Como occidental y formada con una mirada cartesiana del mundo, al interesarme por el enfoque orientalista de la vida me resultó sospechosa la grandilocuencia de la expresión «dejar de pensar para que emerja la verdad», sobretodo cuando es pronunciada por gente que no ha dedicado tiempo precisamente al arte de la reflexión con hondura. Estamos de acuerdo que pensar por pensar y sumergirse en la telaraña de asociaciones programadas que nuestra mente teje se vuelve enfermizo y desgastante. Pero voy por la reivindicación de la maravilla del don de pensar que tenemos los seres humanos puesto que ¡ay, de nosotros y los demás si solo hiciéramos por pura impronta!
Pensar es abrir la puerta al espacio íntimo del diálogo con uno mismo, es el yo y la conciencia como si fueran dos cuando disfrutan la comunión de ser uno. Es el disfrute del ensimismamiento y el bienestar existencial de su resultado como consecuencia de la comprensión que induce. Es la maravillosa habilidad de la que está dotada el mismo cerebro que controla las emociones. Somos una unidad: Ni hemisferio derecho o izquierdo, ni corteza frontal o amígdala por separado ¡Cómo dejar de asombrarse cotidianamente de este inexplicable misterio de ser!
Lejos de hacernos vagar y andar a la deriva, el pensamiento es el cimiento de cualquier proceso creativo y el estímulo natural para que afloren los talentos humanos y los dones espirituales. Es acogedora morada cuando es usado como recurso de la aventura de vivir y nunca deberíamos dejar que se convierta en madriguera de nuestras aversiones, evitando así caer en la trampa de retirarnos del mundo para vivir solo dentro de nuestras cabezas.
El pensamiento prepara la acción y no se aparta de ella sino la integra desenmascarando los prejuicios con la elaboración que anida el silencio. Es la fuente del juicio crítico que nos permite transitar la libertad de elegir puesto que disentir requiere de la reflexión pensada, de masticar y asimilar las ideas construyendo un sentido. No disiente cualquiera sino el que puede construir su propia opinión. No se retracta cualquiera sino quien ha asimilado su pequeñez con humildad y su humana vulnerabilidad con compasión.
Porque para trascender el pensamiento es necesario cultivarlo con desapego. Y así como «para abandonar el culto al ego» es necesario «haber construido una sólida personalidad», para «dejar de pensar» en menester «haber pensado». Cuando uno descubre por sí mismo que el mapa no es el territorio puede iniciar el proceso de integrar estando a salvo de cualquier forma de integrismo ideológico.