Convergencia Atemporal

En la relajante mirada al infinito la incertidumbre reposa y se hace visible. En sus confines, lo trascendente se vuelve cercano. Cuando la conciencia se afecta por la verdad, la naturaleza profunda nos convoca desde su vacío fértil.  (Alice White)

Frecuentemente siento que las cosas se volvieron raras, como si una densa niebla se hubiera asentado sobre el planeta mismo y nos impidiera distinguir lo básico.
Es un gran dilema humano cómo lo real se extravió en nuestras mentes convirtiendo el orden natural en confusión y volviéndonos cerrados a toda crítica que no provenga de aquellos que consideramos iguales o sea validada por el grupo al que pertenecemos. Hace falta honestidad con uno mismo para distinguir qué tan seguido adoptamos peligrosas certezas sobre el saber y el dominio de lo correcto.
Si pudiéramos calmar la mente y apagar el fuego que el miedo mantiene encendido podríamos al menos tener la chance de ver con más claridad lo que es real.
Hay un tiempo en la vida de cada uno en que las palabras se agotan y el silencio se llena de contenido elocuente. Quizá necesitemos dejarnos guiar por ese impulso íntimo que nos lleva a actuar e ir al encuentro del ritmo misterioso que todo lo sostiene creando equilibrio. Esa melodía que se expresa en las raíces del árbol cuando busca agua o en el dulce perfume de la flor que atrae a las abejas. Quizá necesitemos abandonar nuestras estúpidas opiniones y entregarnos a la calidez de nuestra vulnerabilidad. Lo que sabemos es importante, pero lo que somos mucho más.

Insistir una y otra vez en los mismos prejuicios y puntos de vista cerrados termina anulando la imprescindible capacidad de crítica que nos mantiene a salvo de esa necesidad enfermiza de reafirmarse en la cofradía. Este tipo de visiones, necesariamente construyen un opuesto que está en el error para validar las propias certezas. Pero entender algunas cosas en esta vida es ligeramente más complicado que repetir consignas, apelar al tribalismo y tomar la autopercepción como única fuente de referencia válida. Solo por dar un ejemplo, son demasiadas las veces que entre los autodenominados tolerantes, la tolerancia brilla por su ausencia.
Que el saber contingente es mucho más cercano a la realidad que la certeza inmutable es un gran progreso humano. Ser conscientes de cómo las ideas se van reinventando y cómo el conocimiento tiene la capacidad de autorefutarse a lo largo de tiempo habilita una vía prudente para replantearse constantemente lo considerado sabido y superarse. La incertidumbre aunque angustie es en sí misma liberadora cuando aceptamos nuestras limitaciones.

Nuestros recuerdos se reescriben sin cesar. Todos olvidamos cosas y reacomodamos detalles. A veces hacemos suposiciones dolorosas en base a piezas sueltas o hechos aislados. La aceptación de nuestras limitaciones y una actitud que no pierde de vista tantísimo que no sabemos nos vuelve más humildes y nos evita las consecuencias de sacar conclusiones radicales. Si examinamos nuestras interpretaciones, eventualmente las percepciones cambian y viejos dolores cobran nuevos significados. Rara vez algo significa una sola cosa, generalmente un hecho está conformado por capas de significado: Tal vez las cosas fueron de la manera que nos parece pero podrían no serlo. Todo va y viene en la conciencia.

Algo nos obliga a un alto en el transcurso esperado de las cosas y nuestra naturaleza más salvaje se hace visible. Sin las seguridades cotidianas y lejos de la actuación de nuestros personajes, somos más evidentemente animales. Incluso aunque tratemos de racionalizar lo que sucede nos sentimos frágiles e indefensos.

