La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes formas religiosas o religiones, como soporte y vehículo de aquella dimensión que pugna por ser vivida. En este sentido, la espiritualidad es una realidad previa a las religiones en cuanto tales.
Cuando se habla de espiritualidad desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior. Al dar por sentada la verdad mayor de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corset de la religión.
La palabra espiritualidad en el mundo contemporáneo ha llegado a convertirse en una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un añadido superfluo o poco significativo a lo que es la vida ordinaria. Es también, en cierto sentido, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión. Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable. Ambos factores, el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista, condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.
En medio de esta cultura, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de espiritual, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones. Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como integral, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la dureza de la situación cotidiana, es tentadora la huida a paraísos narcisistas, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve. Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una espiritualidad rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios. En el primer caso, parece imperar la ley del todo vale, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.
Con todo este trasfondo, entonces, ¿qué es la espiritualidad? En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de profundidad de lo real. Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como formas infinitamente variadas, no son sino expresión de aquella profundidad de la que todo emerge. Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber, desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.
El término espiritualidad, en primera instancia nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al espíritu. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una realidad que, no solo trasciende el género (aún cuando nos referimos a él en másculino) sino también lo personal, (en todo caso solo puede ser transpersonal). No es extraño que «espíritu» haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la divinidad, fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida. El espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, pero no como una entidad separada, sino como constituyente de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no dualidad, podemos ver, palpar y saborear al espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias. Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera otra realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.
Si entendemos por espíritu el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que espiritualidad es la capacidad de ver esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello. En este sentido, no hay conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva preconceptual del misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como inteligencia espiritual. Es ella la que nos permite intuir el misterio y reconocer nuestra identidad más profunda.
Se suele decir que el despertar espiritual consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia. Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que «la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación». Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: «La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él».
A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino modulaciones o formas mentales específicas de aquella intuición original.
(Artículo elaborado a partir de las ideas compartidas en sus conferencias y libros por Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo.)