Vacíos

Las reuniones sociales la desesperaban, bebía en el afán de hacer interesantes a los demás y no distinguir demasiado cuál era el hilo de la conversación. Miraba el entorno con resignación, se sentía en una trampa de la que no podía escapar. Eran encuentros totalmente vacíos, una puesta en escena, un simulacro hueco sin algo que valiera la pena rescatar. Pero ese día fue diferente, ella supo que lo peor de vivir atrapada en convencionalismos no era darse cuenta sino la vocación de hacer de esa jaula un hogar. Ese día comprendió que masticar indecisiones no la iba a sacar de la mitad del camino entre la sensibilidad y el cinismo. Y que el vacío no necesita relleno. Desde entonces huyó de lo políticamente correcto y disfrutó de su mundo como una rara sin culpa.

De las omisiones y la tibieza de carácter.

Parece imposible escribir una carta al tibio que se empecina en desconocer o encubrir su propia tibieza. Pero algo de fervor guarda en su seno el tibio que se sabe o se sospecha tibio.
En cambio, el tibio de toda tibieza siente que esa carta no es para él, porque sólo acepta mensajes complacientes. Una carta sutil le será indiferente o le suscitará un moroso goce estético y tildará de fanática una carta frontal y fervorosa.
El tibio pretende vivir sin que la vida le toque y encubre su falta de intensidad con simulada moderación.
Más hipócrita aún es la tibieza que se disimula con acciones ampulosas que sólo arrastran energía física y psíquica sin orientación espiritual, en definitiva, sin amor.
Al tibio nada le llega o pretende que nada le llegue, pero tal hipocresía ontológica es devastadora pues la indiferencia ante la Vida que pide a cada paso nuestro socorro es criminal. Así, una vida de omisiones es una vida asesina y sólo puede salir de su tibieza quien se atreve a verlo.
Escribo esta carta al único tibio que quizás pueda escucharme. Se la escribo al tibio que habita en mí y así invito a cada uno a escribir la propia.

(Carta al tibio, Bernardo Nante)

De opiniones, ideas y el arte de meditar

Todos tenemos ideas preconcebidas, opiniones y puntos de vista. Construimos argumentos e innumerables juicios muy especialmente vinculados a los demás, sus conductas y maneras de pensar. Cuando trabajamos sobre nosotros mismos, en muchas ocasiones nos sentimos inmunes a la trampa de abrir juicios y argumentar pero un análisis honesto nos descubre en una realidad diferente: Cambiamos un conjunto de prejuicios por otro.

Descubrimos nuestra dimensión espiritual en un cierto contexto y punto de vista. Es así como aprendemos a practicar el arte de la contemplación, la meditación e introspección profunda. No dejamos de ser quienes somos por el mero hecho de incorporar nuevas prácticas. Para ver sus beneficios tenemos que ser pacientes y compasivos con nosotros mismos en primer lugar.

Dejar de lado ideologías, opiniones y marco conceptual requiere relegar nuestro punto de vista para que los hechos no nos muestren una sofisticación de los mismos prejuicios adornados por un nuevo traje espiritual. El autoengaño está a la distancia de un pensamiento egoico. Nada más. Si no lo tenemos bien presente, nos encerraremos en nuestras cabezas, desconectados de la realidad del mundo y los demás, más relajados temporalmente y tan inconscientes como siempre, sin mejoras profundas ni de largo plazo.

El silencio auténtico practicado con amor en el corazón suaviza las rigideces ideológicas y estructuras que brindan seguridad a la personalidad para transformarnos en mejores personas en la acción. Nos vuelve más inspirados y creativos para la vida cotidiana.

Un cuerpo de conocimientos que nos permita profundizar intelectualmente nos ayuda en orientar algunas prácticas meditativas y nos vuelve más claros y precisos pero bajo ningún punto de vista debería ser condicionante de lo que experimentemos en la meditación sino solo una puerta a la comprensión consciente de lo inconmensurable y su sentido. Conocimiento y experiencia se integran en un todo que da respuestas que sanan, cobijan, generan aceptación de la realidad y voluntad para contribuir a la construcción de un mundo más justo y ético.