«De pie sobre la tierra desnuda, bañada mi frente por el aire leve y erguido hacia el espacio infinito, todo mezquino egoísmo se diluye.» (Emerson) 

Cuando dirigimos la atención hacia lo natural, hacia algo que ha venido a la existencia sin la intervención humana, salimos del pensamiento conceptual y nos vinculamos a la esencia del ser, una dimensión en la que existe todo lo natural. Cuando reposamos nuestra atención en un paisaje, un árbol o en las olas del mar, no estamos pensando en ellos sino los percibimos. Al sentir la quietud dentro nuestro cuando la captamos en el mundo natural, entramos en un estado de profundo reposo y de comunión con el entorno. El silencio entonces deja de ser algo externo o pensado y se transforma en un estado del ser.
Todos nos merecemos un rato diario de presencia consciente en el reino natural y permanecer en él honrando nuestra naturaleza profunda.

Al observar la naturaleza podemos ver que está en constante cambio y adaptación. Aún así, solemos tener dificultades para reconocer nuestras propias mutaciones y la forma en que estamos cambiando constantemente. El mundo natural es una exhibición de flexibilidad y capacidad para recalcular la posición relativa de sus nodos en la red infinita. Ajeno a cualquier distinción y clasificación, lo que es, toma formas diferentes y fluye imperturbable en la pasión del absoluto cambio. Cuando el espíritu humano reposa sobre la infinita atemporalidad del reino natural, la vida se expresa demasiado llena de su propio sentido para ser analizada. Y nuestras diferencias e incoherencias más íntimas encuentran un sentido de unidad en lo insondable.

En el Abrigo de la Quietud

«Reconocerás lo desconocido cuando te sientes a contemplar lo conocido y al invocar comprensión aceptes la incertidumbre.» (Alice White)

Todos tenemos una bondad básica que surge del profundo reconocimiento del sufrimiento en uno mismo y que vemos reflejado en los demás seres vivos. Cuando tomamos conciencia viene acompañado del deseo y esfuerzo por aliviarlo. A medida que fui descubriendo mis propias heridas la palabra compasión tomó un significado completamente diferente en lo cotidiano. 
A través del contacto contemplativo con la naturaleza, con el paso del tiempo mi comprensión fue adentrándose en una nueva dimensión. En la dinámica del mundo natural puede verse sufrimiento en abundancia, no solo sufrimos los seres humanos. Me cuesta mucho aceptar la lógica del sufrimiento básico como para contribuir con mi inconsciencia a agrandarlo. Es por eso que me ilustro, razono, reflexiono, medito y escucho con atención a mi corazón alejándome de toda ideología que condicione mis acciones. El otro cobra un significado de relevancia primordial cuando me siento personalmente afectada en su sufrimiento. Explorar las propias heridas nos hace compasivos. No renunciemos a lo que somos en esencia por intentar ser alguien.

«Que tu alma encuentre la gracia para elevarse por encima del dominio de las pequeñas mediocridades.» (John O ‘ Donohue)

Con tantas voces ridículas a nuestro alrededor compitiendo por nuestra atención, no es difícil entregar nuestra mente a ideas trasnochadas. Nos creemos libres pero adoptamos una actitud pasiva que es el territorio preferido de los «virus mentales».
Cuando paso tiempo en la naturaleza me impregno de su silencio, de su ritmo lento y de la dinámica de su quietud. Es un descanso reparador que me hace recapacitar sobre lo que doy por sabido y sobre aquello que me resulta lógico. No me «contagio de nada» sino me reencuentro con la mirada serena, recupero claridad para leer los hechos y equilibrio para orientar las decisiones.

Hay noticias que aturden, que nos alejan del eje de las cosas. Otras abren caminos y generan esperanza. Trato de oír las palabras y su significado para comprender e intento escuchar la voz y sus tonos como horizonte de sentido.
Pero hay cosas que escapan a las palabras y se evidencian en lo no dicho, en eso que suele ser la expresión de la trama. El silencio es, entre tantas cosas alteradas, un encuentro estético. Porque hay cosas que simplemente agotaron su vitalidad y solo les queda su estrechez.

Verdades Desnudas

«Felices los que ven belleza en todos lados y no exageran el culto a la verdad.» 

