De la dulce compañía

A veces la música resulta en ruido, interrupción indeseada al bello silencio de la mente que la conciencia anhela. Hay otras veces en que el sonido parece acompañar el silencio destacando su belleza, asistiendo el proceso de despejar y concentrar. Y en ese estado de serenidad, de pausado equilibrio, los pensamientos son observados desde la lucidez silenciosa del testigo que contempla sin juzgar.

Las palabras  deberían ser vehículo para ir al encuentro de la experiencia de silencio y no reducirse al gozo intelectual de la descripción precisa. Dejarse abrazar por la trama que todo lo permea, navegar lejos de las orillas de los extremos para sentir desde su intimidad que siempre son sólo una.

«Deja en tu interior una parte para el misterio, evalúa y confronta pero no juzgues con conclusiones totalizadoras. Deja en tu corazón un espacio fértil para las semillas que traiga el viento, prepara un lugar para lo inesperado y un altar para la verdad de todas las cosas.» (Alice White)

De la aspiración de verdad y sus costos

La contundencia de lo evidente nos dice que no todo sale bien ni tampoco todo nos sale bien. Curiosamente, hay quienes encuentran que todo es fácil e invocan a la propia determinación como la fuente alquímica que evita el cuestionamiento de lo que sucede.

Pero interrogarse no es simplemente acompañar un enunciado con signos de interrogación para convertirlo en pregunta. Implica mucho más que el planteo inicial y está orientado a poner en duda  hechos dados como ciertos en base a cuestionar la trama de los argumentos que los sostienen.

“Solo estamos en presencia de un hecho si podemos postular respecto al mismo  un acuerdo no controvertido.” (Chaïm Perelman)

Claro que al hacerlo, debemos enfrentarnos al displacer de la inseguridad que nos deja la incómoda incerteza.  Interrogarse entonces se presenta como una disonancia en la armonía de los acuerdos, los consentimientos y las convenciones.  Y a nadie le gustan las arenas movedizas.  Es entonces cuando claudicar a la aspiración de verdad, a ese plus de la vida, se vuelve  tentación para proseguir más o menos resignados o conformes en la satisfacción de la rutina unánime. Porque la mayoría de las veces, plantear una complicación nos convierte en un trastorno.

No es gratis cuestionar aquello que conforma identidad. Resulta infinitamente más fácil refugiarse en la garantía de la subjetividad del pensamiento y como consecuencia convertir cualquier planteo en opinión subjetiva. Pero son esas ridículas solideces las que nos perpetúan con alegría en el error.

     “Es más fácil apagar el ruido huyendo  que habitando el propio silencio;  es más seguro y cómodo seguir en la senda que crear alternativas;  es más fácil aferrarse  al propio discurso que abrirse  al mestizaje.” (Alice White)

Vivenciar nuestra espiritualidad inherente

La llamada dimensión espiritual constituye una dimensión absolutamente básica de la persona y de la realidad. Sobre ella precisamente se asientan las diferentes formas religiosas o religiones, como soporte y vehículo de aquella dimensión que pugna por ser vivida. En este sentido, la espiritualidad es una realidad previa a las religiones en cuanto tales.

Cuando se habla de espiritualidad desde una opción religiosa o confesional, parece inevitable que aquella sea comprendida y explicada a partir de la perspectiva de la propia religión, a la que se le asignará un estatus superior. Al dar por sentada la verdad mayor de la propia creencia, se entenderá la espiritualidad como la práctica por medio de la cual se busca ahondar en la vivencia de la fe que se ha asumido. Como consecuencia de este modo de hacer, se adopta un concepto reductor y estrecho de espiritualidad, a la que, intencionadamente o no, se le ha sobreimpuesto el corset de la religión.