Llevar una vida espiritual implica usar la meditación como un recurso de autoconocimiento y no como una mera técnica a dominar, un ejercicio para sentirse bien o una gimnasia mental para aumentar nuestra concentración o rendimiento. Involucra un cambio completo de perspectiva, un renovado marco de acción donde la vida se aborda con una nueva mirada.

Los hechos nos muestran que cambiar lleva tiempo, que diluir prejuicios, patrones de conducta, comprender y reconocer nuestra esencia es un proceso lento. Requiere tomar conciencia que no es cuestión de cambiar un paquete de ideas preconcebidas por otro más exótico y políticamente correcto conforme a una falsa moral.

Soltar nuestras certezas, cultivar la apertura mental y descubrir el sabor de formularse preguntas. Las verdades espirituales no buscan convencer a nadie, están allí para ser descubiertas a través del trabajo interno silencioso, sistemático y comprometido. De eso se trata el viaje.

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De escuchar, de coincidir, de verse.

Si de conversar se trata, no es cuestión de verse o de coincidir. Requiere el oír involucrado para que se produzca un auténtico ver. Es también preciso encontrarse con la mirada del otro porque es la voz de sus ojos y afecta lo visto.
En tiempos en los que toda escucha es poca y toda mirada insuficiente, se requiere ese oír-ver-leer. Se precisa sensibilidad e intervención, consideración y elección. No basta parafrasear, ni proclamar, ni diagnosticar. Ni es suficiente con gestionar. La interpretación debe evitar la arbitrariedad y las limitaciones surgidas de los hábitos mentales, centrando su mirada en las cosas mismas, dice Gadamer, el gran filósofo alemán que tanto investigó la verdad y sus métodos.

Abrirse no es entonces una mera actitud receptiva, un gesto de condescendencia ni una mera estrategia con fines personales. Es una condición necesaria y casi imprescindible para proceder con ecuanimidad. Y esa apertura no es simplemente la de uno sino que es apertura hacia el otro y con los demás para compartir desafíos y actividades en común. Escuchar es darnos por enterados, poner oído a otros con un diferente decir. Es aprender a ser nosotros con palabras de otros, oírnos indulgentes en alguien quizá distante y distinto aunque reencontrados y enriquecidos por lo que se dice de forma compartida. Escuchar es huir de soliloquios sentidos como irrefutables, como definitivos. Es alejarnos de la inmutabilidad intolerante de los parloteos no contrastados, invocados como argumento excluyente de otros argumentos ignorados por los que creen exclusivo su decir, sordos a cualquier discurso que no sea el propio, el suyo personal, el supuestamente verdadero. Es buscar sentido dentro de la telaraña de discursos al mejor discurso de otros para crear y enriquecer nuestro propio discurso.

«Solo si somos otros, somos nosotros, tan otros que sin ellos no lo seremos» dice el genial Ángel Gabilondo. De no ser así, siempre permaneceremos iguales, aún pensando que hemos cambiado y somos otros. Sin la capacidad de ser otro no hay alteración. No basta con ser coyunturalmente otro o muchos otros, es preciso ser de otro modo. Ver y oír es discernir, no provocar un indiferenciado y abstracto conjunto, una adición indiscriminada e indiferente. No es cuestión únicamente de sentirse los elegidos, sino de tener la capacidad de saber elegir. De propiciar ser preferibles, dignos de merecerlo.

Y para ello hay mucho que ver y mucho que oír.

