El juego ocurre por sí mismo, surge y se repliega una y otra vez, se desvanece y reaparece con la atemporalidad de lo eterno. (Alice White)
Cuestiones difíciles de resolver o complicadas de explicar provocan introspección y análisis. La vida se vuelve examinada cuando nos interrogamos y aún cuando las respuestas parezcan inalcanzables, la reflexión le da forma a un tipo de esperanza que nos hace serenos. De algún modo y en algún momento, todos somos un poco filósofos por necesidad.
La mirada que descubre el resplandor no proviene de un algo consumado sino de lo que sugiere sutilmente al ojo que lo mira. Contemplar es reencontrar la emoción profunda de estar vivos, dejarse impregnar por el fatalismo de lo inevitable y aprender a vivir con lo inexplicable. La mirada contemplativa ofrece la experiencia intransferible de comprender intuitivamente que la incertidumbre no es algo a resolver. El acto de mirar para capturar un momento a través de una fotografía, es pura oportunidad de ver que se renueva al cambiar un ángulo o al hacer espacio dando un paso atrás. La imagen obtenida siempre se completa en quien la mira al volver sobre ella.
Los matices y las sutilezas que hay entre los opuestos suelen escaparse de nuestro modo de observar la realidad. Nos relacionamos con el mundo tratando de reconocer y distinguir lo que es de lo que no es y posicionarnos frente a ello. Y todo posicionamiento es un límite que parece ofrecer una solución práctica pero es claramente incompleta frente a este mundo complejo, interconectado y en constante movimiento. Adoptar una posición fija frente a algo debería ser solo provisional para luego trascender las distorsiones que provoca. Captar «el hilo» es un arte sutil. El espejo de lo cotidiano nos muestra con elegancia quiénes somos y nuestro lugar ajeno al tiempo. Abrirse al paisaje interior es una posibilidad que fecunda en la radicalidad del silencio, la vía directa, sensible y salvaje para conocernos.
La claridad suele ser fruto de la persistencia. A veces se presenta con la urgencia de un decir como brote humilde frente al redescubrimiento de eso que opacado por la costumbre, el prejuicio o a veces la indiferencia, perdió el resplandor de su presencia. Es, de algún modo, la manifestación del brillo y significado de las cosas que reclaman atención. Es un ver que nace en una percepción común pero inesperada que irrumpe con el peso de una revelación. Es tarea de cada uno rescatarse de la obviedad y de lo previsible para implicarse en la hondura del asombro de estar vivos y despiertos.
Qué algo aporte sentido implica que se asocie coherentemente con ideas vinculadas a ese algo. Nuestra red interna de pensamientos puede ser bastante limitada y volverse bastante arbitraria si nos encerramos en nuestro mundo personalizado y no cultivamos su diversidad. Morar continuamente en un mundo humano de similitudes nos aísla. La naturaleza lo sabe bien. La diversidad de la vida expresa una profunda unidad subyacente. Por detrás de lo que pensamos que somos y nuestras certezas, la arraigada interconexión de todo con todo nos recuerda los límites mentales para comprender.
A veces me quedo viendo cómo el árbol exhibe diversidad y unidad a través de sus ramas y troncos que terminan enraizados en un mismo suelo. A veces el desafío a la adversidad y su capacidad para resistir con optimismo es fuente de inspiración. Me recuerda la importancia del cuidado de la curiosidad y la empatía en nuestra experiencia humana.
La vida tiene su propia claridad en la que todo se mueve a su ritmo y en su propio ciclo. Siempre algo está brotando para crecer y finalmente marchitarse. Ese intermedio entre el principio y el fin exige entrega para percibir la bella inteligencia de la que podemos sentirnos parte. Hay una vida que es de todos, mucho antes de disfrazarnos de lo que creemos ser y buscar lo que preferimos.
¿Nos hacemos una vida a través de lo que hacemos con ella o la vida nos da forma a través de lo que tiene para nosotros? ¿Elegimos o la vida elige por nosotros? La consideración del libre albedrío parece más una necesidad social para no caer en el fatalismo amoral que en una realidad convocante. Es que a veces las palabras son un encierro, hay circunstancias que invitan a demorarse y permanecer en ellas para afinarnos y escuchar lo que susurran, ellas están muy encima de nuestra posibilidad narrativa. Porque a veces nuestra «genialidad» nos condena al tratar de meter todo en el espacio de la comprensión.
¿Nada como la ficción para trascender la realidad o nada como este mundo para trascender la ficción? Hay lecturas que desvelan, que nos despiertan y convocan. Son lecturas que no son pasivas ni fáciles sino que exigen una íntima implicación de nuestra parte, lo que generalmente provoca un resultado inquietante. Son lecturas en que no se encuentra lo que el otro pudo decir en palabras más o menos ordenadas sino atisbos de ideas que casi no caben en las palabras que se ofrecen como punto de partida para indagar. Son lecturas que hacen espacio, acogen las preguntas, recorren enigmas y exploran dilemas. Esta clase de lecturas me atrapan y puedo detenerme un tiempo inmensurable en un párrafo. Son lecturas a las que se vuelve como a esos romances que siempre vivirán en la intimidad de nuestro corazón. Es que nada es tan próximo como lo ajeno al espacio y al tiempo. Imaginar es dar espacio a la posibilidad, allí donde lo eterno es compañía del vacío.
Dones te doy,
un vacío te doy,
una plenitud,
desenvuélvelos con cuidado—uno es tan frágil como el otro—
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.
Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño.
Dondequiera que vayas
irán contigo y donde quiera que estés
te maravillarás sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío que puedes colmar.
(Norman Mac Caig, poeta escocés)