Tengo un profundo respeto por la expresión «no sé». Dos palabras pequeñas que juntas nos hacen volar hasta los confines de una dimensión que no cabe en nosotros mismos. Una simple expresión que cuando es sentida nos agranda la vida.

Tantas veces tenemos la fantasía de estar yendo a algún lado pero a medida que creemos avanzar nos damos cuenta que el destino desaparece. La sensación de inseguridad que provoca el no saber en qué lugar de la hipotética ruta nos encontramos acude a confirmarlo. Entonces un pensamiento trae el otro y sentimos ahogarnos en el trazado minucioso de las opciones y sus detalles. Íntimamente sabemos que el hecho de avanzar un poco no garantiza el rumbo. ¡Si hasta por momentos parece que fuéramos en varias direcciones a la vez!
El camino aparece con cada paso que damos, no está inventado ni mucho menos creado para que lo transitemos sin sobresaltos rumbo a la tierra prometida. Convivir con la incertidumbre de estar vagando por un desierto puede resultar tan desgarrador que nos refugiamos en causas épicas y destinos de grandeza. Es la sed de importancia que tanto nos atormenta, la ansiedad por sentirnos alguien que busca certezas que trasciendan los finales.

Cada uno de nosotros somos exquisitamente particulares y distintos. Pero aún cuando por momentos nos comportemos como si vivir aislados fuera una opción, es solo producto de un juicio condicionado que naturaliza una percepción errónea de la realidad. La forma en que nos vemos condiciona la manera en que nos tratamos unos a otros. Aún con extraordinarias diferencias entre nosotros, en las situaciones límites se evidencia que compartimos la misma naturaleza básica, vemos fácilmente que nada existe separado y que nos necesitamos. La clara comprensión de la interdependencia y temporalidad toca nuestra sensibilidad más profunda.

El deseo es casi una constante en nuestra vida y aún cuando sea en apariencia simple y noble como descansar puede convertirse en un obstáculo. Un dolor físico o emocional puede llegar a controlarnos si nos distraemos. Aceptar que las cosas son como son detiene en principio la inquietud que acompaña la sensación que no sean como me gustaría. Sé que nuestra más profunda naturaleza es un lugar de reposo porque he estado ahí, pero también sé que no se trata de ir tras ella sino de pausar cualquier esfuerzo a fin de reencontrarme en el único momento que existe y existo, en el que vivo en este preciso instante.
Una de Las Cinco Invitaciones de Frank Ostaseski es «Busca un lugar de reposo en medio de la agitación» y siempre me resulta de utilidad recordarla, me funciona como un freno de emergencia para cualquier torbellino interno. 

Cuando esperar lo malo se hizo hábito, estar abierto a cosas nuevas, buenas o diferentes es bastante improbable y hasta difícil. Esperar lo peor invita a levantar un perímetro de protección y le deja espacio a la ansiedad preventiva que va entristeciendo la mirada sin que nos demos cuenta. Aguardar mientras se espera que suceda algo es una de las formas en que el miedo opera y funciona casi en automático. El verdadero reto es estar abierto a lo nuevo y benevolente sin alimentar expectativas. Una atención generosa que no espera recompensa alguna puede convertirse entonces en fuente inagotable de serenidad.

Al contemplar el mundo natural se vuelve simple reconocer la dinámica que lo compone y los delicados sonidos que le van dando forma a la canción de la existencia. Lo que parece un derroche no es más que un continuo fluir de un uso a otro, de una belleza a otra más elevada aún. Imposible lamentarse por lo pasado frente a la riqueza indomable del universo que constantemente funde y recicla lo que fue. Negar la inteligencia natural sería negar nuestro costado más humano.

La mirada evoluciona, seamos conscientes o no, dado que estamos en constante cambio. Desarrollar un ojo relajado y abierto es consecuencia de factores que convergen en el momento único de espacio-tiempo en el que existimos. Cultivando la atención nos damos la posibilidad de estar disponibles hacia el entorno libres de prejuicios, filtros y doctrinas acerca de lo correcto. Es pura sincronización de la percepción con el presente a través de una mente estable y un corazón receptivo que refrescan la mirada. 