La palabra espiritualidad en el mundo contemporáneo ha llegado a convertirse en una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un añadido superfluo o poco significativo a lo que es la vida ordinaria.  Es también, en cierto sentido, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión. Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable. Ambos factores, el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista, condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

En medio de esta cultura, estamos asistiendo a un emerger notable del anhelo espiritual. Y, como en cualquier moda, no es infrecuente que aparezcan sucedáneos, a los que se coloca la etiqueta de espiritual, pero que no encajan en lo que es una espiritualidad auténtica. Los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones. Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como integral, no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la dureza de la situación cotidiana, es tentadora la huida a paraísos narcisistas, refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve. Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una espiritualidad rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios. En el primer caso, parece imperar la ley del todo vale, con tal de que favorezca el bienestar: representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad: sería la voz del integrismo mítico.

Con todo este trasfondo, entonces, ¿qué es la espiritualidad? En una aproximación suficientemente amplia e inclusiva, puede entenderse la espiritualidad como la dimensión de profundidad de lo real.  Ello significa reconocer que no existe absolutamente nada al margen de esta dimensión. Más aún, todo lo que podemos percibir, como formas infinitamente variadas, no son sino expresión de aquella profundidad de la que todo emerge. Con esto, no se afirma ningún dualismo entre aquella dimensión última y las manifestaciones que percibimos. Al contrario, en admirable sintonía con lo que vamos percibiendo desde diferentes ámbitos del saber, desde la física cuántica hasta la psicología transpersonal, desde la mística hasta recientes estudios en el campo de las neurociencias, lo que se nos muestra es una admirable y elegante no dualidad, en la que nada se halla separado de nada, siendo solo la mente la que nos hace creer en una realidad fraccionada y separada en partes, tal como ella misma la ve.

El término espiritualidad, en primera instancia nombra una cualidad, una capacidad o incluso un ámbito del saber que tiene como referencia directa e inmediata al espíritu. Por tanto, solo lo podremos entender si previamente desciframos el sentido de este otro. Pero no es una tarea fácil. Basta intentarlo para que se ponga de manifiesto la incapacidad de la mente para referirse adecuadamente a todo lo que no es objetivable. Como si en su intrínseca dificultad para imaginarlo, el mismo término nos estuviera diciendo que se trata de una realidad que, no solo trasciende el género (aún cuando nos referimos a él en másculino) sino también lo personal, (en todo caso solo puede ser transpersonal). No es extraño que «espíritu» haya sido uno de los términos más comunes para nombrar a la divinidad, fuente de todo lo que es, principio vital, dinamismo de vida. El espíritu constituye, por tanto, el núcleo más hondo, la identidad última de todo lo que es, pero no como una entidad separada, sino como constituyente de todas las formas, en un abrazo no-dual. En razón de esa misma no dualidad, podemos ver, palpar y saborear al espíritu en todas las formas de la realidad: todas lo expresan y en todas se manifiesta, sin negarlas ni anular las diferencias. Una vez más, es necesario decir que no hay ningún tipo de dualismo, como si, además del espíritu, hubiera otra realidad al margen de él; pero tampoco se trata de un panteísmo indiferenciado. Es todo más sutil y, en cierto modo, más simple: el Uno expresado en lo Múltiple, como dos caras de la única Realidad.

Si entendemos por espíritu el principio vital y constitutivo de todo lo que es, habremos de concluir que espiritualidad es la capacidad de ver esa dimensión profunda y última de lo real y vivir en coherencia con ello. En este sentido, no hay conceptos ni creencias. Hay, sencillamente, un reconocimiento y una capacidad. Una percepción intuitiva preconceptual del misterio mismo del existir. A esta capacidad podemos designarla, por tanto, como inteligencia espiritual. Es ella la que nos permite intuir el misterio y reconocer nuestra identidad más profunda.