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La perplejidad pacificadora invade a quien llega a comprender que su verdadero lugar de residencia y su verdadero ser es el abismo insondable de “lo que es”. (María Corbí)

 

De la conciencia y los deseos

Por momentos los seres humanos deambulamos por el mundo del deseo, nos comportamos como nómades en busca de alternativas, de algo que nos consuele y mejore lo que sentimos.
A la hora de valorar nuestras necesidades solemos no mostrar la más mínima madurez. Pero aunque nos hayamos convencido que la cuestión es «rellenar el hueco y reparar las cosas» para atender la insatisfacción, la vida no pasa por el pensamiento sin fin que se retroalimenta en lo que falta. Vivimos muy distraídos, neurotizados en un estado de fascinación frente a una realidad sin garantías a la que tratamos de aferrarnos.
Pero el único lugar donde podemos encontrar toda la sabiduría sobre cómo nos causamos sufrimiento es en nuestro interior, trabajando sobre uno mismo para comprender la verdad incondicionada en nuestra propia experiencia espiritual al reconocer esa conciencia panorámica. Ese guía que nos ayuda a percibir el trasfondo de lo cotidiano y a trascender su visión limitada.

Cuando nos desfondamos y no podemos encontrar nada a lo que agarrarnos, sentimos un gran dolor. Es como el lema del Instituto Naropa: «El amor a la verdad te pone en el sitio.» Puede que tengamos una visión romántica de lo que eso significa, pero cuando la verdad nos tiene clavados, sufrimos.  Podemos encerrarnos en nosotros mismos y estar resentidos o podemos entrar en contacto con esa cualidad palpitante. Definitivamente, hay algo tierno y palpitante en la sensación no tener dónde agarrarseQue todo se nos venga abajo es una prueba y también una especie de curación. Pensamos que la cuestión es pasar la prueba o superar el problema, pero en realidad las cosas no se resuelven. Las cosas se caen a pedazos y después éstos se vuelven a juntar. Simplemente sucede así. La curación proviene del hecho de dejar espacio para que todo esto ocurra: espacio para la pena, para el alivio, para la aflicción y para la alegría.  Lo más importante de todo es dejar sitio para el no saber. Decimos que las cosas son buenas o malas, pero en realidad no lo sabemos. (Cuando todo se derrumba, Pema Chodron)

De la información y la sabiduría

Uno puede ser un gran erudito pero la información no transforma y es por eso que la filosofía puede atormentarnos con elucubraciones. Una cosa es conocimiento y otra es sabiduría. La información es como una moneda prestada que no aumenta tu patrimonio pero te hace sentir más pudiente puesto que no cambia la mente ni hace que nuestra esencia se disocie de lo material para comprender la realidad. Las herramientas son orientadoras, son pautas para despertar la sabiduría interior.

La sabiduría es intransferible, un espacio de conciencia libre de ataduras, de máscaras mentales y emocionales que nos impiden conectar con nuestro yo más honesto.

«Ven y mira lo que es desde la pureza de la conciencia», dijo Buda. La mente debe liberarse de la atadura del autoengaño para volverse más lúcida, penetrante, ver las cosas tal como son y observar la verdad de los hechos.

Hay que despejar los densos nubarrones que pueblan el pensamiento. Tenemos la tendencia a explorar lo que está lejos, a externalizar pero eso nos aliena y perdemos de vista al que mira, al pensador y su universo más cercano, su interior. La insatisfacción es el impulso básico para encontrar respuestas que orienten. Ir más allá de las apariencias no tiene un único camino posible. Se trata de desarmar los mecanismos de protección en los que nos hemos escudado para auto-observarnos tal como somos. 

El camino del recto entendimiento, tal como sostenía Buda, solo es posible si «enciendes tu propia lámpara»

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De lo sabio y la capacidad de discernir

No hay un solo talle posible para todos los tamaños y situaciones. Las distintas filosofías, caminos y doctrinas son como herramientas en una caja. Está la adecuada para cada caso dependiendo de la necesidad que hay que atender.