Ser capaces de atravesar lo que vemos es una forma de percibir la vida en lo que creemos ver. La realidad del amanecer que tanto nos fascina existe como una conjunción de factores que nos incluye al observarlo. La luz que lo ilumina, el punto de vista y la agudeza de nuestra visión le dan forma. Un sinfín de coincidencias conforman un momento y situación única ofrecidos a nuestra experiencia. Lo evidente es solo un puente hacia lo no tangible que subyace en la forma, hacia la naturaleza profunda de la realidad.

En las profundidades del ser I

             «No creo que exista en la naturaleza de las cosas algo que no sea más que poesía.» (A. Bradley)

Hay ventanas que se abren en la contemplación de lo vivo, las palabras que estuvieron guardadas buscan hacerse visibles. Son palabras que provienen de la fertilidad que el silencio teje en el corazón humano. Son un fruto esperanzado en lo que vendrá, confiado en el flujo de la vida. Si un caudal infinito ha sido puesto en nuestras manos, ¿puede el árbol negarse a dar sus frutos cuando está en el lugar y momento propicio para hacerlo? ¡Si allí aparecerá el pájaro que tomará uno y sin darse cuenta dejará caer la semilla en otro lado! La vida silvestre es una fuente inagotable de sabiduría de la que abrevar.

A menudo confundimos aceptación con aprobación. Pero mientras la aceptación es un acto de amor de un corazón abierto a la realidad, la aprobación es un juicio de valor. No es casual, sin darnos cuenta buscamos la aprobación desde nuestro crítico interno que busca compensar la indignidad de no ser perfectos a través de la reafirmación de alguna autoridad externa cuya voz interiorizamos en el pasado.
La aceptación nos da la oportunidad de conocernos y examinar esa voz interior que machaca sobre cómo deberíamos ser. A partir de ella admitimos nuestras deficiencias y podemos evaluar los cambios necesarios, nuestra confianza crece y nos liberamos de la comparación.
No tiene sentido alarmarse, de alguna manera todos somos un poco raros y eso no es ningún problema, aunque nos hayamos convencido que sí.

Hoy reivindico la imperfección. Para quienes buscamos desde muy jóvenes la perfección, casi sin darnos cuenta nos volvimos dependientes de ella. La perfección eclipsa la plenitud de la experiencia y nos somete al crítico interno despiadado y siempre insatisfecho, que con su voz áspera y coercitiva, nos impone su voluntad. Darle cabida a nuestras debilidades y tropiezos consecuentes nos permite gozar de las fortalezas y éxitos con integridad, sin creernos más ni menos que nadie. Una sabiduría menos reactiva y más sagaz se vuelve compañera fiel cuando advertimos que no estamos obligados a responder de acuerdo a las expectativas de nuestras estructuras psicológicas.
Porque en cada individualidad se expresan los matices con que la vida crea y se recrea a sí misma.

Aún cuando resulte tentador «esquivar» nuestra naturaleza humana a los fines de convertirnos en alguien espiritual, el resultado no será otra cosa que una impostura lamentable. El reconocimiento de nuestra naturaleza más genuina nos lleva a la suprema humildad de aceptar lo que somos, incluidas nuestras dificultades y dramas internos. A veces algo que seríamos en otro lugar o en el futuro parece más valioso que lo que somos acá mismo y en este momento, pero es la aceptación la que nos acerca a la vasta sensación de integridad de ser en plenitud. Observar y explorar nuestras resistencias con un interés respetuoso es un umbral de comprensión. Lo que sentimos puede ser vehículo constructivo y no un motivo para juzgarnos, reaccionar o reprimirnos.

