venenos.

“Todo aquello que cultivas, crece”, dicen los maestros de las distintas tradiciones.

La mayoría de nosotros creció en el paradigma de la existencia de buenos y malos. Los malos tenían una cara muy vívida que se debía identificar para mantenerse a salvo como estrategia  de supervivencia.

“¡El miedo nos mantiene vivos!”, proclamaban nuestros padres y educadores con sentencia de verdad. Definían el hecho de estar vivos bajo el concepto del sobrevivir biológico. Así crecimos, el hilo de un pensamiento unido a otro se convirtió en un alambre y luego en un sólido hábito. Frente al estímulo adecuado, rápidamente se activan los mecanismos de “a salvarse…”, rudimentarios mecanismos de defensa como reflejo de un luchar o huir del ataque inminente.

Pero el miedo tiene otra cara: Mata esperanzas, sueños y oportunidades. Mata el coraje, la individualidad y mutila el amor. Navegar la vida sobrecargado por el miedo es como tratar de nadar contra la corriente llevando tres capas de ropa de lana. El intento se vuelve agotador y pone en peligro la propia vida que se intenta proteger. Si no dejamos esa carga se diluye la esperanza de sobrevivir y mucho menos prosperar.

Tal vez la verdadera sabiduría para vivir consista en aprender a atravesar las aguas, que hay fuerzas fuera de nuestro control y debemos convivir con los enigmas sin resolver y los misterios sin solución. Con ese fin, probablemente lo más sabio sea liberarse de una de las cargas más pesadas: El miedo.

El miedo es el único oponente real de la vida. Un adversario traicionero e inteligente, indecente y sin misericordia que ataca los aspectos más débiles de nuestra personalidad con asombrosa infalibilidad. Suele disfrazarse a través de la duda moderada y deslizarse por la mente con amabilidad para crear ansiedad. La razón se nubla y la capacidad de discernir cae. La ansiedad se convierte en temor y el miedo invade el cuerpo que acusa a través de sus síntomas que algo malo está pasando.

A partir de ese estado no es difícil que se tomen decisiones precipitadas y la confianza caiga derrotada. En este contexto, el miedo, que no es más que el resultado de una percepción, triunfa sobre el Yo.

El miedo a la muerte es un miedo ancestral  con visos de tragedia en nuestro mundo occidental. No se percibe la muerte del lado de la vida, como un efecto natural. Es un miedo infantil que luego acompaña al adulto que no transitó la muerte del falso yo, del ego y su construcción social con sus posesiones que hace posible nacer a una vida sin miedo.

El miedo al amor le sigue cuando vamos creciendo. Nos desespera no ser queridos y nos apegamos en lugar de amar. La confusión se hace extrema al punto que consideramos que el amor duele.

El miedo al fracaso nos hace adultos. No nos enseñaron a ver el fracaso como un aprendizaje, como una oportunidad de cambio sino que aprendimos a ser valorados en base a los éxitos, a ser mejores que otros.

Y es así como luego tenemos miedo de casi todo: De las relaciones que se terminan, de las criaturas que mueren, de los pesticidas, de tener hijos, de no tenerlos, de la enfermedad, de ser atropellado por un camión o un tren, de los tiburones y las cucarachas, de rompernos el cuello y quedar paralizados, de perder la mente y de ser diferente, de llegar a viejos y estar solos y pobres, de ser feos, de las pandemias y del fin del mundo.

El mapa de los tesoros de la vida se oculta tras estos velos trágicos y terminamos viviendo en un universo domesticado como actores de reparto. Pero sobrevivimos hasta la muerte en un devenir que no puede estar más lejos de la vida.

La buena noticia es que todo cambia cuando nos enfrentamos a estos monstruos ocultos en el armario y nos convertimos en capitanes del navío llamado «nuestra vida» en busca de un destino que depende de cada decisión que tomamos. Porque nada significa nada hasta que acordamos una descripción simbólica y le asignamos autoridad. Las sombras pueden ser aterradoras en nuestra imaginación y muy reales, pero se vuelven pequeñas cuando cambiamos el ángulo de la luz.

La verdad de nuestra impermanencia y de todo lo que existe desarma los miedos. La aceptación los empequeñece y el agradecimiento a lo bello de la vida los torna inofensivos. No es fácil, pero es simple.

«Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de los cuales nunca sucedieron» (Michel de Montaigne)