Se suele decir que el despertar espiritual consiste en la capacidad de separar la conciencia de los pensamientos. De eso se trata exactamente. Caer en la cuenta de la identificación con la mente, de la que provenimos, y reconocer que ahí no está nuestra verdadera identidad. La espiritualidad o inteligencia espiritual, al hacernos crecer en comprensión de nuestra verdad, nos pone en camino de desapropiación. Por eso, a más espiritualidad, menos ego y menos egocentración. Es fácil advertir que el criterio decisivo de una existencia espiritual no puede ser otro que la desegocentración, la bondad y la compasión, unidos a la ecuanimidad de quien ya ha descubierto que su verdadera identidad trasciende todo vaivén y toda impermanencia. Lo expresa con nitidez Javier Melloni, cuando escribe que «la dirección que no ha de variar, aunque se cambien los vehículos y los caminos, es el progresivo descentramiento del yo, tanto personal como comunitariamente… Esta es la única certeza, el único discernimiento: ir convirtiendo nuestra existencia en receptividad y donación». Porque, ¿cuál es la meta? Y responde el propio Melloni de una manera sabia y hermosa: «La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar, porque sabe que proviene de un Fondo al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él».

A partir de este concepto de espiritualidad, se desprenden dos conclusiones: por un lado, la percepción de que el cuidado de la espiritualidad y el cultivo de la inteligencia espiritual son decisivos si se quiere acceder a una vida plena; por otro, la constatación de que, así entendida, la espiritualidad es previa a cualquier religión, de modo que las diferentes confesiones religiosas no serán sino modulaciones o formas mentales específicas de aquella intuición original.

(Artículo elaborado a partir de las ideas compartidas en sus conferencias y libros por Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta, sociólogo y teólogo.)

De la filosofía del saber, la perspectiva y el silencio.

Hay ocasiones en que cuando tomo contacto con afirmaciones que son presentadas como verdad siento una profunda incomodidad que suele manifestarse acompañada de desconfianza. Esta sensación siempre me remite a tratar de explicarme qué es lo que activa ese freno a partir del cual pierdo empatía con el emisor del mensaje. Si hay algo que el silencio trae a la conciencia es que «la verdad» no es un objeto a poseer sino una sensación por la que hay que dejarse acariciar. Porque no es cuestión de encontrar la verdad sino enamorarse de ella, no es cuestión de poseerla sino de amar lo que se va comprendiendo y seguir descubriendo lo que la realidad tiene para revelarnos.

Hay cierta clase de conocimiento que sacia la sed profunda, el ansia de saber que no se vale de acrobacias mentales para explicar la realidad. También hay otros conocimientos, amantes de la especulación que solo logran satisfacer la curiosidad circunstancial. Pero definitivamente, el verdadero conocer es contextual. La verdad se protege a sí misma con su propio horizonte. Sacar conclusiones radicales con fuerza de ley frente a la observación de un hecho sin considerar el contexto, no es más que una forma de ignorancia impulsada por la arrogancia. Cuando el verdadero conocer se internaliza es fuente de inspiración para pensar por cuenta propia en lugar de ser un límite a la propia apertura mental.

   «La verdad  ilumina sugiriendo  respuestas  y  transforma  nuestra  visión  de  la  realidad.» (Alice White)

Pero no me parece que el camino sea la queja por lo que hacen otros sino emprender acciones para sostener y defender la capacidad de irradiación social de las ideas. El estímulo filosófico es indudable en este aspecto, si se deja de lado el uso del lenguaje hermético que produce incomunicación, una oscuridad gratuita fundada en la erudición narcisista.
No se trata de hacerlo fácil sin respetar la profundidad de las ideas. Si bien para acceder a su comprensión se deben sortear los inconvenientes naturales del manejo de la reflexión, urge considerar lo experiencial para sostener lo conceptual. A través de la instancia interior de la experiencia se reconocen los principios que rigen la realidad. Solo por dar un ejemplo, el ser espiritual es una experiencia cuyo reconocimiento transforma al sujeto. Esto requiere práctica que alumbre, no es cuestión de sentarse a esperar que alguien la provea desde afuera de nosotros mismos.

