Vivir las relaciones cotidianas como si se tratara de un encuentro de opuestos nos hace asumir la posición que siempre hay algo que defender. El vínculo descentrado respecto a la propia incerteza nos hace invalidar la opinión de los demás y crear en nuestra mente un clima de disputa. Es de vital importancia estar consciente de lo que uno hace y cuál es su causa para no vivir sometidos a las rigideces de nuestra personalidad. El hábito del autoexamen y la revisión de nuestras reacciones nunca es pérdida de tiempo. Es fundamental lograr identificar los patrones que orientan nuestras interpretaciones de la realidad a fin de sentir armonía interna. El viaje hacia adentro es también un viaje hacia los demás. Porque ese otro que ve diferente y opina distinto es, en cierto modo, la expresión de uno de esos yoes que viven en los recodos de nuestra propia mente. Porque el recurso de elegir convivir solo con quienes piensan igual a nosotros es como navegar en agua estancada.
Con asombrosa naturalidad tratamos a las personas, tal como si fueran objetos de consumo: De cada uno tomamos el sorbo que nos gusta y descartamos casi todo lo demás. Nada de vínculos integrales ni comprometidos, tanto más placentero fagocitarse lo útil del otro. Sociedad extraña la que da por sentado que las relaciones se pueden parcelar a cualquier costo para que sean satisfactorias al ego consumidor. Así los lazos humanos se vuelven anecdóticos, un recuerdo más acumulado para la edición de algún relato conforme al cuidado que la autoimagen demande. Nada de empatizar con circunstancias ajenas más allá de lo declarativo como parte de la simulación. Es que de algún modo, el vértigo de la emoción arrasó con el prestigio de la reflexión y nos deslizamos sobre la superficie de la realidad con la lógica de la variedad y lo circunstancial como modelo.
La pereza de la conciencia quizá sea la mayor de la inconsciencias. Ese no darse por enterado ni poner atención en saber qué pasa realmente, convierte a la distracción crónica en un estilo personal. ¡Ahí va el perezoso, orgulloso de su lote propio en la nube de los distraídos! Si en un rapto de empatía se te ocurre señalarle algo que comprometa su responsabilidad, lo descartará de plano con un rápido «no sé de qué me hablas». Claro está que la pérdida de sutileza en la lectura de lo que nos sucede no es gratis: Cada día se vive más alejado de uno mismo. Y esa desconexión con el ser más íntimo es el camino a la robotización, la pura fantasía de ser lo que no somos.
Cuando la indignación moral deviene en una expresión anónima que se amplifica a través de las redes y medios para retroalimentarse, es solo moralista. Enrolados en las «milicias del bien», las mayorías buenas dan cátedra de los debería y de los si se hubiera en un coro de dudosa coherencia. Resulta imprescindible poner cierta distancia para hacer una evaluación que atraviese lo aparente. Es que el pensamiento crítico requiere desapasionarse y silenciar la mente cargada de ideas revueltas, sesgadas y enmarcadas en unas creencias que resisten atrincheradas para dar el salto al frente en cuanto tienen la oportunidad.
La verdadera moral no opera sobre hechos consumados que ya son historia ni desde los egos autocentrados en sus propios intereses que argumentan y justifican. Lo peor de la subjetividad emerge cuando se disfraza de objetividad. ¿Lo que sucede nos gusta porque es bueno o es bueno porque nos gusta? ¿Cuáles son nuestras complicidades de hoy a la luz de sus inevitables consecuencias? ¿Cómo serían vistas nuestras acciones de hoy si las pensamos desde el futuro?
El gran riesgo de la normalidad es su permeabilidad. Asimilamos paulatinamente «lo normal» hasta que se convierte en invisible. De lo normal a la normosis (fantástico neologismo acuñado por Pierre Weil) hay un paso. Vaya locura socialmente aceptada como normal, la que nos convierte en protagonistas de sufrimientos evitables… (Alice White)