El dolor y la pérdida conforman un territorio conocido por todos, un tejido que nos enlaza. Raramente esta clase de verdad es aceptada con comodidad y muy por el contrario genera inquietud, desorientación y hasta desasosiego. Inevitablemente somos habitados por un pesar cotidiano, cierta aflicción nos visita regularmente y una zozobra como trasfondo nos acompaña en silencio. Hay cierta angustia que no pasa sino hay que pasarla y vivir su transformación en nuestra piel. Familiarizarse con su intensidad y conocer sus patrones de expresión le quita sentido a la negación y resistencia. Quizá nada nos hable más plenamente de la vida que este tipo de certezas.

A veces solo se trata de seguir los rastros de la memoria sin aferrarse a su radicalidad. Algunas pocas imágenes de lo que recordamos suelen ser verdaderas aunque a partir de ellas, cada vez que regresamos al pasado las deformamos. En su fugacidad, fácilmente las sometemos a una mutación involuntaria asociándolas a ideas que nos traen sentido al hoy.  No podemos estar seguros que nuestra visión del pasado y que el consecuente relato sea auténtico pero sí podemos tener la certeza que cada día nos alejamos más de él.

Tomar conciencia puede ser un proceso doloroso y lento, que requiere detenerse frente a la tentación de rechazar la comprensión a la que nos enfrentamos.
A veces sentir vergüenza es un síntoma, una alarma que nos ayuda a ver. Vista así, no es consecuencia o desenlace sino principio que abre paso a la esperanza. Pero una esperanza que no es optimismo simplista sino demandante de una acción directa sobre el conformismo, la indiferencia, la complicidad y hasta el cinismo. Claro que para todo eso hace falta darse cuenta y tener el coraje para no resignarse frente a la domesticación emocional e intelectual. Me parece que no hay nada que atente más contra la libertad solidaria y respetuosa de la naturaleza que el autoengaño.

Todo sucede a su ritmo. Cultivar la paciencia y la capacidad de aceptar traen siempre beneficio. A veces, en nuestra propia ansiedad lo sentimos demasiado lento al intentar ajustarlo a la medida de las cosas humanas. Pero la naturaleza no sigue la lógica humana y muchos menos nuestros deseos. El silencio real nos hace sentir vergüenza de todo eso que creemos saber, nos deja huérfanos de certezas, nos lleva más allá de lo conocido y aceptado para confrontarnos en una conversación sin palabras sobre la incertidumbre de estar vivo.

De algún modo y casi sin advertirlo, todos nos convertimos un poco en equilibristas. Los días se precipitan uno tras otro y el abismo siempre está ahí, a la distancia de un paso en falso. Que hace falta muy poco para derrapar y que la cobardía también exige constancia son aprendizajes que no requieren intención. Con el tiempo comprendemos algunas cosas, acertamos y erramos de formas obvias y también creativas, pero siempre y a pesar del mejor esfuerzo arrastramos alguna carga, aquel ideal incumplido o esa búsqueda de lo que no tuvimos. A veces uno mira hacia atrás y puede ser costoso entender lo que pasó. Algunos dolores solo cambian de forma pero conservan su peso, cambian de lugar pero siguen estando ahí, ocupando la parte muerta de la vida.

Recortes de lo incierto y su vastedad

Nos recortamos sobre un horizonte que no es más que un fragmento idealizado mientras la vida acontece imperturbable. (Alice White)

El sol sale en su ahora y yo lo veo en mi aquí. Pero no sale para mí, lo hace ignorando la subjetividad de mi interpretación. La objetividad es brote que emerge al dejar de buscar el sentido que se adapte a mis propios paradigmas. Ese orden frágil cuya persistencia se mantiene ajena al absurdo. Una objetividad sin preexistencia que nace en la cara de mis preconceptos sabiondos para recordarme la belleza de la incertidumbre y su poder creativo. Hay una forma en que todo es y un hilo sutil el que parece guiarnos a través del cambio en que la vida despliega su trama. Los demás pueden preguntarse qué perseguimos cuando decidimos algo que no pueden justificar ni comprender. Es que ese hilo es individual, nos sostiene y no podemos soltarnos. Nada de lo que hagamos puede detener la dinámica en que el tiempo desenreda el ovillo que la vida preparó para cada uno.