«En todo hombre y en toda sociedad hay un oriente, un origen, una luz matutina y un occidente, un crepúsculo, una luz vespertina. El hombre se orienta iluminado por la luz matutina y camina por la vida descubriendo los senderos que pisa en virtud de esa luz incorporada. Nos hace falta una sabiduría divina y humana a la vez. El equilibrio se ha desplazado hacia teocentrismos deshumanizantes o hacia antropocentrismos degradantes. Debemos superar la fragmentación de la vida sin caer en la indiscriminación de una luz deslumbrante o de unas tinieblas ofuscadoras.
El auténtico conocimiento no tiene término, pues es un constante nacimiento. Cuando se aprisiona el conocimiento en lo conocido se lo vuelve inmutable.» (Raimon Pannikar)

Cuando en algún momento siento que me pierdo a mí misma, voy al encuentro de alguno de esos libros que iluminan, que estimulan el cultivo de la interioridad sin ceñirse a un guión como imposición. Constituyen en sí mismos una invitación a silenciar el ruido y se convierten en compañeros de ruta a los que acudo para vigorizarme. Uno de ellos es Anam Cara, de John O´Donohue: «Para el ojo que juzga todo está encerrado en marcos inamovibles. Cuando mira hacia el exterior, ve las cosas según criterios lineales y cuadrados. Siempre excluye y separa, y por eso jamás mira con espíritu de comprensión o celebración. Es igualmente severo consigo mismo. Solo ve imágenes de su interioridad atormentada proyectadas hacia el exterior desde su yo. El ojo que juzga recoge la superficie reflejada y llama verdad a eso. No posee el don de perdonar ni la imaginación suficiente para llegar al fondo de las cosas, donde la verdad es paradójica. El corolario de la ideología del juicio superficial es una cultura que se basa en las imágenes inmediatas.»

 

De la naturaleza de la vida y su verdad.

Cada momento de la vida es una puerta abierta hacia el encuentro con la verdad esencial. Pensamos que descubrir lo que somos es imposible o solo para unos pocos iluminados pero cada experiencia cotidiana nos muestra la naturaleza esencial que nos constituye. Lo que está sucediendo en este preciso momento trae en sí mismo el mensaje primordial pero no lo percibimos porque buscamos lo extraordinario como algo ajeno a lo ordinario.

La paradoja radica en que es la mente, fiel compañera que todo lo define y clasifica, la que cubre a través del pensamiento el contacto con lo primordial que nos anima y le da vida al fino equilibrio en que la vida fluye. La utilidad de la mente es nuestro máximo engaño. Una fina capa ilusoria filtra la naturaleza de la realidad y nos resulta muy difícil contemplarla en su desnudez. Ayuda mucho al descubrimiento ponerse en contacto con el mundo natural porque allí la experiencia es directa, los sentidos transcienden los conceptos y surge la esencia como la diferencia entre pensar en nadar en el lago y sumergirnos en él, imaginar el perfume de una mañana en el bosque y sentirlo sentados a la vera de un arroyo.

Nuestra condición humana no existe separada de lo trascendente. La mente nos atrae y seduce separándonos con sus interpretaciones. Si observamos con atención, no hay un mundo espiritual separado del material sino que lo espiritual lo permea todo. Hacernos conscientes de cómo es la naturaleza de la vida está ligado a habitar cada experiencia con lucidez para no quedar atrapados en el personaje que nos hace creer que tenemos una identidad ajena y separada de los demás y de los objetos del mundo.

Descubrir esta verdad no modifica nada pero lo cambia todo. A partir de entonces la paz anhelada deja de ser utopía y la aceptación se transforma en un estado hacia la plenitud de la ecuanimidad.

«Ninguna situación por difícil que sea nos impide responder con sabiduría y compasión. Esta es la libertad que nace de comprender la naturaleza de la realidad.» (Alice White)

 

De la desintegración, los mapas y las etiquetas.

¿Son la naturaleza, el ser humano, la vida, la verdad o lo que es, unas realidades que pueden ser vistas como objetos de estudio? No me parece posible objetivar sin fraccionar y distorsionar la realidad. Es inevitable que sucedan controversias en torno a «las etiquetas y los mapas» que definimos en el afán de diferenciar. Así es como confundimos creencia con verdad y nos aferramos al cerco que delimita lo que hay que defender. Así nacen las ideologías que condicionan la interpretación de la realidad.
Es evidente que el pensamiento y su modelo mental consecuente tienen sus límites a la hora de tratar de comprender la naturaleza de lo real. Por eso se vuelve crucial la perspectiva, puesto que el punto de vista cambia el modo de aproximarse y conocer. Conviene reformular las supuestas certezas a la hora de abrir juicios hacia aquello con lo que confrontamos sin sentido: Estamos hablando idiomas diferentes.

