Nos recortamos sobre un horizonte que no es más que un fragmento idealizado mientras la vida acontece imperturbable. (Alice White)
El sol sale en su ahora y yo lo veo en mi aquí. Pero no sale para mí, lo hace ignorando la subjetividad de mi interpretación. La objetividad es brote que emerge al dejar de buscar el sentido que se adapte a mis propios paradigmas. Ese orden frágil cuya persistencia se mantiene ajena al absurdo. Una objetividad sin preexistencia que nace en la cara de mis preconceptos sabiondos para recordarme la belleza de la incertidumbre y su poder creativo. Hay una forma en que todo es y un hilo sutil el que parece guiarnos a través del cambio en que la vida despliega su trama. Los demás pueden preguntarse qué perseguimos cuando decidimos algo que no pueden justificar ni comprender. Es que ese hilo es individual, nos sostiene y no podemos soltarnos. Nada de lo que hagamos puede detener la dinámica en que el tiempo desenreda el ovillo que la vida preparó para cada uno.
La palabra «después» suele ser usada a discreción para quitar del presente lo que ponemos a una distancia segura. Postergamos en la cómoda ilusión de estar «en control» de la temporalidad, a resguardo de la ocurrencia del cambio. La trama de la vida está tejida de fugacidad y cualquier intento de negar lo efímero resulta fatal para la oportunidad que cada presente nos ofrece. Todo se desvanece, podemos huir pero no escaparnos. Y curiosamente, esta realidad es fuente de la prodigiosa abundancia del cambio y la transformación. Creación y destrucción, las dos caras de la misma moneda. El tremendo desafío, no apegarnos a lo que nos agrada.
A diferencia de los cambios externos que son bastante sencillos de distinguir, los cambios internos son más sutiles. Nuestras formas de ver, interpretar o percibir no son las mismas en el tiempo. Cuando pierdo el eje me resulta útil evocar la transitoriedad de todas las cosas, la dependencia y condicionalidad con que todo parece surgir y relacionarse. Me serena y me focaliza en lo que cuenta aceptando con todo lo que soy que las cosas son como son se adapten o no a mi lógica circunstancial. El volver a mis comprensiones más simples y contundentes me rescata del error que es fuente de tanta tristeza y aflicción.
La vida y la muerte son inseparables, van juntas en el camino momento a momento. Falsamente a veces pensamos que la muerte está al final de un largo camino, pero es solo una fantasía que alivia el miedo de tomar conciencia de la fragilidad en la que eso que somos se despliega. La naturaleza de esta vida es incierta aunque evitemos pensar en ello. Vivir en las dimensiones más profundas de lo que significa ser humano es una actitud por la que todos podemos optar y provoca un cambio radical en cómo nos relacionamos con nosotros mismos, los demás y el entorno. Nos hace íntimos. Llena de sabiduría, cada pequeña muerte cotidiana es una invitación a descubrir lo que realmente importa, a no postergar y a situarse con plena intensidad en cada momento. De algún modo, su compañía silente se convierte en un faro que nos orienta hacia la plenitud vital.
«El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos.» (Rainer Maria Rilke)
Intento estirar mi capacidad de conocer como una posibilidad de la conciencia. Me doy cuenta que cada vez que capto algo extraordinario de la realidad tiene que ver con cómo miro, en qué estoy poniendo atención y cuán serena me siento. Hay una experiencia plena y directa del misterio que se muestra como un eco en lo cotidiano. Captar lo extraordinario no requiere capacidades especiales ni una sensibilidad singular sino aprender a gestionar el conocer y flexibilizar nuestras certidumbres. Porque existe una forma de conocimiento que combina palabra y silencio como el arte de bajar el volumen de las urgencias del yo egocentrado y escuchar los susurros de la realidad que resuenan en la quietud. Porque la existencia en toda su hondura, está siempre mostrándose independientemente de nuestras proyecciones.
Los deseos tienen un lado luminoso que es impulso para la acción y uno oscuro que alimenta la ansiedad. De vez en cuando es útil tener una conversación honesta con nuestros deseos porque podemos descubrir algunas de las razones de esa sensación de incomodidad que tiene la tendencia a hacerse compañera fiel. ¿Para qué padecer de manera innecesaria? Es que entre los extremos de la renuncia a todo y el abuso sin medida existe la posibilidad de cultivar una relación saludable con lo que deseamos y no perdernos en «el bosque de la inquietud». Es tarea de cada uno que un eventual estado mental negativo no le gane a las cualidades del corazón. Integrarnos en profundidad y convocar a la bondad básica que habita en cada uno se vuelve vocación cuando estamos atentos a las sutilezas de la vida. Porque, ¿qué es el corazón sino ese espacio del ser humano donde convergen intelecto, emoción y espíritu?
La experiencia de nuestra naturaleza más profunda es un puente hacia la dimensión espiritual de la vida. Contemplar unifica al mismo tiempo que integra el pensar y el sentir de tal modo que deja de tener sentido referirse a ambos por separado. Cuando la fuente de la vida se vuelve experiencial, las palabras brotan casi por impulso en el afán de aproximar una descripción. Es entonces cuando busco en la austeridad unas pocas palabras para acercarme sin abundar en adjetivaciones.
Notar, maravillarse, relacionar lo observado… tantas preguntas que pueden habitarse y acompañarnos con su perfume. La comprensión nunca será tarea acabada. (Alice White)