La palabra «después» suele ser usada a discreción para quitar del presente lo que ponemos a una distancia segura. Postergamos en la cómoda ilusión de estar «en control» de la temporalidad, a resguardo de la ocurrencia del cambio. La trama de la vida está tejida de fugacidad y cualquier intento de negar lo efímero resulta fatal para la oportunidad que cada presente nos ofrece. Todo se desvanece, podemos huir pero no escaparnos. Y curiosamente, esta realidad es fuente de la prodigiosa abundancia del cambio y la transformación. Creación y destrucción, las dos caras de la misma moneda. El tremendo desafío, no apegarnos a lo que nos agrada.

A diferencia de los cambios externos que son bastante sencillos de distinguir, los cambios internos son más sutiles. Nuestras formas de ver, interpretar o percibir no son las mismas en el tiempo. Cuando pierdo el eje me resulta útil evocar la transitoriedad de todas las cosas, la dependencia y condicionalidad con que todo parece surgir y relacionarse. Me serena y me focaliza en lo que cuenta aceptando con todo lo que soy que las cosas son como son se adapten o no a mi lógica circunstancial. El volver a mis comprensiones más simples y contundentes me rescata del error que es fuente de tanta tristeza y aflicción.

La vida y la muerte son inseparables, van juntas en el camino momento a momento. Falsamente a veces pensamos que la muerte está al final de un largo camino, pero es solo una fantasía que alivia el miedo de tomar conciencia de la fragilidad en la que eso que somos se despliega. La naturaleza de esta vida es incierta aunque evitemos pensar en ello. Vivir en las dimensiones más profundas de lo que significa ser humano es una actitud por la que todos podemos optar y provoca un cambio radical en cómo nos relacionamos con nosotros mismos, los demás y el entorno. Nos hace íntimos. Llena de sabiduría, cada pequeña muerte cotidiana es una invitación a descubrir lo que realmente importa, a no postergar y a situarse con plena intensidad en cada momento. De algún modo, su compañía silente se convierte en un faro que nos orienta hacia la plenitud vital.

«El amor y la muerte son los mayores regalos que se nos dan; casi siempre los recibimos pero no los abrimos.» (Rainer Maria Rilke)

Intento estirar mi capacidad de conocer como una posibilidad de la conciencia. Me doy cuenta que cada vez que capto algo extraordinario de la realidad tiene que ver con cómo miro, en qué estoy poniendo atención y cuán serena me siento. Hay una experiencia plena y directa del misterio que se muestra como un eco en lo cotidiano. Captar lo extraordinario no requiere capacidades especiales ni una sensibilidad singular sino aprender a gestionar el conocer y flexibilizar nuestras certidumbres. Porque existe una forma de conocimiento que combina palabra y silencio como el arte de bajar el volumen de las urgencias del yo egocentrado y escuchar los susurros de la realidad que resuenan en la quietud. Porque la existencia en toda su hondura, está siempre mostrándose independientemente de nuestras proyecciones.

Los deseos tienen un lado luminoso que es impulso para la acción y uno oscuro que alimenta la ansiedad. De vez en cuando es útil tener una conversación honesta con nuestros deseos porque podemos descubrir algunas de las razones de esa sensación de incomodidad que tiene la tendencia a hacerse compañera fiel. ¿Para qué padecer de manera innecesaria? Es que entre los extremos de la renuncia a todo y el abuso sin medida existe la posibilidad de cultivar una relación saludable con lo que deseamos y no perdernos en «el bosque de la inquietud».  Es tarea de cada uno que un eventual estado mental negativo no le gane a las cualidades del corazón. Integrarnos en profundidad y convocar  a la bondad básica que habita en cada uno se vuelve vocación cuando estamos atentos a las sutilezas de la vida. Porque, ¿qué es el corazón sino ese espacio del ser humano donde convergen intelecto, emoción y espíritu?