La enseñanza espiritual más profunda es una frase adecuada en el momento justo. No hay jerarquías en la sabiduría sino lo apropiado para cada situación. Discernir es la discriminación inteligente, la capacidad que precisa con precisión lo que es adecuado. Esto se vuelve intuitivo a través de la experiencia de haber cometido errores y haber acertado en el tiempo. Pero no es casualidad como podría creerse al ser testigo de respuestas casi espontáneas. Casi siempre es el resultado de cultivar durante años el esfuerzo espiritual por comprender con humildad a través del silencio.

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De las ideologías y los dogmas

Consolidar respuestas a partir de un dogma antes aún que las preguntas hayan sido formuladas es una forma de sesgar el pensamiento lúcido. En ese marco solo es posible el verticalismo obligado a aparentar tener todas las respuestas. Reducir el territorio de lo humano a la rigidez de las ideologías y los dogmas tiene el fracaso asegurado. La autoridad de la verdad no necesita imponerse en el espacio de una comunidad madura que busca consolidarse en la horizontalidad inclusiva y está dispuesta a comprometerse en encontrar acuerdos superadores.
Probablemente haya llegado la hora de concentrarse en lo esencial y dejar las formas para los que viven prisioneros de ellas.

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Del cambio y la resistencia

Somos retentivos de lo seguro. Paradojalmente, aún cuando anhelamos cambiar y sabemos de lo inevitable, una parte de nosotros se resiste y no quiere. Se atrinchera y justifica los por qué no. Deseamos materializar el anhelo pero al mismo tiempo le tememos.

“Hay una ley en la vida, cruel y exacta, que afirma que uno debe crecer o, en caso contrario, pagar de más por seguir siendo el mismo”. (Norman Mailer)

Las metanecesidades que impulsan la búsqueda del sentido de la vida y su trascendencia no pueden atenderse con recursos académicos ni información acumulada. Esta clase de necesidad es un presupuesto motivacional que encuentra respuesta más allá del saber, en el saber trascendente que se acerca y y se aleja en el camino del viajero que transita irremediablemente la experiencia humana dual.

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De la experiencia espiritual y de lo religioso.

Hablar de la experiencia espiritual implica considerar que entramos en el espacio de la experiencia personal, intransferible y subjetiva de un ser humano. La compresión de lo que ocurre con la experiencia vital de otra persona puede verse afectada por factores diversos que condicionan cualquier hipótesis.

El mundo se percibe, se conoce y se activa a partir de la formación y cultura de cada uno. Hay una interdependencia entre lo que uno percibe y lo que sucede en el mundo dado que los fenómenos de lo que llamamos realidad no soy aislados en relación a quien los capta. Concretamente, si creo en una doctrina religiosa o si soy un escéptico condicionará lo que percibo y experimento.

La incertidumbre y la ansiedad asociada a existir así como el ser parte de un mundo incógnito necesita ser resuelta de algún modo. Por lo tanto, el valor de verdad de la experiencia está directamente vinculado al juicio que construimos sobre ella. Que la verdad suele resultarnos bella y lo falso disgustarnos es un condicionante adicional que trae consecuencias evidentes a la hora de una evaluación, puesto que una creencia es un juicio de valor que no se distingue del juicio que surge de un razonamiento lógico en la experiencia individual de fe. 

No es lo mismo una experiencia espiritual, como un estado de unidad, armonía, sentido de lo sagrado y ausencia de deseos (soy un ser espiritual), que una experiencia religiosa basada en los motivos, argumentaciones y pruebas que aporta la doctrina que tiñe cualquier hecho objetivo presentándolo como verdad categórica e incontrastable (Dios es bueno).

En lo práctico la experiencia espiritual es capaz de reducir la agresividad, la intolerancia, los impulsos y los deseos desmedidos volviéndonos más pacíficos y compasivos hacia el padecimiento de los seres vivos en su calidad de tales.

 

«Haz tu trabajo y después da un paso atrás. Ése es el único camino hacia la serenidad.» (Tao Te Ching)

Para profundizar en estos temas recomiendo la lectura de: Nuevos estudios; experiencia cumbre; experiencia de lo numinoso.

 

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