Para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora.
(William Blake)
La vastedad de la vida se nutre de un mundo de relaciones y asociaciones. La naturaleza lo hace a través de sonidos, olores, señales y vibraciones en una red perfectamente conectada. Lo grande y lo pequeño se complementan con sutileza para abrirnos los ojos. Mundos dentro del mundo que sugieren detenernos y reparar en el equilibrio y la fragilidad con que la vida encuentra su cauce. Es el milagro cotidiano al que estamos invitados a convertir en experiencia. Es el latido de todas las cosas que se deja ver en lo natural. Observar y concentrar la mente en la maravilla que impregna los sentidos es a veces todo cuanto se necesita para iluminar cada rincón de lo que somos. Maravillarse es una experiencia intensa que llena el corazón. Cuando el silencio interno deja paso a la contemplación captamos la frecuencia de la realidad primordial y un júbilo sereno acaricia la experiencia. ¡Hay tantas lupas por ahí para distinguirla! El secreto está en encontrar las propias ventanas contemplativas en lo que nos rodea.
Momentos de soledad no son de aislamiento, son oportunidades para habitar nuestra interioridad, recorrer senderos conocidos que nos acunan en el sentido y otros inexplorados que se hacen visibles para el corazón ofrecido a la vida. En la quietud y simplicidad de un momento se puede percibir la complejidad de cada singularidad. A veces resulta fácil ver la fusión de vidas en la vida, de cada latido individual en un gran latido. A veces resulta evidente que nuestra vida es posible gracias a otras vidas que llevamos dentro. Son esas complicidades sutiles que hacen que la vida se viva a sí misma.
«Todo lo que nos ralentiza y nos fuerza a la paciencia, todo lo que nos devuelve a los ciclos lentos de la naturaleza, es una ayuda.» (May Sarton)
Las etiquetas se caen constantemente y las creencias se marchitan con cada descubrimiento. Un mundo en constante cambio no puede ser definido, medido y justificado sino de forma parcial e imprecisa.
Es una práctica espiritual abrir la mente a lo infinitamente pequeño tanto como a lo enorme. Son las dimensiones rebeldes de la vida las que nos enseñan sobre los límites de nuestra comprensión.
En su evolución, la vida nos pide un estado mental que se adapte al cambio constante, nos sugiere sutilmente alinearnos con el flujo asombroso de los fenómenos que ocurren en los sistemas de todos los tamaños. No parece ser cuestión de escalas sino de ser un observador involucrado, comprometido y respetuoso de la gran sinfonía.
La forma en que actuamos está determinada por nuestra grado de conciencia. A veces es la presión la que nos lleva a concentrarnos en una tarea y descartar todo lo demás. Ejecutamos y cumplimos. Otras es la seguridad y privilegio de un rol que entra en juego y dejamos de vernos reflejados en el otro con quien nos toca relacionarnos. Pero sin atención consciente cosificamos la vida y perdemos contacto con nuestro corazón compasivo. El resultado podrá ser efectivo pero sin conciencia plena sacrificamos un poco de nuestra humanidad en cada decisión.
En las profundidades de la naturaleza hay una conexión salvaje que late de la mano de la imaginación. A veces me dejo llevar por los ojos de la vida que contemplo y me introduzco en ese mundo que es libre de interpretaciones humanas. Es una aventura asombrosa, colmada de descubrimiento y donde no hay información que aturda o descripciones que adormezcan. Las escenas se presentan y con ellas brota la revelación, pero no como un éxito de la mente que teje pensamientos y asociaciones sino como un flujo de esa naturaleza compartida en la que el corazón siente pertenencia.
Su efecto es muy saludable, de las mano de «esos ojos» somos invitados a arriesgarnos a una nueva y original mirada para habitar cada día. Un mirada relajada que integra lo diverso.
¿Cuánto es suficiente? ¿Cuál es el límite entre la modestia y la desmesura? Cuando le entregas tu corazón a algo, ¿qué determina que sea un gesto ambicioso o humilde? ¿Cómo mensurar una sensación que proviene de la intransferible intimidad con que nos relacionamos con la vida?
La vida silvestre tiene tanto para mostrarnos acerca de nuestra lógica, preferencias y criterio que no es difícil quedarse sin palabras. La belleza o la elegancia se resignifican de la mano de la sorpresa que acompaña la observación. Con tanta sutileza y fragilidad alrededor lo menos que podemos hacer es intentar estar presentes.
A veces el tiempo se vuelve una espiral sin forma y lejos de las ideas sobre lo visto se comienza a percibir los infinitos tonos de un árbol o la obra de arte que conforman las plumas de un ave. Las distancias parecen desvanecerse y el propio sentido de la proporción cambia. Una vez más la vida se ocupa de mostrarnos que eso que creemos ser no es algo acabado, la experiencia nos transforma.
Algunos tenemos un artista de la mezcolanza refugiado tras una prolija fachada. Hay días en que no lo podemos contener y sale a escena haciendo relaciones insólitas basadas en su lógica dispersa. A veces es posible encontrarle la punta del hilo con la que deje y desteje la compleja trama de elementos que lo inspiran. A ese artista casi nada le resulta indiferente y suele captar el cambio potencial en que todo se despliega. Vacila, y mucho. Su espíritu ansioso de libertad y gozo conoce la contracara de la aflicción. Son momentos en que el silencio se hace visible y su sombra también. Un estado en que puede oír la vida que lo vive. Es por eso que aquello de ser un alma libre le suena a literatura.
En el mundo humano de la desmesura una conciencia desobediente puede ser la vía hábil para los pequeños gestos que conducen a grandes acciones. Observar la naturaleza puede ser una experiencia estética placentera pero también es una ventana que enmarca la acción humana que toma al otro como una extensión de lo que somos. Poner atención en lo complejo, lo común y lo pequeño es un detonador de sensaciones conducentes a la escucha del llamado urgente que este tiempo reclama.
«Ubicar a la especie humana completamente dentro de la naturaleza y no encima es algo que ha sido aceptado intelectualmente pero no personal y emocionalmente por la mayoría de las personas.» (Gary Snyder)