En algún sentido, cada perspectiva de la verdad constituye el fruto de un razonamiento influido por las emociones que devienen de estar vivos. No nos damos cuenta de nuestros propios condicionamientos y solo los vemos en los demás. La desintegración y fragmentación que vemos en el mundo en el fruto de nuestras mezquindades, incoherencias y falacias reafirmadas por una mentalidad egoica que cree en sus propias ideas como si de la verdad última se tratara. Creemos vivir la vida que elegimos pero solo lo hacemos en la perspectiva de un parecer limitado que no se enriquece en el otro sino lo confronta en la descalificación. En este escenario todos perdemos. Percibimos la urgencia de un cambio, pero no será cualquier cambio el que materialice una realidad diferente. En lo más profundo de nuestras existencia colectiva, todo lo que conspira contra el bienestar y crecimiento es consecuencia de nuestras inconsciencias individuales. Debe cambiar el paradigma desde el que nos relacionamos, valorando y respetando las diferencias que no constituyen por sí mismas separación excluyente sino complementariedad. En el otro hay un yo que nos espera que no es separado de nosotros: El verdadero cambio es de conciencia.

La identificación con las creencias suele ser el mayor obstáculo para distinguir al dios de todas las cosas. Demos la bienvenida a las crisis que hacen tambalear la fe puesto que constituyen una oportunidad para revisar las certezas más cristalizadas que nos alejan de la verdad.

«Lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero.» (Simone Weil)

De la esencia del ser y su espiritualidad.

Para muchas personas profundamente espirituales, la palabra «Dios» no aporta sentido ni resulta relevante. ¿Por qué entonces deberíamos reducir la necesidad humana derivada de su dimensión espiritualidad a ese término? Lo que vuelve relevante a las palabras es la experiencia a la que están asociadas. Hay personas que sienten la interconexión con todo lo existe en una intensa experiencia de pertenencia y a partir de entonces la expresión «todos somos uno» cobra una nueva significación. Para otras la pertenencia se expresa en «humanidad compartida».

En esta existencia nuestra donde la dualidad y la polaridad están tan arraigadas, solemos identificar al corazón como el lugar de los sentimientos en contraposición a la mente como el espacio de pensamiento. Pero al hacerlo nos desconectamos de la esencia del ser que está conformada por la totalidad de lo que somos. Esa verdad esencial clama por una dimensión de acuerdos donde varía nuestro decir pero en un marco ético común arraigado esta raíz central.

El eje de la fe en una vía de realización o camino espiritual no está constituida por un conjuntos de enseñanzas o nociones que incorporamos intelectualmente sino en experiencias de silencio absolutamente personales a partir de la cuales sentimos lo que nos pertenece radicalmente y a lo que pertenecemos de manera desbordante. Algunos llaman a esta vivencia dicha suprasensorial o éxtasis espiritual.

Inevitablemente, la experiencia misma será interpretada por el intelecto pasando a través de nuestro sistema de creencias y filtros emocionales. De allí derivan las asociaciones que pueden resultar en conflicto: Es lo que sucede cuando la interpretación deviene en la doctrina religiosa y degenera en el dogma único verdadero. Luego, la pertenencia se ve limitada a aquellos que piensan del mismo modo y sostienen ese mismo dogma.

Llegados a este punto, debemos recuperar nuestras raíces comunes a través de la voluntad y una convicción ética sin moralinas que establezcan que «hay que hacer ésto en lugar de aquello». No hay juez más genuino que nuestra propia conciencia.

La autoridad última en materia espiritual reside en el interior cada uno de nosotros. El núcleo de nuestro ser reconoce el valor del camino elegido, acepta su autoridad y celebra la riqueza de su libertad. El silencio se vuelve entonces, el espacio sagrado donde la conciencia se reencuentra a sí misma.