La experiencia de nuestra naturaleza más profunda es un puente hacia la dimensión espiritual de la vida. Contemplar unifica al mismo tiempo que integra el pensar y el sentir de tal modo que deja de tener sentido referirse a ambos por separado. Cuando la fuente de la vida se vuelve experiencial, las palabras brotan casi por impulso en el afán de aproximar una descripción. Es entonces cuando busco en la austeridad unas pocas palabras para acercarme sin abundar en adjetivaciones.

Notar, maravillarse, relacionar lo observado… tantas preguntas que pueden habitarse y acompañarnos con su perfume. La comprensión nunca será tarea acabada. (Alice White)

De la observación de la incertidumbre.

«Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido, una estructura donde fundarlo, también tienen por nostalgia diabólica, perderse en las apariencias, en la seducción de la imagen.» (Jean Baudrillard)

De la expansión a la contracción, de la intensidad al desvanecimiento. Los ciclos se repiten y dan forma al gran ciclo que todo lo contiene. Todas esas sensaciones tan intensas de las que quisiéramos escapar o aferrarnos dependiendo de tu tono, así como surgen en un momento para persistir, declinan para desaparecer. La forma de hacer las paces con lo que sucede es aceptar que todo tiene un principio y un final. Parece sencillo, pero nuestros dolores nos recuerdan nuestros apegos menos advertidos.

Vivir conscientes de nuestra finitud e incorporar la muerte como parte de la vida implica contemplar la incertidumbre como un principio. La muerte no nos arrebata nada, es simplemente el final de un ciclo. Es profundamente liberador pensar en el tiempo en sentido amplio, considerando intensidades y no sólo su paso. Si nos detenemos a observar nuestro mundo interno comprobaremos que tan atemporal en términos cronológicos es el ser espiritual. Observar la muerte resignifica y revitaliza, nos abre a la posibilidad de disfrutar en plenitud el milagro de estar vivos.

«Uno de los grandes regalos de la práctica contemplativa es que al calmar la mente y suavizar el corazón, vemos el misterio que nos rodea. Meditar, de alguna manera, es ser capaz de detenerse y escuchar la música de la vida con un sentido de reverencia, conexión y asombro.» (Jack Kornfield)

Vivir en la incertidumbre consciente es una actitud. No es resignarse, conformarse ni estar a la deriva. Es un estado de serena confianza en la aventura de vivir. Algo así como dejarse caer a un vacío sabio, un ofrecerse y entregarse a la vida que vivo y me vive. Es el abrazo voluntario a una verdad que nos contiene en su propio seno.

La naturaleza, a través de su entramado lleno de símbolos, nos invita a acariciar el misterio y vislumbrar el milagro. Al observar, explorar con ansias y reconocer a través de los sentidos el singular equilibrio en que todo se mueve, es posible contemplar la gracia en que la armonía se deja ver. Al volver a uno mismo, se percibe con facilidad la real dimensión espiritual de la vida.

El mundo natural ofrece una sorprendente combinación de poder y sutileza, el extremo de la fuerza en la tormenta y la gentil invitación de la brisa en la mañana. La vida se abre paso con persistencia y optimismo. Todo parece latir en una dulce espera acompasada. Observar el equilibrio que hay en su esencia remite a un lugar dentro de uno mismo. Imposible sentirse solo al intimar con este entorno. Es un privilegio tener la oportunidad de estar aquí, en este universo sensorial. Es que a veces, eso que supo permanecer inexplicable parece llamarnos.

El estado de presencia es ante todo una experiencia sentida que impregna los sentidos. La belleza en lo bello deja de ser un afuera para transformarse en una chispa que enciende una luz interior difícil de traducir en palabras. (Alice White)

Disfruto visitar las reservas ecológicas de la zona donde vivo. Temprano en la mañana hay garantía de intimidad y puedo sentir una especial conexión con ese entorno de verdes y troncos que se abren paso hacia el cielo. Las ramas más delgadas se mueven al compás del viento dando ejemplo de adaptación. Los árboles parecen observarlo todo desde su quietud. Nunca estoy sola cuando camino a través de los senderos, siento que soy reconocida y abrazada por algo grande que es consciente de mi presencia. Creo que nos agradamos mutuamente.

