La mayoría de nosotros hace todo lo posible por evitar pensar que la propia opinión está equivocada. Nos produce una profunda incomodidad la idea de la equivocación y preferimos dejarla en abstracto, como algo que puede suceder en lugar de contemplar la posibilidad que estemos afirmando como válido ahora mismo, algo que es un error. Nos va la vida en la opinión, estar equivocados nos expone y preferimos vivir en la burbuja de nuestra percepción correcta aún al costo de los perjuicios que causa.
Pero somos falibles, vulnerables, nos equivocamos. Somos humanos y eso incluye estar errados. La obstinación por tener razón es un verdadero problema para la vida personal y como colectivo social, al haber construido «la cultura de lo correcto» como la forma de tener éxito en la vida. Insistimos en tener razón porque nos hace sentir inteligentes, responsables, virtuosos y seguros.
Suele suceder que sentirse equivocado nos provoca emociones devastadoras tales como la vergüenza o la inadecuación. Darse cuenta que uno está equivocado no se siente nada bien y preferimos pensar, aún semiconscientes del error, que estamos en tierra firme. Así es como ciegamente, a pesar de estar equivocados, nos podemos sentir igual que si tuviéramos razón y muy sólidos en defensa de nuestra equivocación.
Confiar demasiado en la sensación de estar en el lado correcto de algo puede ser muy peligroso no solo para nosotros mismos sino para los demás, puesto que no es una guía confiable de lo que realmente está sucediendo en el mundo exterior. Cuando actuamos como si esa sensación lo fuera y dejamos de evaluar la posibilidad de estar equivocados es cuando nos exponemos a convertir el error en un problema mayor en lo práctico.
Nuestras creencias no son el espejo perfecto de la realidad pero al considerarlas como tal, se vuelve imperativo convencer a los demás. Es a partir de allí que entran en escena, una serie de suposiciones desafortunadas como considerar que los demás son ignorantes y no logran comprender perdiéndose la posibilidad de iluminarse. Si el desacuerdo persiste, entonces los consideramos tontos, porque a pesar de contar con la valiosa información que nosotros mismos tratamos de aclararles, persisten en el error. Y cuando todo eso no funciona, cuando resulta que la gente que está en desacuerdo tiene frente de sí los mismos hechos que nosotros y realmente son bastante lúcidos, entonces pasamos a la suposición extrema: saben y entienden la verdad de la cosa pero la distorsionan deliberadamente.
Este apego a la razón propia nos impide evitar errores, algo absolutamente necesario por lo delicado de los hechos que puede estar atendiendo y, al mismo tiempo, daña las relaciones interpersonales. Lo más desconcertante es que nos aparta de nuestras humanas necesidades compartidas. Esta persistencia en imaginar que nuestras mentes son ventanas perfectamente traslúcidas como para ver hacia afuera y describir el mundo tal como se revela, nos lleva a pretender que todo el mundo mire por la misma ventana y vea exactamente lo mismo. Pero eso no es la verdad, el gran desafío humano es nuestra capacidad para tener distintas perspectivas y armonizar en las diferencias en la búsqueda del bien común.
En lo personal, realmente creo que la única forma de recuperar el sentido de opinar, discrepar y acordar es mantenernos humildes y no perder de vista que podemos estar equivocados. Todas esas certezas que en algún momento aportaron sentido pueden derrumbarse en un abrir y cerrar de ojos. Si uno realmente quiere redescubrir la maravilla de estar vivo, tiene que apartarse de ese pequeño y aterrado espacio de las propias razones y mirar alrededor, a los otros, contemplar la inmensidad, la complejidad, el misterio del universo y pensar: «¡Qué sé yo!»