 

Del respeto, la sabiduría espiritual y el simulacro.

Profundizar en la comprensión al explorar el camino espiritual implica valerse de perspectivas y enfoques diferentes con la genuina intención de complementarse y adentrarse en las interioridades del sentido auténtico. No deberíamos aferrarnos a un solo conocimiento como la verdad última porque es una irrealidad, nadie la tiene por completo.

Cuando somos respetuosos no alimentamos fantasías, no caemos en los excesos ni tropezamos con el olvido y la desconsideración de los demás. La mente se mantiene serena y la conciencia disponible para ser el guía de nuestras acciones, del modo en que nos relacionamos con el mundo. Cultivarse es trabajarse hacia adentro y conocerse para construir orden interno. Ese orden respeta la singularidad de cada uno abrazando la unidad y abandonando los estereotipos que dividen, segregan, etiquetan y califican. El cultivo de la virtud proviene del desarrollo de la conciencia. A medida que el ser humano se abre, su conciencia se amplía para abarcar cada vez más las complejidades de la vida, de sus organizaciones y los principios de la naturaleza.

Con el tiempo uno aprende a valorar la incertidumbre en su sabiduría inherente y a tener fe en que más allá de lo aparente o de lo ingenuo asoma lo esencial y verdadero. Curiosamente el discernimiento lúcido y la claridad emergen frecuentemente a partir de la desilusión, de la distinción de aquello que no es verdad. Es probable que la mayor de las verdades sea que no hay nada completamente conocido y que todo acaba desvaneciéndose.

«La mala noticia es que estamos cayendo y no hay nada de qué agarrarse ni tenemos paracaídas. La buena noticia es que tampoco hay suelo.» (Chögyam Trungpa)

Hay un margen entre el puro ateísmo y el puro teísmo, una franja intermedia que es fascinante y misteriosa, un escepticismo higiénico que es práctico y lleno de vitalidad. El concepto de Dios como algo necesario o la divinidad donde todo se apoya está desprovisto de magia cuando se lo analiza como el fundamento de todas las cosas. El pensamiento convencional puede tropezar con sus propios límites en su búsqueda de sentido (incluyendo eso que nombramos como experiencia) y el ego discriminador que todo lo sabe encontrar la razón en la sinrazón que justifica lo injustificable atribuyéndolo a la magia.

El desafío es comprenderse a sí mismo, que muy sinceramente y fuera de toda duda, es una de las aventuras más formidables que podamos plantearnos. Pero, a pesar de notables avances que podamos ir haciendo, solo con humildad podremos admitir nuestros propios límites para explicarnos con palabras la totalidad de la experiencia humana.

Un encuentro de personajes espiritualizados:

Y dijo El Tábano Alberto (conocido en ciertos ámbitos como Sri Alka Seltzer) mientras intentaba tragar una galleta de mijo: Una cosa es desapego y otra es la desidentificación neurótica de la vida. No hay ninguna claridad espiritual en aprender a calmar la mente y ver que los pensamientos van y vienen para terminar cobijándose en nuevas guaridas que solo son renovados mecanismos de defensa para no confrontar el dolor psíquico. Tratar de poner fin a la confusión y el sufrimiento a través de la túnica blanca de las verdades espirituales puede ser un astuto recurso egoico para no exponernos a la vulnerabilidad que acompañan las relaciones humanas reales. 

¡Claro! saltó enseguida Ofelia Guillotina mientras le acercaba un licuado de espirulina. Escuchar al otro es empatizar con su decir, interesarse y no meramente silenciar el ruido de las palabras propias para que resuene el ruido de las palabras de ese otro en un simulacro de «te escucho». Eso es espiritualidad de primer piso, orientada a los grandes números pero desarraigada de la experiencia humana.

Mientras tanto, Lady Pureza, pestañando azorada sin entender de qué hablaban ni para qué, seguía redactando bendiciones para las almas.

(La imagen es de Arief Siswandhono)